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SIERRA DE GUADARRAMA

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Viajar es una de las actividades más excitantes de la vida, siendo mucha la gente que valora a los demás no sólo por ser una «persona muy leída y escribida», según se dice, sino también por lo que han visto de mundo si «está muy viajada». En ese sentido, creo que puedo considerarme entre los en verdad afortunados, pues he podido visitar la mayor parte del planeta, si bien mis comienzos fueron tardíos; debido a la situación económica y social de España en mis años de infancia y mocedad, por el llamado cerco internacional contra lo que era un baluarte anticomunista en tiempos de la dictadura de Franco, quien en el culto a su personalidad ejercía nada menos que de «centinela de Occidente»...

Por esa penuria viajera juvenil, y a diferencia de la mayoría de la gente en la actualidad, yo sí que puedo contestar a preguntas como cuándo descubrí la montaña, o la primera ocasión en que tomé un tren, o la edad en que avisté el mar —a los dieciséis años—, o el momento en que —a los veintidós— hice mi primer vuelo en avión.

Mi recorrido iniciático por la montaña tuvo por escenario la sierra de Guadarrama, a sólo cincuenta kilómetros de Madrid en su parte central, y lo hice en 1949, durante el último curso del bachillerato, guiados que fuimos por nuestro profesor de Francés del Liceo, monsieur Moratin, quien sin grandes preorganizaciones nos llevó de excursión a la Sierra, de la que yo sólo conocía el puerto de Navacerrada y su entorno, porque allí íbamos a esquiar desde bastante tiempo antes, así como La Pedriza, por nuestra afición a la escalada.

La novedad de la excursión con monsieur Moratin no consistió en que nos desplazáramos hasta el puerto de Navacerrada en el ferrocarril eléctrico de vía estrecha, que ya conocíamos —con arranque en Cercedilla y estación intermedia en Camorritos—, sino más bien en que desde el puerto, seguimos andando bastantes kilómetros con la mochila a la espalda, por la carretera de Los Cotos, siempre en la misma curva de nivel bordeando el gran pinar de Valsaín, que por entonces se nos antojaba tan grande como toda la taiga siberiana... hasta finalmente llegar al pie del macizo de Peñalara.

Allí nos instalamos en un albergue de montaña del Club Alpino Español, en habitaciones con literas. Desde donde hicimos excursiones, que tengo muy grabadas en la memoria, a lugares alguno de los cuales no visité nunca más, como, por ejemplo, el Baño de Hipócrates, una gran charca, que a finales de la primavera alimentaba una cascada no muy alta pero sí caudalosa, con un efecto visual extraordinario. Allí estuvimos bañándonos, en las heladas aguas, disfrutando de una libertad única.

Otra de las excursiones desde nuestra base en el puerto de Los Cotos fue al pico de Peñalara, con una primera visión de la laguna del mismo nombre, que debe de tener como unas diez o doce hectáreas de espejo, donde también pudimos bañarnos. Para luego emprender la subida a la cumbre por un acceso relativamente fácil, hasta coronar los 2.440 metros de altitud, todavía con bastante nieve.

Allí experimenté la sublime sensación de grandiosidad de la naturaleza, con los valles a los pies y densos pinares, y todo ello bajo un cielo intensamente azul y en medio del aire refrescante de los primeros días del verano. En el pico de Peñalara, nuestro monitor nos impartió una clase sobre las cordilleras, los cursos altos de los ríos, y la fauna y la flora alpinas.

Durante aquella expedición liceísta, el retorno hacia Madrid transcurrió en parte por el valle del Lozoya, en lo que fue trayecto de otras muchas excursiones que posteriormente haría al que considero el más hermoso lugar de la sierra de Guadarrama. Durante un buen trecho fuimos orillando los Pinares Belgas de El Paular, al tiempo que nos formábamos una primera noción de lo que fueron las desamortizaciones de Mendizábal, cuando, en 1837, se hizo la venta de los «bienes nacionales» a la burguesía española y extranjera, en pública subasta.


