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EL PERIPLO IMAGINADO

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Entre los diversos y variados mentideros —o foros de reunión, dicho de manera más pretenciosa— a los que yo asistí en mis buenos tiempos universitarios, aún no veinteañero, allá por 1952, uno se ubicaba en el barrio de Chamberí, en la calle de Eloy Gonzalo, cerca de la Glorieta de la Iglesia; al lado de la parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, donde fui bautizado en 1933.

En esas coordenadas chamberileras había una antigua chocolatería en la que algunas noches nos encontrábamos un grupo de colegas de las facultades de Derecho y de Ciencias Económicas, nucleados en torno a Luis Alcaide de la Rosa, quien luego sería mi compañero de fatigas en la preparación de las oposiciones a técnicos comerciales del Estado, en 1957.

Entre las figuras sobresalientes de esa peña se contaba Alberto Arias, estudiante de Ciencias Económicas que continuamente hablaba sobre John Maynard Keynes —casi como si fuera vecino suyo—, y no tanto por la lectura directa de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero u otros de sus libros, sino por un breviario que de su doctrina había realizado el economista norteamericano Alvin Hansen. En tales circunstancias, Alberto fue uno de los responsables de que yo me decidiera a estudiar Ciencias Económicas, pues siempre estaba haciéndome recomendaciones vocacionales:

—¡Ay, Ramón, Ramón, ay...! Tienes madera para ello, y en línea con lo que decía Schumpeter, habrás de acabar siendo de la «peligrosa secta de los economistas», que revelan a la humanidad el sentido oculto de sus luchas...

—No será para tanto, Alberto... —le contestaba yo, él siempre con la misma prédica y yo cada vez más próximo a tomar mi decisión en el sentido que me apuntaba.

Otro asiduo de la chocolatería era un joven estudiante de Ingeniería Industrial, Pedro Ramón Moliner, quien hablaba de forma pausada y que junto a su buena estatura, notoria corpulencia y pelo moreno oscuro como ala de cuervo, tenía una expresión de niño bueno; sonriente, con sus dientes blanquísimos que contrastaban con una tez casi como de hindú atenuada. Pedro presumía de ser pariente de María Moliner, la autora del Diccionario de uso del español, que sigue en el mercado, con nueva versión ampliada desde 2008 y actualizada por dos de sus discípulos. Pedro decía:

—Mi tía fue una verdadera sabia, una mujer extraordinaria, que sabía todo del idioma...

En una de esas sesiones nocturnas en que solíamos tomar chocolate con churros, casi siempre con una copa de anís Chinchón, decidimos realizar un viaje para conocer en directo la situación económica y social de al menos una parte del país. A mí me parecía mal haber estado ya fuera de España, en Francia, Alemania, Austria y Escandinavia, y apenas haber viajado por el propio país.

La idea de esa correría fue tomando fuerza y perfilándose a lo largo de dos o tres encuentros, de los que acabó saliendo el proyecto que un tanto pomposamente dimos en llamar «viaje de estructura económica». Y siendo cuatro o cinco los que inicialmente teníamos intención de llevarlo a cabo, al final, por unas razones u otras, los esforzados previajeros fueron rajándose, para quedar en el emprendimiento únicamente Pedro y yo.

La organización del periplo resultó bastante meticulosa, y como fechas más adecuadas escogimos la segunda semana de diciembre de 1952, del 15 al 30, ya en vacaciones de Navidad, en la idea de pasar la noche de San Silvestre y tomar las doce uvas ya de vuelta con la familia. Preparamos el itinerario, teniendo en cuenta algunos conocimientos personales a lo largo del recorrido, y allá fuimos...


