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BAROJA, MAESTRO DE LA VIDA: UNA ENTREVISTA INOLVIDABLE

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Hasta aquí me he referido a unas aficiones literarias que en mi primera juventud se encontraban bastante mermadas en España, como una consecuencia más de la destructiva Guerra Civil. Y dentro de esas aficiones y experiencias ocupa un lugar muy especial la figura de Pío Baroja, cuyo conocimiento para mí data de los doce años y medio, en circunstancias bien concretas. Estábamos en casa, en el cuarto de estudio los cuatro hermanos varones, discutiendo un problema de no recuerdo qué, y de pronto la lámpara, un globo de cristal, seguro que por deficiente fabricación, estalló en mil pedazos que salieron despedidos como metralla. Con la mala suerte de que algunos de esos fragmentos me hirieron en las dos manos, con cortes de los que brotó la sangre.

Don Manuel, que estaba en su despacho pasando su habitual consulta médica de por las tardes, al oír el ruido llegó rápidamente y ante el efecto de los impactos, reaccionó rápidamente y me llevó al despacho, para allí curarme; y sobre todo, para tranquilizarme, porque el susto del estallido y del dolor en los dedos me pusieron un tanto fuera de mí. Al terminar la cura, me recomendó que permaneciera un rato en su miniclínica, reposando, pues tras su solícita asistencia, mi padre había de marcharse a hacer sus visitas domiciliarias y hospitalarias. Y fue entonces cuando sobre una mesa vi el primer tomo de las obras completas de Baroja, hermosamente encuadernado en piel roja, que mi progenitor había adquirido recientemente de su amigo Ruiz Castillo, propietario, como ya se ha dicho, de Biblioteca Nueva, editorial en la que se publicaba la ingente obra del gran escritor vasco en un proyecto que acabaría abarcando ocho tomos.

Cogí el libro para distraerme y empecé a leer una de las novelas, La busca, perteneciente a su trilogía «La lucha por la vida», y me sentí enganchado desde el principio. Rápidamente se me olvidó el episodio de la lámpara rota y, lo que son las cosas de la vida, a raíz de aquel susto repentino entré en mi iniciación barojiana. El primer tomo de las obras completas lo leí en pocas semanas y, a partir de ahí, como las obras completas iban lentas en su publicación, busqué novelas sueltas de Don Pío en ediciones más antiguas, en la Cuesta de Moyano y en otras librerías de viejo, que en muchos casos habían sido publicadas por el editor Caro Raggio, cuñado italiano de Baroja.

Años después, ya en la universidad, en 1952, a los diecinueve años y en un ambiente mucho más literario, fue cuando, comentando esas lecturas en la Facultad de Derecho, con otros dos asiduos lectores barojianos decidimos visitar a Don Pío. Para ello me encargué de averiguar cuándo estaba en Madrid nuestro autor —tenía noticia ya muy completa acerca de la existencia de la mansión de «Itzea» en Vera de Bidasoa, en el valle de Baztán—, en su casa de la calle de Ruiz de Alarcón número 12, cerca de la Real Academia Española y del parque de El Retiro.

Y como era conocedor de la buena relación de mi padre con Ruiz Castillo, comuniqué nuestro cultural propósito a Don Manuel, por si podía ayudarnos. Pero mi progenitor, en una primera reacción, trató de hacernos desistir de tal idea:

—Hijo, Don Pío es ya muy mayor, y no está para visitas. Y menos aún de lectores tan precoces como tú y tus amigos.

—Pero, padre, comprende que si precisamente puede morirse en cualquier momento sería bien triste no llegar a conocerle... Así que podías decirle a Ruiz Castillo que nos procurara ese encuentro.

—¡Ni hablar...! Te lo repito: Don Pío está muy viejo y no recibe visitas. Olvídate del tema, que hay otras cosas de que ocuparse...


No me di por vencido con tales reconvenciones y junto con los otros dos barojianos de marras (Jorge Cela Trulock, hermano de Camilo, y José Luis Abellán, un sesudo personaje desde su primera juventud) nos pusimos de acuerdo, y un buen día nos acercamos a la casa del escritor, sabiendo que, más o menos a las seis de la tarde, se iniciaba su vespertina tertulia. Llegamos al portal y al preguntarnos el cancerbero a qué piso íbamos, le dijimos que a la tertulia de Don Pío:

—Muy jóvenes me parecen ustedes para verse con señores tan provectos...

