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ESTRECHOS ESCANDINAVOS Y VERDE JARDÍN DE DINAMARCA

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Al mediodía de mi segundo día en Hamburgo, me despedí de mis amigos, el español y el uruguayo, y en tranvía me fui a las afueras de la ciudad, a la salida de la autopista, donde pensé que podría coger un coche en dirección a la frontera danesa, en mi idea de llegar a Estocolmo vía Copenhague. Y tuve la suerte más increíble de toda mi historia de autoestopista: dos parejas de novios italianos que iban en un Fiat 1100, como de veintidós o veinticinco años, me pararon cuando apenas llevaba diez minutos esperando. Me preguntaron la nacionalidad y adónde iba, y yo les contesté que español y a Copenhague:


Pues anda, sube —me dijeron—, que te vamos a llevar directo: quinientos kilómetros hasta la mismísima capital de Dinamarca... a ver a Hamlet.


Hicimos el recorrido desde Hamburgo hasta Copenhague muy rápidamente, salvo el tramo del Gran Belt, entre las islas de Fionia y Seeland, que entonces aún no se hallaban comunicadas por puente. Nos embarcamos, pues, en un ferry grande, todo blanco. Y mis nuevos amigos me obsequiaron, a pesar de mis protestas, con el billete del barco, y lo mismo hicieron cuando llegó la hora del té a bordo.

Al poner pie en la otra orilla del Pequeño Belt —ahora veo en el mapa que es la ciudad de Slagelse—, tomamos la carretera para Copenhague, y en poco más de una hora entrábamos en la capital danesa, en lo que era una inacabable tarde de verano, con sol hasta más de las once de la noche, y un oscurecimiento de no más de dos o tres horas: las célebres noches blancas del norte de Europa a las que se refirieron Turguéniev y Dostoievski.

Los italianos me acercaron al albergue de la juventud, realmente esplendoroso: un antiguo edificio de amplias proporciones, con aspecto de palacio del siglo XVIII, rodeado de jardines y equipado con instalaciones muy convenientes en todos los aspectos. Había también un dormitorio colectivo, con auténticas camas, en el que dormí a pierna suelta tras las dos jornadas de viaje de Colonia a Copenhague.

Tantas facilidades se completaban con un luminoso comedor de grandes ventanales en el que tuve ocasión de nutrirme de dos productos absolutamente gratuitos para los visitantes: un estupendo pan de centeno o similar, y una leche realmente única, como yo nunca la había probado, pues por entonces las lecherías en España no eran nada excelsas, con varias calidades lácticas según la mayor o menor cantidad de agua con que se bautizaban.


El gran atractivo de Copenhague para los jóvenes que llegan de toda Europa era el parque del Tivoli, en el centro de la ciudad. Y allí nos dirigimos un grupo de alberguistas, entre ellos un italiano de nombre Lucio Parolini, con quien trabé una amistad que se mantuvo por años. Era muy animado, curioso por prácticamente todo, y hablaba varios idiomas, entre ellos el español. No tardó en proclamarse admirador de Federico García Lorca, a quien había leído profusamente, cosa que yo sólo había hecho el verano anterior. Hablamos del poeta granadino, y él me mostró la guitarra que llevaba con una inscripción en la tapa del instrumento, donde estaba escrito:


Cuando yo me muera,

que me entierren con mi guitarra,

bajo la arena. FGL


Lucio pasó a los pocos meses por Madrid y tuvo una estancia muy animada entre nosotros. Le presenté a mis hermanos y a varios amigos, e hizo buenas migas con mi hermana Concepción. Nos carteamos durante años, pero después se perdió de vista para siempre. ¿Seguirá con la guitarra conviviendo con él, o estará ya en su última morada? Chi lo sa!

En el parque del Tivoli estuvimos prácticamente toda la noche, recorriendo sus recovecos, y conocimos a dos jóvenes suecas (Rita y Úrsula) que se alojaban en el mismo albergue que nosotros, y con quienes repetimos andanzas al día siguiente en el Tivoli. Con algunos paseos por los canales marítimos de la ciudad (Wonderful Copenhaguen!) y una visita a Cristianía, que empezaba a ser ya una ciudad alegre y juvenil, como anunciando la ulterior llegada de los hippies.

