Читать книгу Más que unas memorias - Ramón Tamames - Страница 57
MINAS DE PLOMO, GUITARRAS, MANZANILLA... Y ESTRENO
ОглавлениеDesde Granada iniciamos nuestro regreso a Madrid, enfilando hacia el norte, con una escala en Linares, para visitar la zona productora de plomo, donde pensábamos encontrar grandes instalaciones mineras. Sin embargo, cuando llegamos, nos informaron, en un cafetucho del centro, que las grandes minas ya estaban cerradas, y que solamente quedaban algunas explotaciones artesanales en las que trabajaban por libre mineros de las extintas compañías.
Allí nos trasladamos con nuestro recién conocido, un viajante de comercio muy amable que nos llevó en su camioneta. Tenía algún amigo entre los mineros de la zona y consiguió, no sin ciertos esfuerzos de persuasión, que nos dejaran entrar en una de las explotaciones. Un pozo en malas condiciones, con una jaula de bajada y subida más que temblorosa, en la que descendimos para entrar en una galería mal alumbrada donde había mineros atacando con martillos compresores las vetas de galena (sulfuro de plomo), para con pocas medidas de seguridad extraer el mineral, que después llevaban a una pequeña fundición de la localidad. Era una época en que en España escaseaba el trabajo, y también el plomo, y los mineros seguían en sus labores a pesar de todos los peligros.
Aturdidos y cansados salimos del pozo y, ya a pie y sin prisas, nos dirigimos hacia el centro de Linares, para desde allí planear nuestro retorno a Madrid. Y cuando pasábamos por un grupo de casas enjalbegadas y con ventanas floreadas, de una de ellas salía un rasgueo de guitarra acompañado de lo que parecía ser cante flamenco. Nos acercamos al foco del sonido, una casa bien aparente. Llamamos con la aldaba, y para nuestra sorpresa, cuando preguntamos qué negocio había allí, se nos dijo que era una «casa de niñas».
Nos sentamos a una mesa a tomar unas copas de manzanilla con aceitunas, a lo que ya íbamos cogiendo afición en nuestro viaje por Andalucía, y la mujer que actuaba de madama nos ofreció la compañía de sus pupilas. Dicho y hecho: se nos juntaron dos jovencitas, que no debían de tener más de dieciocho años, que bebieron con nosotros, muy divertidas por nuestra juventud y los comentarios sobre el viaje que ya tocaba a su fin. Eran bastante agraciadas, muy lejos de la miseria de lo que por entonces eran los lugares de perdición en Madrid.
La cosa fue entonándose y en una de esas entonaciones, Pedro que me había comentado ya alguna vez que él «no se había estrenado aún», me preguntó «por lo bajini» si no me parecería mal que en ese espacio-tiempo llevara a cabo su primera experiencia. Naturalmente yo le di a entender que cualquier momento podía ser bueno para entrar en acción, con lo cual el buen aprendiz de ingeniero se animó, y casi ceremoniosamente invitó a una de las dos mozas, que le llevó de la mano al interior de la casa, donde estuvieron como tres cuartos de hora más o menos. Pedro tornó a la mesa con el rostro iluminado.
Aún nos quedamos un rato, incorporándose ya a nuestro ruedo la madama y otras chicas deseosas de noticia de nuestro recorrido por el Ándalus, formándose así toda una especie de fin de fiesta inesperado de nuestro periplo de jóvenes viajeros. También estuvieron preguntando por cosas acerca de la capital; incluso se permitieron algún escarceo político sobre si los arreglos de Franco con Estados Unidos iban a tener tanta importancia, para salir de miserias...
Antes de dejar aquel «jardín de las delicias» en el que habíamos pasado media tarde, y cuando me pareció menos inoportuno, en un aparte, le pregunté a mi colega:
—¿Qué tal la experiencia? —Pedro se echó a reír, y con su habitual semblanza reflexiva de buen chico, me respondió:
—No fue tanto como yo me esperaba... pero no ha estado mal... —y entonces sí que casi soltó una carcajada—. ¡Habrá que repetirlo, claro está!... Mi tierna amiga me dijo que también es cuestión de experiencia, y que cuando se va ganando confianza, la cosa mejora mucho...
—Puedes estar seguro...
Tras los referidos sucesos vespertinos, un amigo de la madama que había participado pasajeramente en el convivium nos llevó en su moto con sidecar al nudo ferroviario de Espeluy, donde teníamos previsto tomar el tren. Para un viaje de diez horas hasta Madrid, adonde llegamos al amanecer, con tiempo frío y seco. Y en el trayecto, en tranvía, desde la estación de Atocha hasta cerca de mi casa, me introduje en el ambiente en las primeras horas de la capital, con los traperos ya de retirada, con sus carros tirados cansinamente por pequeños y humildes borricos.
Terminando el «viaje de estructura económica», si tuviera que hacer un balance del mismo, diría que vivimos la España en sus últimos momentos del estancamiento secular originado por la Guerra Civil, con la plena vigencia del sistema autárquico. Era un país que en todo el territorio que visitamos daba la impresión todavía de estar recién salido de las penurias bélicas, salvo las nuevas zonas industriales como la de Puertollano y Cádiz. Por todas partes, mucha pobreza: pocas construcciones recientes, gente mal vestida, coches viejos y parcheados, pensiones lúgubres con sólo lo elemental, alimentación precaria en tascas y tabernas.
En cualquier caso, el «viaje de estructura económica» fue muy admirado por quienes supieron de lo mucho que habíamos ido viendo Pedro y yo. Y a los pocos días de volver, nos reunimos una noche en la chocolatería para contarles nuestras impresiones a Luis Alcaide, Alberto Arias y los demás contertulios, surgiendo inevitablemente la experiencia de Pedro en Linares, que mi compañero de viaje narró comedidamente; dando idea de que desde su retorno a Madrid ya había experimentado de nuevo.
Nuestros amigos, implícita o explícitamente, expresaron su envidia por no haber participado en aquellas correrías de doce días de un sitio para otro, durante las cuales yo me había gastado en total, de mis ahorros, unas 1.500 pesetas, es decir, poco más de 100 pesetas diarias, incluyendo transporte, alojamiento en pensiones, comidas y todo lo demás. 1.500 pesetas son hoy 9 euros. Claro que la inflación lo explica casi todo.
En definitiva, volvimos del viaje con una mezcla de sensaciones contradictorias por el pesimismo que suscitaba la situación en que se encontraba toda la España del Sur —título que luego escogió Alfonso Carlos Comín para un libro que tuve ocasión de prologarle—. Y al tiempo, encontramos que nuestra tournée era susceptible de la aplicación de aquella célebre frase del filósofo italiano Antonio Gramsci: «Contra el pesimismo de la inteligencia, está el optimismo de la voluntad».