—Sí, sí, es cierto que somos jóvenes, ya se ve, tiene usted toda la razón —asentí, de lo más contemporizador—, pero ya nos ha indicado Don José Ruiz Castillo, el editor de Don Pío, ya sabe, para que viniéramos precisamente hoy... Así que Don Pío nos espera...

—Bueno, eso ya está mejor... si vienen ustedes de parte de Don José es otra cosa. Suban, suban, que Don Pío está arriba... Hace unos minutos le he subido el correo y la prensa de la tarde...

Subimos en el ascensor, tocamos al timbre, y en unos segundos se abrió la puerta. Era el propio Don Pío, con un gabán negro de grueso paño, tocado con su habitual boina vasca y con una bufanda al cuello del mismo color.

Nos presentamos debidamente ante el escritor español más preclaro de nuestra juventud. Verle en persona fue como entrar en la historia de la literatura. Le saludamos:

—Buenas tardes, Don Pío, somos estudiantes de Derecho, de la Universidad de Madrid, lectores suyos... Veníamos a visitarle... si a usted no le parece mal, claro...

A Don Pío le debimos de causar buena impresión, con corbata como íbamos, y bastante bien trajeados. Sonrió de la manera que muchos no llegaron a conocer, entre infantil y feliz, y nos invitó a pasar:


¡Ah, pues muy bien! Entren, entren. Precisamente ahora vamos a comenzar la tertulia de todas las tardes... aunque ya verán que quienes aquí nos juntamos somos un hato de carcamales...


Y volvió a sonreír, esta vez con alguna malicia.

Pasamos al salón de la casa, acogedor, con estanterías por todas partes repletas de libros, y el anfitrión nos indicó que nos sentáramos en un tresillo verdoso, al lado de varias sillas de madera, formando corro. Don Pío se acomodó en un sillón de orejas situado en el centro del escenario y nos presentó a sus amigos:


Aquí tienen ustedes a tres estudiantes de Derecho de la Universidad de Madrid que vienen a vernos —dijo muy sonriente—. Así que trátenlos lo mejor posible, porque son gente joven y tienen que irse pensando que somos personas bien educadas...


Ésa fue la tónica del vespertino encuentro que duró algo más de tres horas, durante las cuales siempre que se trató cualquier tema, los provectos contertulios se interesaban por nuestra opinión. Debió de ser que la presentación realizada por Don Pío les caló muy a fondo... y tal vez por la circunstancia de que recibir a tan tiernos «barojianos» no era lo más frecuente en aquel vespertino cenáculo.

Entre los que después fueron llegando, recuerdo al médico personal de nuestro visitado, un señor que había prestado servicio en Marruecos y que iba tocado con un fez rojo. Hombre cuidadoso en sus expresiones, participó mucho en la conversación, a veces con temas de su especialidad; en los que Don Pío también opinaba, recordando que él mismo seguía siendo doctor en Medicina.

Los otros tres o cuatro tertulianos, más o menos de la edad de Don Pío, tenían aspecto de ser ingenieros o funcionarios jubilados, o pintores, de esa clase de personajes de los que se rodeaban habitualmente los dos hermanos Baroja.

—¿Y cómo está Azorín, Pío? —preguntó uno de los tertulianos.

—Por ahí anda. Me telefonea de vez en cuando —contestó Don Pío—, aunque como él es tan lacónico no le damos mucho de ganar a la Telefónica. La última vez que vino a verme fue hace como cuatro o cinco meses, y bajamos a dar un paseo otoñal por El Retiro, que a los dos nos gusta tanto...

Baroja hablaba de Azorín con un deje de ternura. Se veía a las claras que le profesaba afecto...

—Ahora Azorín sólo tiene ojos para el cine, hay que ver cómo le gusta... Me dice que muchas tardes se va a ver esta o aquella película, él solo..., y cuando le reconocen en la taquilla, ni le cobran...


En las intervenciones de la tertulia, el espíritu que predominaba era el escepticismo sobre las noticias relacionadas con la actualidad española. Y aunque no se manifestara de manera explícita, en el ambiente trascendía un claro desdén por el Régimen, más que verdadera aversión política. La palabra Franco no apareció para nada en toda la tarde, pero sobrevolaba aquel avejentado círculo de amistad.