La breve relación hispano-sueca se prolongó luego por correo, y cuando mi hermano José Manuel estuvo al año siguiente en Gotemburgo para prácticas en un hospital, fue acogido por Úrsula con gran emoción en su propia casa, donde tuvo toda clase de facilidades. Algo parecido a lo que le sucedió a Jesús Torbado, según cuenta en su novela Las corrupciones (1977), donde informó con detalle sobre la liberalidad de las costumbres suecas. Narración que a mí no me extrañó nada, porque ya conocía el buen paño escandinavo.


Para proseguir mi ruta hacia el norte, emprendí viaje una nubosa mañana y tomé el transbordador, para en poco más de una hora cruzar el Sund; uno de los cinco estrechos escandinavos que yo había aprendido en el bachillerato como una retahíla: Skagerrak, Kattegat, Sund, Gran Belt y Pequeño Belt.

Tras cruzar el Sund (u Øresund, por su nombre completo), arribé al puerto de Malmö. Allí me di una vuelta por la ciudad antes de seguir hasta Lund, ciudad universitaria que tenía interés en conocer, y a la que accedí fácilmente en una especie de cosa intermedia de ferrocarril de cercanías y tranvía. Permanecí algunas horas, tomé un breve refrigerio y continué mi marcha hacia Estocolmo.

Pero en contra de mi propósito se conjugaron una serie de avatares, empezando por el hecho de que pocas semanas antes —lo supe luego— se habían producido en Suecia varios crímenes relacionados con el autoestop. De las dos clases: de autoestopistas que se aprovecharon de los conductores, y de conductores que hicieron lo recíproco. De manera que la eventualidad de que los automovilistas pararan cayó en picado.

A trancas y barrancas y con trayectos muy cortos, llegué a una ciudad llamada Hässleholm, y allí pernocté en el albergue de la juventud que estaba casi vacío y tenía un aspecto más bien lóbrego. El recorrido había sido de poco más de cien kilómetros desde Malmö, con tres o cuatro tramos de autoestop, todos de tráfico local.

Al día siguiente, la situación empeoró: amaneció con un tiempo infecto, de lluvia gélida casi invernal. A pesar de lo cual con una perseverancia sólo incentivada por «el que dirían si me vuelvo atrás», decidí tomar el tren para llegar a Jönköping, donde me alojé en el albergue de la juventud, a orillas del inmenso lago Vättern, que por amplios segmentos de ríos y canales comunica Estocolmo con el puerto atlántico de Gotemburgo. Disfruté del paisaje, del lago sobre el cual se extendía una densa bruma que le daba un aire misterioso...

El mal tiempo arreció de tal manera que, ya sin pensarlo más y quizá con la nostalgia de Copenhague, decidí tomar el tren que llevaba directamente a la capital danesa y me fui al gran albergue de la juventud, el del pan y la leche gratis. Reencontré a las amistades recién hechas, con las que pasé nuevamente dos días de holganza, excursiones, bailes de verano, hasta iniciar mi retorno a Alemania.

El viaje a través de Dinamarca fue placentero, con un tiempo veraniego y risueño, y por ello resultó espléndido poder combinar los pequeños tramos de autoestop con visitas a las poblaciones de las islas de Seeland primero y de Fionia después. Un recorrido en el que disfruté especialmente en Odense, la villa natal de Hans Christian Andersen.

Aquel día escribí unos versos, de los no demasiados que he hecho en mi vida:


Fionia,

Verde jardín

de Dinamarca...


Luego, repasando el libro de Pío Baroja El gran torbellino del mundo, en su capítulo VI, está lo que debió de ser la verdadera fuente de mi inspiración:


¡Fionia! ¡Fionia! Isla fértil

sin altares. Verdor de prados.

Jardín de Dinamarca.


Feliz y contento, desde Fionia, crucé a tierra firme, a la península de Jutlandia, donde viajé con la amable familia danesa de Kolding, a lo que ya me he referido, en evocaciones barojianas sobre la división del marqués de la Romana en Dinamarca en 1802.


Más que unas memorias

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