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CUATRO HERMANOS INTERCAMBIABLES

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Tal como lo teníamos previsto, los cuatro hermanos nos reunimos en París en el lugar convenido y en la fecha y hora acordadas, frente a la catedral de Notre Dame: José Manuel, Rafael, Juan y yo. Los cuatro nos fuimos a un hotel que recordábamos del primer viaje parisino de 1951, en la rive gauche, donde nos habían tratado bien. Y allí solamente nos registramos dos hermanos. Luego entraron los otros dos, por lo que el movimiento que fue produciéndose originó cierta inquietud en la recepción. Hasta el punto de que, al día siguiente de llegar, la recepcionista-propietaria-directora me preguntó:

—Monsieur Tamames, pero, verdaderamente, ¿cuántos hermanos son ustedes, porque yo veo entrar continuamente a unos u otros, y no sé si son dos, tres, cuatro o cinco?

—Señora, solamente somos dos. Lo que pasa es que cambiamos mucho de vestimenta, y eso es lo que quizá le confunda a usted.

—Bueno, bueno, eso me dice usted... pero no estoy tan segura. —Y se rió sin más historias. Se ve que le habíamos caído bien y que no le importaba demasiado que fuéramos dos o un regimiento.

En la habitación dos hermanos se acostaban en la cama doble y los otros dos, sobre las espesas alfombras de la chambre, como siempre, en sacos de dormir.

El fraternal encuentro parisino sirvió para contarnos las respectivas historias. Rafa, que había estado en Oslo practicando en un hospital, tuvo mucha suerte como autoestopista, al encontrar, justo a la salida de la antigua Cristianía, un norteamericano que en su estupendo coche iba directamente a París. Así que hizo todo el viaje desde la capital noruega hasta la de Francia en el mismo automóvil. Y el conductor, muy contento de tener con quien hablar en inglés y evitar el peligro de dormirse, le invitó al ferry para cruzar de Gotemburgo a Jutlandia, así como a hotel y manutención.

Juan llegaba de Alemania en tren, y Pepe hacía lo propio desde Londres, donde había estado en un hospital en el que conoció a Jean-Pierre Voos, a quien me referiré en otro capítulo de estas Memorias, con ocasión de mi estadía londinense.

La vuelta a España me resultó muy alentadora, y recuerdo bien que después del impacto de las enormes verduras de los prados de Alemania, Dinamarca, Suecia y Francia, contemplar las serranías españolas amarilleantes y con un cielo azul claro y un sol deslumbrante, me resultó un reencuentro con lo nuestro. Una fuerza de colorido y vida —aunque fueran del más rabioso secano— como no había sentido nunca en los tres meses del estío que ya terminaba.

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