En la tertulia, Don Pío, más que ir introduciendo la quaestio disputata, lo que hacía era apostillar este o aquel comentario de sus invitados. Salvo en ocasiones, como cuando hablando de las dificultades de la vida que prevalecían en España, el gran novelista se refirió a la pobreza de la agricultura de una Meseta tan reseca la mayor parte del año; se supone que por comparación a las verdeantes montañas y llanadas de sus natales «Provincias Vascongadas», como él siempre decía. Y al respecto lanzó una propuesta de lo más extravagante —digna de su personaje Silvestre Paradox—, con evidente ironía:


Lo mejor sería tirar una bomba atómica en el centro de España y hacer una gran laguna para criar patos. Así el resto del país podría salir adelante...


Por lo demás, en sus diversas secuencias, la tertulia giró, cómo no, sobre literatura, y al respecto le oí decir a Don Pío algo que después leería de manera destacada en sus Memorias. Concretamente fue la referencia a que «la novela es un saco en el que cabe todo». Con tal aserto, Baroja teorizaba su propia producción, donde se mezclan los argumentos de sus personajes con reflexiones sobre sus vidas, referencias a momentos históricos o filosóficos, y sucesos en cualquier lugar del imago mundi. Y en ese contexto me permití exponer, sin ánimo de halagarle —aunque en su faz noté la placentera sensación que le proporcionaba—, el hecho de que su obra resultaba más interesante que la de cualquier otro autor español; por lo menos, para bastantes de nosotros, por los polémicos temas que él siempre sugería:


En sus novelas, Don Pío, siempre hay una cuestión central a discutir —dije—, sea religiosa como en El cura de Monleón, o política tal que sucede en César o nada; o erótica, al modo de Los amores tardíos, o incluso histórica como aquel episodio formidable de los españoles del marqués de la Romana en Dinamarca en el siglo XIX, del que proporciona usted tan buenos esbozos en El gran torbellino del mundo...


Al escuchar mis observaciones, el hombre de «Itzea» nos miró a los tres jóvenes visitantes con cierta inquietud. Como dándose cuenta de su grado de influencia en la gente joven. Fue un instante psicológicamente estupendo, según se corroboró con sus siguientes observaciones, muy cumplidas:

—Bueno, bueno, no me turben ustedes con sus palabras... Tamames, así se llama, ¿verdad?... Sí claro, yo conozco a su padre... médico como yo, aunque más médico, porque la verdad es que yo casi no me acuerdo ni de dónde está el astrágalo, y no llego mucho más allá del ácido acetil-salicílico y el permanganato en materia de fármacos...

—Sí, sí, Don Pío, pero bien que entró usted en esas cuestiones de la medicina al escribir su tesis doctoral Sobre el dolor... —apostilló José Luis Abellán, a quien Jorge Cela Trulock miró por un instante, como pensando que su amigo sabía demasiado...

La tertulia empezó a languidecer más o menos hacia las nueve de la noche, según parecía, la hora acostumbrada de terminar. Y juntos desfilamos todos los visitantes, detrás de Don Pío, que en la puerta de su piso nos hizo los últimos honores de su frugal hospitalidad. Pues a lo largo de más de tres horas, en torno a la mesa de su salón, allí nadie pidió ni recibió un vaso de agua, y mucho menos un café con bollos, o una copa de vino o licor. Eran tiempos en que esas galanterías no se estilaban, entre otras cosas porque las circunstancias no permitían stock de casi nada.


Le comenté a mi padre la visita a Don Pío, incluso entrando en algunos detalles de lo que con él habíamos hablado. Y cuando le informé que le había dedicado unas palabras de recuerdo personal, se quedó casi extasiado. Olvidándose por completo que él mismo había sido máximo antipromotor de aquel literario encuentro. Son cosas de la vida: se recomienda a alguien que no haga esto o lo otro, pero si al final lo hace y resulta bien, se olvidan las reconvenciones precautorias.

