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«AUFWIEDERSEHEN» ALEMANIA, «BONJOUR» PARÍS

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Pensé dejar ya Alemania, pues se acercaba la fecha en que había quedado con mis hermanos para encontrarnos en París: Rafa, bajando de Noruega; Pepe, de Inglaterra, y Juan, de Alemania, como yo. Y con vistas a ese fraternal encuentro, reemprendí mis actividades de autoestopista, saliendo de Colonia en dirección a Bruselas, con un muy fácil viaje hasta Aquisgrán, donde visité el palacio de Carlomagno y otros monumentos de la ciudad de los tres nombres: Aachen, Aix-la-Chapelle, Aquisgrán. Allí volvería veinte años después, con ocasión de la entrega del Premio Carlomagno a Don Salvador de Madariaga.

Desde Aquisgrán continué en autoestop hasta Lieja, ciudad que me pareció muy gris, y de allí continué hacia Bruselas, donde me alojé en el albergue de la juventud un tanto tenebroso. Sólo estuve dos noches y un día, suficientes para visitar la ciudad casi exhaustivamente, como nunca más volví a hacerlo en mis decenas de viajes a lo que hoy es la capital europea. Y como no quería disminuir mis ya parcos recursos económicos, y había visto en una tienda un cartel anunciando que compraban botellas vacías, en el propio albergue me proveí de una bolsa grande; con la cual, bien de mañana, recorrí los comercios de los alrededores, y todas las botellas vacías que vi, para el célebre retorno, las fui echando dentro de la bolsa hasta que ya no cupieron más. Me acerqué entonces a la tienda del comprador de vidrio, y le vendí la mercancía por unos cuantos francos belgas. Ello elevó mi autoestima como «recuperador»; por mucho que por entonces no se hablara tanto como ahora del reciclado: la lucha contra el calentamiento global estaba muy lejos de comenzar.

En Bruselas (visitas a Santa Gúdula, al Museo de Bellas Artes, la Grand-Place, degustación de los moules marinière, etc.), el tiempo empezó a empeorar notablemente y esperándome lo peor, con mis recrecidos ahorros por el reciclado de vidrio, me decidí a tomar un tren directamente a París, donde llegué antes del encuentro previsto con mis hermanos. Habíamos quedado frente a la catedral de Notre Dame un día concreto a las doce horas en punto.

Decidí buscar un alojamiento más bien céntrico, pues el albergue de la juventud estaba en el extrarradio; en vista de lo cual me acerqué a la ciudad universitaria, donde se halla el Colegio Español, y a poco de salir de la estación de metro vi el edificio popularmente conocido como «el Escorial de París». Antes de su entrada, topé con un joven de apariencia algo mayor que yo, con gafas y aspecto de buena persona, y a él me dirigí en francés, preguntándole por el Colegio Español. Mi interlocutor me contestó afectuosamente y por el acento deduje que debía de ser tan español como yo, por lo cual ya seguimos la conversación en la lengua común.

Resultó ser Luis Prades, pintor de Castellón, pensionado en el Colegio Español para trabajar en el ambiente único de la capital de Francia, donde se han forjado tantos artistas. Nos presentamos, y Luis me informó de que el colegio estaba lleno, y muy amistosamente me comentó que, si no encontraba otro lugar donde pasar unos días, podría darme posada:


Anda, vamos —me dijo—. Tú como si nada, no hables con nadie y subes en el ascensor conmigo, pero sin que se note que vamos juntos... Y problema resuelto.


Así lo hicimos, y llegamos al apartamento, relativamente amplio y cómodo. Y sin más, allí me instalé, sobre un cómodo sofá, donde cada noche extendía mi saco de dormir.

Fueron días estupendos, de verano septembrino ya suavizado, amenizados por los conocimientos personales que, juntos, hicimos Luis y yo. Entre ellos un peruano que estaba en el propio colegio, indigenista a ultranza, y que a pesar de no hablar ni quechua ni aymara, nos echaba a los españoles la culpa de todo lo malo que ocurría en su país... Una experiencia, por lo demás, que luego tuve muchas veces más a lo largo de mis viajes por las Américas.

Otro día en el Colegio de Cuba, donde Luis tenía algún amigo, tuvimos oportunidad de conocer al pintor expresionista cubano Wifredo Lam, quien al percatarse de que éramos españoles nos miró como si fuéramos bichos raros provenientes de lo más hondo del franquismo. Pero al darse cuenta de que no estábamos en el sector pro-Régimen, nos extendió un visto bueno con toda clase de entusiasmos. Nos relató sus viajes a España antes de la Guerra Civil, y hablamos de pintura y de arte, junto con otros colegas cubanos... ¡Todos éramos pintores en París!... aunque, desde luego, unos más que otros.

Fueron tiempos de la vie est belle. Luis Prades y yo nos íbamos con sendas carpetas de dibujo a tomar apuntes, fundamentalmente al entorno de la Île de la Cité, cara a los arbotantes de la catedral de Notre Dame, en sesión de trabajo de la que aún conservo varios esbozos, en el ambiente de una amistad que se mantiene viva, extendida luego a cónyuges y descendientes. Nos vemos casi siempre que Luis viene a Madrid para exposiciones o cuando por cualquier motivo yo voy a Castellón. Por lo demás, en 2002, al cumplirse los cincuenta años de nuestra amistad, decidimos celebrarlo a mitad de camino entre Castellón y Madrid, en el parador nacional de turismo de Cuenca, donde yo tenía que dar una conferencia en el muy hermoso Museo Arqueológico. Y allí estuvimos un par de días juntos hablando, como siempre de París, y también de la mar y los peces.


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