Antes de la «excursión Moratin» ya conocía algo de la Sierra, del lado del esquí y también de la escalada. Esto último porque algunos domingos durante los años 1948 y 1949 íbamos a La Pedriza, una formación rocosa amplia por la que discurre el río Manzanares bordeando la cara norte de la Cuerda Larga de las Cabezas de Hierro. Hoy ese formidable espacio pétreo forma parte del parque natural del Alto Manzanares —a cuya creación contribuí con entusiasmo—, con sus grandes promontorios y riscos de granito, algunas veces rosado, de gran belleza.

En las excursiones a La Pedriza el objetivo era la escalada y la motivación de tales aficiones radicaba en la amistad que mis hermanos y yo, desde la más tierna infancia, tuvimos con Gonzalo Alfonso Sol de Liaño y Felip, como él mismo decía a veces, para poner junta toda la retahíla de sus dos nombres y tres eufónicos apellidos. El Liaño de ese linaje es también de Luis Carús, primo de Gonzalo en Santander, que vivió unos meses en la casa de General Goded; y con quien mantengo una amistad de por vida, que renuevo todos los años con un ineludible viaje a lo mejor de Cantabria.

Los Sol eran nuestros vecinos de entresuelo en la casa de General Goded 6, y el padre de Gonzalo, de nombre Baldomero —odontólogo de profesión—, era generalmente conocido por sus amigos como Merito. Gonzalo, como mi hermano pequeño, Juan, nació en 1934 en la casa de General Arrando 6, y al ser coetáneos, las niñeras que los cuidaban los bajaban con frecuencia al jardín de nuestra casa para allí tomar el sol. De modo que si una de ellas tenía que hacer alguna diligencia, la que quedaba al cargo de los dos niños, los ponía envueltos en las mismas mantas. Y habida cuenta de su corta edad, se producían las naturales efluencias fisiológicas, por lo cual, mi padre, un día, le dijo a Gonzalo: «Realmente, Gonzalito, tú eres hermano de meadas de mi hijo más pequeño y, por extensión, de los demás...». Ese título de fraternidad de Gonzalo Sol ha permanecido en la historia tamamiana como una rama colateral del imaginario árbol genealógico de la familia.

Volviendo a las excursiones a La Pedriza, los líderes en nuestras correrías por tan silvestres espacios eran un trío de montañeros de lo más veteranos: Merito, y otros dos colegas. Uno de ellos, Enrique Herreros, el dibujante de La Codorniz, la revista de humor; y una tercera persona menos conocida y poco extravertida, José María Galilea, catalán él, con quien Merito —que lo era a medias— se permitía hacer numerosos chistes sobre sus paisanos, de los cuales guardamos la mejor memoria. Sobre todo el cuento aquel de «Pere Puig Cadefals, constructor de trajes y no sastre», que me abstendré de contar aquí.


Para aquellas excursiones de Madrid a Manzanares el Real, íbamos en camiones del ejército, atrás, en la parte de carga; algo más de veinte personas, sentadas sobre travesaños de madera que hacían las veces de bancos, bastante duros, por cierto. A pesar de lo cual, la alegría de la adolescencia hacía que para nada nos resultaran incómodos. Y al llegar a Manzanares el Real por un camino que en tiempos debió de ser de herradura, emprendíamos la marcha hacia el Rocódromo, donde se impartían las clases de escalada. Aprendimos a trepar por las rocas con cierta seguridad, a «hacer chimeneas», a ascender por las grietas de separación que configuran conductos que se asemejan a los respiraderos de cualquier fuego. Y también estudiábamos la técnica del «rápel», para los descensos rápidos, a base de formar balancín con el propio cuerpo para hacer el descenso en volandas.

No obstante haber hecho bastantes de esas escaladas a algunos picos como El pájaro, El yelmo, etc., nunca tuvimos el menor accidente. Debido, sin duda, a que nuestras vías de acceso no eran demasiado arriesgadas, y también por las sabias nociones que nos inculcó Merito; con el principio magistral de que en cualquier posición «siempre hay que tener tres puntos estáticos y sólo uno dinámico».

Desde aquellos tiempos, he sentido una cierta ternura por el río Manzanares, del que vimos su nacimiento en el Ventisquero de la Condesa —donde en tiempos se hacía la extracción de nieve en verano para abastecer a Madrid del frío producto—, al pie de la Bola del Mundo, a la que subíamos en larga y ardua caminata desde el puerto de Navacerrada. Para luego emprender el descenso al lado de lo que al principio sólo era un hilo de agua, pasando al lado del refugio Zabala, hecho en tiempos por la Institución Libre de Enseñanza, a base de piedra incombustible e inamovible, pero no resistente a los saqueos de que era objeto de tiempo en tiempo.

