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LA PIEDRA FILOSOFAL EN ZUBIRI Y ORTEGA Y GASSET. EL REGENERACIONISMO

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De aquellos tiempos universitarios, siempre inquietantes por el gran repertorio de posibilidades, fueron también mis conocimientos de José Ortega y Gasset y de Xavier Zubiri, por los buenos oficios de mi padre, siempre velando por la cultura de sus hijos... y sobre todo por la mía, todo hay que decirlo.

A Ortega le vi por primera vez en una sesión de reflexiones filosóficas de su Instituto de Humanidades, en el Cinema Barceló de Madrid, que actualmente es la discoteca Pachá.

El amplio espacio del patio de butacas de la sala estaba lleno a rebosar para escuchar a quien la revista La Codorniz condenó en cierta ocasión a su Cárcel de Papel, imputándole ser «filósofo primero de España y quinto de Alemania». Una consideración que habría conmovido a cualquiera, pero que a Don José, según parece, le produjo cierta indignación.

Las sesiones de Ortega, sin demérito para Zubiri, eran muy amenas, y su público más amplio y diverso. Además de las consabidas marquesas, condesas, toreros, bailaores y cantaores, también había mucha clase media más o menos culturalizada, que escuchaba al maestro con verdadera devoción. Y no era para menos, pues Don José se movía sobre el escenario como un verdadero artista, levantándose y sentándose en su Cátedra, moviendo sus papeles sobre la mesa, donde lucía una hermosa jarra de agua. Manejaba las gafas como un actor que estuviera representando ante sus fans, como se dice ahora.

Con las conferencias que dictó en el Cinema Barceló, Ortega publicó después su libro El hombre y la gente, editado por su Revista de Occidente, en cuya sede tenía una tertulia, no recuerdo qué día de la semana, en la mañana. A la que una vez me llevó uno de los más asiduos asistentes, José Ruiz Castillo, gran amigo de mi progenitor y propietario de Biblioteca Nueva, editora de las obras completas de Pío Baroja. Allí tuve ocasión de saludar a Don José, quien, tal vez debido a mi juventud, no me prestó mayor atención; aunque yo tampoco intenté nada especial, pues por aquel tiempo aún no había leído a fondo a nuestro prolífico filósofo, y estaba más en la Generación del 98 que en las filosofías transgermánicas conexas a un Martin Heidegger que veíamos como un relicto post nazi.


El segundo contacto filosófico de por aquel mi entonces lo tuve con Zubiri, y se produjo en la Cámara de Comercio de Madrid, en la plaza de la Independencia de la capital, en un curso de filosofía de diez lecciones que aquél ofrecía a sus discípulos, y que costaba 250 pesetas, a 25 pesetas por sesión.

A aquellos encuentros filosóficos en el salón de actos de la Cámara de Comercio solíamos asistir medio centenar de personas, entre ellas algunas marquesas anhelantes de cultura —y también para verse unas con otras y comentar los últimos sucedidos de la sociedad madrileña—, así como médicos, abogados, diplomáticos, y dos figuras de la tauromaquia de entonces: Domingo Ortega, el «maestro de Borox», el pueblo de Toledo donde había nacido, y Luis Miguel Dominguín, cuya familia tenía su posesión también en Toledo, «La Companza», en el municipio de Quismondo.

El caso es que Domingo Ortega siempre llegaba puntual y escuchaba atentamente al gran filósofo y, aunque el diestro no tomaba notas, sinceramente creo que se enteraba de lo esencial. Así las cosas, un día, cuando ya íbamos desfilando hacia la salida, yo iba detrás de Ortega, y ambos nos topamos con Luis Miguel, que llegaba en ese momento; un tanto presuroso, sin duda de alguna aventura vespertina que no le había dejado tiempo para pláticas filosóficas. No obstante, como cumpliendo con un alto deber académico, Luis Miguel se dirigió a Domingo Ortega, y le preguntó: «¿Qué tal? ¿Qué ha dicho hoy el maestro [naturalmente, se refería a Zubiri]...?».

La contestación de Ortega se ha convertido, entre los que la oímos y la hemos difundido, en un auténtico paradigma de síntesis filosófica: «Nada especial... Se ha metido con Kant...».

Los contenidos de las conferencias de Zubiri eran densos, y a veces absolutamente ininteligibles. Entre otras cosas, porque, por ejemplo, cuando citaba un clásico de la filosofía irania, expresaba sus pensamientos directamente en iranío antiguo, sin ni siquiera traducir lo dicho. Así, cuando yo imitaba a Zubiri, me permitía emularle con mis avanzados conocimientos de la lengua antigua de los persas primigenios: «Zen tam menipón, Zaratrusta pantamón... etc., etc.».


También de mi primera juventud es el deslumbramiento que me produjo la Ilustración española (Floridablanca, Aranda, Jovellanos, Olavide) y el regeneracionismo (Joaquín Costa, Giner de los Ríos, Julio Senador Gómez, Ramón y Cajal), y de los regeneracionistas me ocupé con cierta amplitud en mi libro Una idea de España, texto originariamente escrito para mis cursos de «Civilización Española» en la Sorbona de París durante los años académicos de 1983-1984 y 1984-1985.

Una nueva conexión inevitable con el tema del regeneracionismo emergió en mi libro publicado en 2008 con el título de Ni Mussolini, ni Franco: la dictadura de Primo de Rivera y su tiempo. En el sentido de que Miguel Primo de Rivera puede ser considerado como un arquetipo de regeneracionista, pudiendo decirse que él llegó a pensar de sí mismo que era la encarnación del «cirujano de hierro», idea regeneracionista para frenar la decadencia del país, algo que en cierta medida consiguió.

En cuanto a mi interés por la ciencia, que afortunadamente nunca me ha abandonado, nació de mis estudios de bachillerato con los primeros conocimientos admirativos de Galileo, Newton, Kepler, Wallace y Darwin, Pasteur, Einstein, Max Planck, etc. Cada uno de ellos en su momento, fueron en mí, como para casi todos los que se han acercado a esos maestros universales, como encontrar las claves del conocimiento del universo y de la naturaleza.

A propósito de lo anterior, Richard Feyman dijo en cierta ocasión que la ciencia no es otra cosa que desentrañar cómo funciona la naturaleza. O si se prefiere, la «creación evolutiva» en sus más diversas facetas: desde la formación del universo con el big bang, hasta los misterios de las subpartículas atómicas, terminando, por ahora, en el bosón de Higgs. A todo ello me refiero en el libro que tengo en preparación y que seguramente llevará el título de ¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos? En un intento de dar respuesta personal a las grandes preguntas sobre el universo, Dios y la razón de ser de la existencia humana y con la idea final de que tal vez vivamos en un universo antrópico preparado para poner a prueba a la humanidad, como culmen de la creación evolutiva.


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