Volví en dos ocasiones a casa de Baroja, una en compañía de Enrique Múgica, que tiene un gran recuerdo de aquel episodio. Pero en ese segundo encuentro y más aún en el tercero y último, las cosas sucedieron muy parecidas a lo que fue nuestra primera presencia en la tertulia. Con la novedad, para mí muy importante, de que en la última sesión, llevé una imagen del novelista que había comprado en un estudio fotográfico de la Puerta del Sol, en la que lucía Don Pío con su reflexiva cabeza tocada con la inseparable boina, y abrigado el cuello con idéntica bufanda a la que llevaba en su casa. Me dedicó la foto muy afectuosamente, y la conservo en casa en lugar preeminente.

Cuando en noviembre de 1956 murió Don Pío —una de las últimas visitas que recibió fue la de Hemingway—, no pude asistir a su entierro, ni tampoco al acto recordatorio que le ofrecieron los estudiantes de la universidad en el cementerio civil. Por la sencilla razón de que estaba en las prácticas de seis meses como alférez eventual en el servicio militar en Inca, Mallorca, y no me dieron permiso para desplazarme a la Península.

Después, siempre mantuve muy buena relación con la familia Baroja, siendo en el verano de 1960 cuando, en un viaje con mi amigo Jaime Ojeda, discurrimos por toda la costa vasca, en plenas fiestas de verano: Bermeo, Lekeitio y Zarauz, hasta llegar a San Sebastián. Allí nos alojamos en casa de Enrique Múgica, con todas las atenciones por parte de su madre, Paulette, tan hospitalaria y simpática. Ella nos habilitó un salón con dos cómodos sofás para pasar la noche en nuestros sacos de dormir.

Aquellos días en Donostia —de paso recordaré que ésta es una palabra de origen latino, y no vasca, pues significa «el santo», Dom, que llegó de Roma, desde el puerto de Ostia— fueron de ameno asueto. Con visita incluida a una de las sociedades gastronómicas preferidas por Enrique, donde nos recibieron casi como a verdaderos héroes, por ser sus amigos, a quienes nos presentó de esta guisa:


Aquí tenéis a dos madrileños de pro... —dijo a los demás comensales que admiraban las expresiones de su insigne paisano—: Ramón y Jaime, que darán mucho que hablar... Bueno, Ramón ya ha empezado a hacerlo...


Y en esa referencia, esbozó una sonrisa entre maligna y exultante.

Ya en el viaje de vuelta a Madrid, desviándonos para Navarra, entramos en el valle de Baztán, por Vera de Bidasoa, para visitar «Itzea», la mansión de los Baroja. Llegamos allí después de preguntar por el pueblo, y al acercarnos a la casona, a un señor que estaba en la puerta le preguntamos si podríamos hacer la visita:

—¡Naturalmente, Ramón!, ¿cómo no vais a poder, si precisamente tú y yo somos compañeros del Liceo Francés, pendant nôtre jeunesse... Soy Pío Caro Baroja...

Se acercó, me dio un abrazo, saludó a Ojeda, y en esas estábamos cuando apareció por la puerta su hermano, Julio Caro Baroja, a quien no conocía más que de lecturas:

—Adelante, adelante, pasen ustedes —dijo Julio Caro con el menguado alborozo que podía expresar su rostro, siempre tan adusto.

La visita a «Itzea» fue algo extraordinario. Estuvimos más de una hora viendo los pormenores de sus estancias: el comedor, el salón, la enorme biblioteca del piso más alto, con un modelo grande de un velero, un clipper, colgando del techo. E incluso entramos en la habitación donde había dormido Don Pío en sus últimos años. Fue un recorrido entrañable, que luego he repetido en dos ocasiones, la última con la familia Tamames y agregados, en un viaje que hicimos para visitar varios lugares de Navarra.

Y para terminar recordaré, otra vez, que Baroja reposa, desde 1956, en la tumba del cementerio civil al lado de la de mi padre, que llegó a ese mismo lugar diecinueve años después, en 1975. Así las cosas, ya lo he contado antes, cuando vamos a saludar a Don Manuel, nuestro progenitor, los cinco hermanos que somos aprovechamos siempre para rendir los honores a Don Pío en su última morada: «¡Qué buen padre y que talentoso escritor! ¡Qué bien que estén juntos!»... Ese pensamiento me salió un día del alma...


Más que unas memorias

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