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EL REY DEL AUTOESTOP Y SIGFRIDO EN EL RIN

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Al salir de Dinamarca y entrar en Alemania, pasé la noche en Flensburg, la capital del Land de Schleswig-Holstein, que me pareció brillaba como una esmeralda en una mañana de intensa luz estival. Y a partir de Flensburg el recorrido fue fácil, porque en Alemania no había ningún resquemor contra el autoestop; en un recorrido con un colega italiano, Piero Toscano, a quien había conocido en Flensburg. Una parte del trayecto, ya al final de la jornada, lo hicimos en plan bronce, tomando el sol en un camión que transportaba heno seco. Y cuyo conductor, sin pensarlo demasiado, nos dejó en una encrucijada ya casi anochecido, en lugar apartado de cualquier albergue de la juventud, literalmente en medio del campo.


Me parece, Piero, que ya sin sol, aquí no nos va a coger nadie... Más valdría que buscáramos un sitio decente para dormir y seguir mañana temprano.


Exploramos los aledaños y visualizamos lo que parecía ser un establo. Con mucha precaución, saltamos un cerramiento de alambre —con líneas electrificadas para espantar las reses con pequeños calambres si intentaban cruzarlas—, y a pocos metros entramos en un pajar-granero de condiciones muy aptas para pasar la noche, incluso con luz eléctrica que encendimos en una parte sin ventanas; y también con instalación de agua corriente, lo que nos permitió beber y refrescarnos antes de hacer una pequeña colación con las provisiones que llevábamos en las mochilas.

Preparamos sendos lechos de paja y dormimos a pierna suelta hasta que el sol inundó el pajar desde una claraboya cenital. Pausadamente nos resituamos en la vida cotidiana, y con todas las precauciones del caso, como si fuéramos polizones a bordo de un barco navegando, salimos a los prados, donde tranquilamente pacían unas vacas que nos miraron con escaso interés. Nos dirigimos a la carretera, y desde allí, con bastante suerte, seguimos en autoestop hacia el sur, para ver Hannover, donde se habla el mejor alemán de Germania, y después Fráncfort, la capital económica y financiera de Alemania Occidental. Y finalmente llegar a Coblenza, al borde del Rin, con sus dos riberas en máximo esplendor vitivinícola, con bancales de cepas en espalderas brillando al sol.

Ese paisaje lo evoqué ulteriormente en muchas ocasiones, tras haber leído a Hermann Hesse, autor que en mi segundo viaje a Alemania aún no conocía. En concreto, me refiero a Bajo la rueda, una autobiografía de los tiempos de infancia y juventud en la que relata las alegres fiestas del vino de Suabia, al sur de Renania, en los tiempos placenteros de la vendimia, cuando los campesinos celebraban la cosecha tañendo sus instrumentos musicales, cantando y bailando cadenciosamente, en una atmósfera de buen yantar, días de vino y amor.

En Coblenza nos despedimos: Piero Toscano seguió hacia Italia y yo debía volver a Colonia. Así que me fui al embarcadero del Rin para hacer mi recorrido final en navegación fluvial, y casualmente allí me encontré con un grupo de españoles. Me acerqué al jefe de la expedición, que resultó ser de una compañía de viajes de Vigo, Rías Baixas, quien, al saber que hablaba alemán con fluidez, me contrató para que los acompañara en el barco, porque el grupo era muy amplio y se encontraba un tanto desbordado.

Ya a bordo del barco actué de cicerone en la travesía y, aunque no canté las arias de Wagner sobre Sigfrido en su paseo por el Rin, entoné algunas canciones populares alemanas con el megáfono que llevaba el jefe de expedición, con gran alborozo de la expedición, que me ofreció seguir viaje con ellos hasta la desembocada del gran río en Holanda. Pero no podía ser, y al llegar a Bonn me despedí de la nube de compatriotas.

Bonn, que por entonces era la capital de la República Federal de Alemania, con el anciano y energético canciller Konrad Adenauer al frente, me pareció una ciudad sosegada, totalmente reconstruida de sus heridas de guerra y ampliada incluso para cumplir sus fines capitalinos. Sólo estuve unas pocas horas, para visitar la casa natal de Ludwig van Beethoven, el genio musical más portentoso de todos los tiempos. Luego, en transporte público, arribé a Badorf, a casa de la familia Decker, donde Norbert me recibió con inusitada alegría:


—Der junger Spanier ist züruck-angekommen! Wie war es in Nord Deutshland und Skandinavien? Du bist wieder zu Hause, lieber Ramón![5]


Allí permanecí, en Casa Decker, An der Kapelle zwei, tres días más, con mi buen amigo Norbert, haciendo excursiones por los alrededores, con más baños en las lagunas, y visitando de noche algunas de las estupendas tabernas (Weinstuben) de los pueblos colindantes, donde nunca faltaba el acordeón y la gente se prodigaba con toda clase de canciones; en una alegría que seguramente reflejaba la sensación de haber dejado atrás una guerra infame.

Durante el tiempo que estuve en Badorf en Casa Decker, mi hermano Juan vivió con una familia en Colonia. Y oyéndome hablar tanto de mis actividades de autoestop, él decidió emprenderlas igualmente, con la particularidad de que en su primera salida, al llegarle la noche en una pequeña ciudad, no sabía dónde pernoctar. Y al pasar por la comisaría de la policía local y verle tan joven —y seguramente tan despistado—, con su mochila a la espalda, los agentes le preguntaron adónde iba.

Les contó Juanito a los policías que estaba haciendo autoestop y que no sabía dónde pasaría la noche, porque no había albergue de la juventud en la localidad. Y fue entonces cuando los policías le invitaron a entrar en la comisaría, y allí en una celda vacía le prepararon uno de los catres, le dieron dos mantas, le hicieron un emparedado, y con un vaso de agua, allí le dejaron; entre rejas, naturalmente, porque según prescribía el reglamento, tenían que cerrarle la puerta con doble llave. Mi hermano quedó contento de la experiencia, pero no por ello se prestó a repetirla, por si acaso...


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