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EL CÁDIZ DE MUTIS

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Con la llegada a Cádiz, sentí la resonancia de la tradición oral de mi familia, con mi padre evocando la ciudad de su niñez y primera juventud, cuando él y su hermano Fermín, en tiempos de asueto, vagaban por las playas al este y norte de la ciudad en las largas tardes de verano:

—Leíamos folletones de Verne, de Salgari, o de Dostoievski, y las obras de Shakespeare...

Con esas nostalgias en la cabeza, convencí a Pedro Ramón Moliner para ir en autobús a San Fernando, a tomar pescaíto frito. Y allí visitamos lo que quedaba de los Baños del Zaporito, un balneario clásico de principios del siglo XX, que mi abuelo frecuentó durante años para completar su menguado sueldo de maestro llevando la contabilidad del balneario.

En un parque de Cádiz muy bien cuidado, al lado del mar, vimos un monolito con un busto arriba, el de José Celestino de Mutis, el gran botánico español del siglo XIX, que estudió la flora del virreinato de Nueva Granada, en Santa Fe de Bogotá; cuyo actual «jardín de plantas» lleva precisamente el nombre de este gran gaditano y neogranadino...

Esa primera visión de Mutis me resultó alentadora por mi interés en pro de un mejor conocimiento del reino vegetal. Y por eso, muchos años después, a la terraza de casa le di el nombre de «Microjardín botánico Linneo-Mutis». Una relación, la de Linneo y Mutis, de la que guardo una carta del sabio sueco a su colega español, fechada el 24 de septiembre de 1764, escrita en latín, como todavía era habitual entre los científicos. Luego pude saber que Linneo, a pesar de haber sido invitado a visitar España en tiempos del rey Fernando VI, no lo hizo nunca. No se sabe si porque estaba muy ocupado, o porque le sucedió algo similar a lo ocurrido con Erasmo, cuando dijo, algo seriamente, ésa es la verdad, aquello de que «Hispania non placet» [España no me gusta].

En diciembre de 1952, la ciudad de Cádiz tenía bastante actividad en sus astilleros —Moliner y yo lo sabíamos por nuestros estudios de Estructura Económica— merced a una ley de 1951 de construcciones navales. No lejos del puerto estuvimos viendo los astilleros del INI, donde acababa de ponerse la quilla de tres grandes petroleros.

En Cádiz, adonde llegamos el 24 de diciembre, con la Nochebuena por delante, pudimos escuchar continuamente el villancico de «Los peces en el río», como sonsonete de fondo, un canto que a mí me da la sensación de una tristeza inacabable:


Pero mira cómo beben

los peces en el río,

pero mira cómo beben,

por ver a Dios nacido.

Beben y beben,

y vuelven a beber,

los peces en el río,

por ver a Dios nacer.


Y en medio de esa y otras canciones navideñas, pasamos la Nochebuena en un chiringuito de la playa, Pedro y yo, con dos gaditanas recién conocidas, admirativas de los «viajeros de las estructuras».

El día de Navidad partimos de Cádiz en autobús hacia Málaga, siguiendo casi siempre la costa: San Fernando y Chiclana, Sancti Petri, Conil de la Frontera, El Palmar y el cabo de Trafalgar. Un área de playas espléndidas donde los pinos batidos por el viento llegan casi hasta el mar.

En Tarifa, el autobús hizo una parada técnica en la que conocimos a una joven estudiante china, que subió al autobús. Y con ella hicimos el resto del viaje hasta Málaga, la invitamos a comer en Algeciras y nos contó muchas cosas acerca de China, del nacimiento de la República Popular, y de cómo buena parte de la burguesía puso tierra por medio para no caminar junto con Mao Zedong por la senda hacia el comunismo. Sus padres y nuestra amiga se instalaron en París, donde ella descubrió su vocación de futura hispanista, no llegamos a saber por qué razones.

Por mi parte, esa primera conexión china debió de tener cierta relevancia, como inicio de una atracción creciente por el antiguo Celeste Imperio, muy lejos de imaginar que yo acabaría siendo casi un sinólogo, por mis tres libros sobre ese país, el último de ellos: China, tercer milenio: el dragón omnipotente (2013).


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