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CIENCIAS, LITERATURA Y ARTE

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Entre los profesores del Liceo, también conservo gran recuerdo de Don José Montero, el responsable de Ciencias Naturales, que al estudiar la botánica nos hablaba de las producciones agrícolas de cereales, olivar y vid. Y al ocuparse de los minerales se refería, al final, a las minas en España, de carbón, hierro, plomo, cobre, cinc, estaño, piritas, etc., y a sus industrias derivadas. Precisamente por ello, en el profesor Montero aprecié, después, un primer atisbo de mis ulteriores aficiones por la economía.

De los profesores eximios que tuvimos en el Liceo, uno fue sin duda el de Matemáticas, ciencia en la que tuvimos suerte muy diversa. Con un gran maestro que fue Don Pedro Méndez, que nos tocó el año del álgebra, en lo que fue un curso maravilloso, por la claridad de la exposición, que recordaba aquella frase de Ludwig Wittgenstein de que «una cosa se explica con claridad, o mejor no se explica». José Ortega y Gasset también expresó algo parecido, con su idea de que «la claridad es la cortesía de la filosofía».

Para seguir con mis profesores, a los que tanto debo, citaré seguidamente a Miguel Álvarez, de Literatura, con mi agradecimiento por sus recomendaciones sobre La montaña mágica de Thomas Mann. Pero aquí sólo expondré lo mucho que para mí significó aquel profesor, a quien idealicé en una novela que publiqué el año 2000, La segunda vida de Anita Ozores, en la que resumía las ideas principales de Don Miguel sobre la narrativa.


[...] Escribir no es un proceso natural. Tampoco de artificio. Es el arte de hilvanar ideas y sonidos, de modo que, en palabras del gran Tirso, puedan deleitar relatando.

Es de la sutil amalgama de intelecto y oído de donde surge la Literatura. Yo, por suerte, fui aleccionado por un heterodoxo profesor, que saltando por encima de lo convencional, daba más peso a la percepción que a las formas. Era hombre de mediana estatura, y con un frunce en la comisura de los labios que le daba un aire entre risueño y burlón. Entraba en la clase acompasando el movimiento de sus piernas con el de la cabeza, se sentaba en su sillón, nos miraba a los ojos en silencio, y cuando ya nos sentía atrapados por la curiosidad de lo que fuera a decir, abría el libro que llevaba en la mano, y nos leía algo, prosa o verso...

Y de cuantas razones me doy ahora para explicarme la atracción que en mí ejerce la Literatura, ninguna me satisface tanto como la de salir al encuentro de esa milagrosa aleación que preconizaba mi profesor; hecha de sonoridad, ritmo y enjundia... Recuerdo con gratitud a aquel maestro, un poco bohemio, que me enseñó a descubrir la música de los escritos.

¿No es fantástico lo que puede quedar como recuerdo de un antiguo docente ya perdido su recuerdo por la mayoría? Y es que un buen profesor realmente nos presta sus ojos por un tiempo, para que luego podamos ver lo mismo que él, pero con los nuestros propios. Y lo mismo podría decirse del oído.


Siguiendo con los excelsos profesores del Liceo, debo mencionar también al de Dibujo y Pintura, José Carlos Pascual de Lara, un hombre único, por la afabilidad de su trato con los alumnos, y de quien nunca oímos un reproche ni una mala palabra. Se interesaba por todos y no sólo nos hablaba de arte y nos explicaba cómo manejar el lápiz o los pinceles —para acuarelas primero y óleo después—, sino que además nos alentaba con su entusiasmo por los grandes pintores, y entre ellos singularmente por Pablo Picasso. En el gran malagueño diferenciaba sus distintas épocas, con especial preferencia por la «época azul» y la del cubismo; y lo mismo sucedió con su referencia iniciática a Francisco de Goya y al impresionismo.

Lara trabajaba por entonces en los esbozos de lo que podría haber sido su obra máxima: los frescos del Teatro Real, coliseo abandonado después de que se decretara su cierre por amenaza de ruina al final de la década de 1920, sin ningún proyecto definitivo de restauración. Entre otras cosas —según se decía— porque a Franco la ópera no le interesaba ni poco ni mucho, de modo que cuando le preguntaban cuál era su pieza preferida dentro del elenco de los grandes maestros, Su Excelencia se refería a Marina, del compositor navarro Emilio Arrieta.

A mi hermano Rafa y a mí, Lara nos observaba muy especialmente porque le atraía ver la gran afición que teníamos por la pintura —que debíamos a nuestro padre—, y nos animaba a que hiciéramos bocetos o cuadros sobre esto o aquello. Nos empujó a que participáramos en una exposición de pintura escolar que se hizo en la Biblioteca Nacional, lo cual nos llevó a ser mencionados en tres o cuatro periódicos: los dos hermanos Tamames, que «burla burlando —diría uno de los críticos— aportan con sus pinturas un soplo de aire fresco y vivo colorido».

Entre las obras de mi infancia, citaré dos que para mí tuvieron una cierta relevancia. La primera de ellas, Vagón de tercera: el escenario, un compartimento en un coche de viajeros en un tren de la España de la década de 1940, con gente vestida de cualquier modo, y muchos bultos en las redecillas; un cuadro que conservo en mi colección particular. El segundo se titulaba La hora del besugo: una familia sentada a la mesa, y una criada que, situada al fondo, trae una gran fuente con un reluciente pez bien guisado que se supone iba a servirse de inmediato. Este segundo «cuadro de la exposición» —no de Mussorgsky— no sé dónde está, y bien que lo siento.

Una de las tristezas en esa fase de mi infancia-juventud fue, precisamente, que José Carlos Pascual de Lara muriera muy joven, con no más de treinta y cinco años, a causa de una enfermedad pulmonar. Debió de ser una tuberculosis, de la que tanta había en la España de por entonces, como una secuela más de la Guerra Civil.

Luego seguí pintando y, entre los cuadros míos que guardo, hay un retrato que le hice a Carmen a los veintiún años, a poco de casarnos. También tengo un autorretrato que llamo la Visión de las estructuras, porque es mi persona, en 1974, mirando a través de un cigüeñal flotante en el espacio, un tanto surrealista, a lo Dalí, si se me permite decirlo así. Sin embargo, La familia del capitán es el lienzo por el que tengo la más alta estima. Y en su momento citaré otro cuadro, que pinté en «Villapaz», la finca de Luis Miguel Dominguín cerca de Saelices, en la provincia de Cuenca, y que muestra la figura de un cazador un tanto picassiano.


Nuestra profesora de Música en el Liceo requiere un recuerdo muy especial: Gloria Loizaga fue para mí una mujer excepcional por el entusiasmo que ponía en enseñarnos solfeo. Pero, sobre todo, por las canciones que con ella aprendimos y ya nunca olvidaríamos, y de las cuales recordaré aquí algunos títulos, empezando por las francesas: «Là haut, sur la montagne», «Quand tout renaît à l’espérance», «En passant par la Lorraine». Y otras españolas, como «Eres alta y delgada», «Ya se van los pastores», «Inés, Inesina, Inés», «Ya sé que no me quieres»... Y una vasca, de su país natal, muy conocida: «Boga, boga, Mariñela»...

Tiempo despué del Liceo, pasados muchos años, tuve ocasión de hablar de Gloria en una emisora de radio. Me oyó un sobrino suyo, que me llamó y quedamos para almorzar. Me dijo que Gloria había muerto relativamente joven. Le pedí una foto, me la envió y la tengo enmarcada en casa. Muchas veces la miro con nostalgia y le agradezco que fuera ella quien más me inspiró mis primeros sentimientos musicales.

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