Salimos de la estación de Atocha, en un tren renqueante de locomotora a vapor, a las siete de la mañana, con destino final Badajoz. Y después de cuatro horas de viaje —un trayecto que hoy el AVE cubre en sesenta minutos—, llegamos a Puertollano. Allí teníamos decidido visitar el complejo industrial construido por el Instituto Nacional de Industria —el célebre INI que, por entonces, era el auténtico paradigma de la autarquía— con base en dos producciones mineras en la zona: hulla, de mediana calidad pero con venas de potencia suficiente para permitir su explotación con máquinas perforadoras-extractoras; y pizarras bituminosas, que tenían —o que tienen porque allí siguen bajo tierra— un contenido del 20 % de betún —y de ahí su nombre—, de hidrocarburos. Las pizarras se extraían para su destilación, empleando el carbón como combustible, y así se obtenían carburantes líquidos, además de una serie de coproductos, entre ellos lubrificantes y parafinas.

Una vez en Puertollano, no habríamos de esforzarnos mucho para llegar al complejo industrial. Un ingeniero, al oír nuestra conversación con un factor de Renfe, se ofreció a llevarnos a la fábrica:

—Así que vais a visitar el complejo industrial Calvo Sotelo —el nombre oficial con el que se recordaba al que fuera ministro de Hacienda que promovió, duramente la dictadura de Primo de Rivera, la creación de CAMPSA, el monopolio de petróleos—... Pues si queréis, puedo llevaros en mi coche... Ahora mismo voy para allá: hay unos cuatro kilómetros y ni perderéis tiempo andando...

—¡Ah!, pues qué bien, muchas gracias, e incluso usted podrá ayudarnos para que nos dejen entrar...

—¿Sois estudiantes?

—Sí, de Ciencias Económicas en Madrid, y estamos haciendo un «viaje de estructura económica» para conocer la realidad industrial y social del país...

Subimos al vehículo, y en pocos minutos estábamos en el acceso al complejo, donde el ingeniero nos presentó al celador como invitados suyos, para acto seguido acercarnos todos al edificio principal, donde nos presentó a uno de sus ayudantes. Y sin pedirnos el carné de identidad, ni mediar ninguna medida de seguridad de las que ahora tanto se prodigan, iniciamos la visita.

Bajamos primero a la mina de hulla en un renqueante ascensor-jaula y nos adentramos por una galería débilmente alumbrada, a fin de visitar un taller de extracción, donde estaban utilizando lo que nos parecieron potentes martillos neumáticos:

—Son de fabricación sueca... —dijo el ingeniero que nos guiaba.

—Ya se ve —comentó Pedro Ramón Moliner, como buen estudiante de Ingeniería.— Los suecos fabrican martillos y barrenas perforadoras con los mejores aceros rápidos del mundo...

Tras la visita a la mina, al salir a la superficie, nos deslumbró la luz del día, a pesar de que estaba en total grisura. Y de inmediato nos trasladamos a la planta de destilado de pizarras bituminosas: una inmensa estructura metálica de cuatro o cinco pisos, un laberinto de tuberías, llaves de paso, chimeneas y plataformas, en medio de un ruido ensordecedor por el fragor de las calderas.

—El proceso que aquí seguimos es de origen escocés, aunque mucha gente piensa que es alemán —nos dijo el ayudante del ingeniero—. Claro es que se trata de las mismas técnicas a las que recurrió Alemania durante la guerra mundial: careciendo de petróleo, conseguían gasolina sintética a partir de las pizarras o del carbón.


Estuvimos hablando de costes de producción, muy superiores a los del carburante importado. Pero en España, en 1952, no había divisas suficientes para importar casi nada de lo que se necesitaba.

—Esta producción —nos dijo el ingeniero— la hacemos en el típico régimen de autarquía. En alemán, es una Ersatz Industrie, es decir, producción de sucedáneos, para sustituir los crudos del petróleo que no tenemos. El coste es elevado, pero mientras la situación del comercio exterior no se normalice, no podremos dejar de producir así...

Al terminar la visita al Kombinat de Puertollano, tuvimos un almuerzo tardío con nuestro amigo el ingeniero en el gran comedor de la empresa, donde hubo posibilidad de hablar acerca de muchas cosas, hasta ya casi el anochecer. Y un coche de la compañía nos llevó a una pensión en Puertollano, donde dormimos a pierna suelta hasta la mañana siguiente.


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