En la parte más alta del Manzanares, la vegetación era rala y, ya más adelante, aparecían los primeros piornos, que en el verano son el hábitat predilecto de las septempunctata, coleópteros que vulgarmente se llaman «mariquitas de siete puntas», con su coraza exterior color naranja y lunares negros como el azabache. Un insecto simpático y de gran prestancia, del que dicen es altamente benefactor porque come todos los pulgones que se ponen a su alcance.

Las excursiones por el Manzanares para nosotros eran como una especie de gran travesía —lo que ahora se llama trekking— que normalmente terminaba en Charca Verde, una gran poza de aguas transparentes sobre el vaso pétreo de un granito rosado que la erosión hídrica ha moldeado con formas sensuales. Aquel escenario era para nosotros como el reencuentro con Shangri-La, el «horizonte perdido» de la gran obra de James Hilton.


Aquellas primeras aficiones ecológicas de La Pedriza —todavía sin saber qué era la ecología— fue el origen de que muchos años despues, en 1979, el joven naturalista, biólogo de profesión, Eladio Fernández-Galiano, me llamara por teléfono al Ayuntamiento de Madrid —del que yo por aquel entonces era primer teniente de alcalde en el gobierno socialcomunista con Enrique Tierno Galván como regidor—, al objeto de pedirme que le recibiera «para hablar de un tema de gran interés de protección de la naturaleza».

Al día siguiente, Eladio se presentó en mi despacho municipal, acompañado de Rosa Abelló, también bióloga. Y juntos me explicaron cómo en la sierra de Hoyo de Manzanares, en las estribaciones del Guadarrama, en un espacio que era un refugio considerable de rapaces, y fundamentalmente águilas, estaban produciéndose graves impactos, por el desarrollo de una serie de edificaciones que amenazaban la buena conservación de la avifauna. Me propuso que hiciéramos algo para frenar esa «urbanización de la Sierra», y yo le pregunté:

—Bueno, Eladio, todo eso está muy bien, pero ya me dirás ¿qué hacemos tú y yo en este asunto...?

—Pues algo habrá que hacer...

—¿Y por qué no ponemos en marcha la configuración de un parque regional del Manzanares que incluya desde la Casa de Campo hasta la coronación de la divisoria de aguas en la Sierra...?

—Eso estaría muy bien... —fue la respuesta de Eladio.

Al final, en la demarcación de lo que sería el parque regional de la Cuenca Alta del Manzanares —hecho efectivo años después por la Asamblea Legislativa de la Comunidad de Madrid— se incluyó toda La Pedriza, el escenario de mis aficiones juveniles de senderismo y escalada, si bien desde entonces el paisaje ha cambiado de manera notable. Siendo la nota diferencial —que aprecié en un viaje de prácticas con mis alumnos de la Facultad de Ciencias Económicas, tras más de treinta años de no visitar la zona— la forestación hecha por los equipos del ICONA, cuajada en un amplio bosque de pino silvestre y cipreses, que hoy dan a la zona una nueva frescura; suavizando el duro paisaje de contextura pétrea y marcando un fuerte contraste, que me pareció de gran belleza, entre las quebradas de los picachos y el verde de las nuevas arboledas, ya muy altas.

En la fase final de demarcación del parque, el rey Juan Carlos llegó a considerarse como uno de los «afectados» por el proyecto, al conocer nuestras intenciones de convertir el monte de El Pardo en un espacio natural a preservar; dentro del cual habíamos previsto que de las 16.000 hectáreas de todo aquel territorio se reservarían 2.000 para la residencia del Jefe del Estado. Al tener noticia de tan «generosas preasignaciones», el monarca, en visita que tuvo de Matías Cortés, un amigo común, le manifestó:


Matías, dile a Ramón Tamames que no me quite el monte de El Pardo... Puede hacer lo que quiera con el resto del territorio destinado a ese parque natural que están proyectando, y me parecerá muy bien. Pero El Pardo son posesiones del antiguo Patrimonio Real, y son mi nicho ecológico...


Más que unas memorias

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