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EL DESPERTAR: DE VOLTAIRE A SARTRE, Y DE BUERO VALLEJO A NÚRIA ESPERT

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En mis tránsitos literarios de los años mozos, siempre tuve como telón de fondo la formación literaria que en el Liceo Francés nos dio nuestro profesor de Literatura, Miguel Álvarez. Un día nos habló de Sin novedad en el frente, la novela de Erich Maria Remarque que estuve tratando de encontrar en las librerías de viejo, sin éxito. Y tampoco di con ella en la Biblioteca Nacional, pues la signatura de esa obra había sido retirada, al ser considerado un libro nefando, por antibelicista.

Y en ésas me encontraba cuando un amigo mío, también del Liceo, Cecilio Luchsinger, me llamó —yo tendría entonces catorce o quince años— para decirme que había decidido vender la mayoría de los volúmenes de una biblioteca heredada de su abuelo. Me pidió ayuda para empaquetar los libros que habían de llevarse libreros y papeleros, y fue en esa labor cuando pude hacerme con unos cuantos libros de interés: Cándido de Voltaire, La crítica de la razón pura de Immanuel Kant, en alemán, que incluso comencé a leer, si bien a la décima página lo dejé por lo arduo del tema; y por fin Sin novedad en el frente.

El Cándido de Voltaire también estaba prohibido; y lo mismo sucedía con La dama de las camelias de Alejandro Dumas hijo, Madame Bovary de Gustave Flaubert y La peste de Albert Camus. Claro es que con el aliciente de la prohibición, todos esos libros pasaban de mano en mano en la universidad.

En otro ámbito de lecturas, el descubrimiento de Jean-Paul Sartre me resultó inquietante, sobre todo porque empecé por una obra de la que no había oído comentarios, El engranaje: una disección asombrosa del mundo de la política... que me abrió una ventana a la realidad de los escenarios de las pugnas entre facciones con diferentes ideologías.


De mis primeros tiempos en la Facultad de Derecho me viene también la afición por el teatro, que tuvo mucho que ver con Antonio Buero Vallejo y su ópera prima, Historia de una escalera, a cuya representación mi padre nos llevó a todos los hermanos al Teatro Español. Y precisamente al poco de verla, cuando tenía catorce o quince años, conocí personalmente a Buero en la tertulia que se celebraba los viernes en casa del doctor Plácido González Duarte.

En la fase de la transición a la democracia, Buero Vallejo, en una conferencia-mitin organizada por el PCE en Guadalajara (su patria chica), durante la campaña electoral de junio de 1977, abrió la sesión de manera magistral con uno de los mejores poemas de Miguel Hernández: la Elegía sobre la batalla de Guadalajara, donde el cuerpo de Tropas Voluntarias de Italia fue derrotado por las fuerzas de la República. La Elegía empieza con un reto al Duce:


Ven a Guadalajara, dictador de cadenas,

carcelaria mandíbula de canto:

verás la retirada miedosa de tus hienas,

verás el apogeo del espanto.


Rumorosa provincia de colmenas,

la patria del panal estremecido,

la dulce Alcarria, amarga como el llanto,

amarga te ha sabido.


Desde entonces, siempre que voy a Guadalajara sigo las pautas de Buero Vallejo y recito los versos sobre la «rumorosa provincia», con gran éxito en el auditorio.

Con el tiempo pude ir diversificando, lógicamente, mi repertorio teatral, con El jardín de los cerezos de Antón Chéjov, El círculo de tiza caucasiano y otras obras de Bertolt Brecht, a la que siguió la lectura de los dramas de Shakespeare; primero en español, en traducción de Luis Astrana Marín, en 1956, en la cárcel de Carabanchel, algunas veces, durante la Santa Misa, a la que nos llevaban en formación militar, aprovechando que el tomo de aquellas obras completas se parecía mucho a un libro de rezos...

De los actores de la época mis preferidos fueron Carlos Lemos, por sus grandes representaciones del teatro clásico español, destacando en su papel en la obra más difundida de aquellos años, Muerte de un viajante, de Arthur Miller.

En línea similar de gran repertorio de capacidades y con voz desgarrada y aguardentosa en el teatro de mi primera juventud, estuvo Francisco Rabal, Paco para los amigos, entre los que ciertamente me incluía. Con un amplio recorrido, desde clásicos como Shakespeare y Calderón, hasta lo cinematográfico en su segunda etapa; con el recuerdo de una obra tenebrosa y magnífica de Carlos Saura, Goya en Burdeos.

Entre las actrices, Núria Espert se llevaba la palma, con su particular dicción y con la expresión de su rostro límpido y blanquísimo, que daba gran hondura a sus papeles de ciertas obras por entonces no muy bien vistas del Régimen. Especialmente las de Brecht, entre ellas la muy declamatoria La buena persona de Sechuán.

En cierta ocasión, cuando el Círculo de Lectores me pidió que fuera a Barcelona para participar en la presentación de un libro colectivo en el que había un largo artículo mío, me solicitaron que designara a una persona conocida del mundo literario para que contribuyera a esa sesión. Se lo pedí a Núria, y allí estuvimos con ella todo un día, Carmen y yo. Núria pronunció algunas palabras muy hermosas sobre mí, que lamento no tener a mano. Luego, retornamos a Madrid en un viaje muy grato, y la acompañamos desde el aeropuerto hasta su casa, en la plaza de Oriente.


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