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LOS ALCÁZARES REALES Y LA HUELLA DE ANÍBAL GONZÁLEZ

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Desde Córdoba hasta Sevilla, la distancia que hoy se recorre en cuarenta y cinco minutos en el AVE, en nuestro tren de 1952 tardamos casi tres horas, con algunas paradas inexplicadas en medio del campo, y con estaciones de nombres tan sonoros como La Carlota («se fundó por Olavide para colonizar en Sierra Morena»), Écija («la de las siete torres y el balcón del c..., por aquello de «¡C... qué balcón»), Carmona, con su inmenso castillo... y al final, la llegada a Sevilla..., donde nos instalamos en una pensión en el barrio de Santa Cruz. Allí, pese a ser casi invierno, vimos bastantes casas del barrio con las ventanas repletas de geranios florecidos.

En Sevilla tuvimos como contacto a Genaro Illescas, también compañero de la Facultad de Derecho, quien nos acompañó en las típicas visitas a la catedral, en la que me llevé la sorpresa de ver cómo a la torre de la Giralda se sube por una rampa hasta arriba del todo; dicen que para permitir a las mayores dignidades hacerlo a caballo.

Los Alcázares Reales me parecieron la plenitud del arte mudéjar, con sus grandes jardines dominados por una gran pileta rectangular, surcada por patos y cisnes, y rodeada de arcos renacentistas, donde Genaro nos informó de que los reyes cristianos pasaban el invierno en Burgos y el verano en Sevilla, cuando cualquiera habría pensado que lo lógico habría sido lo contrario. Pero es que los palacios hispalenses estaban muy bien preparados para el verano, con fuentes, estanques y jardines, todo muy placentero, en la cultura andalusí del agua...


La Andalucía recién conquistada —comentó Genaro—, la Novísima Castilla, nombre que ahora nadie recuerda, causó el mayor entusiasmo a los cristianos: debió de parecerles un paraíso, una impresión premonitoria de lo que dos siglos y medio después tuvieron a los navegantes y conquistadores españoles en el Nuevo Mundo...


Nuestra estancia hispalense tuvo su aspecto «más estructural» en una visita al puerto, el cual vimos un tanto desangelado, con barcos más pequeños de lo que imaginábamos, explicándonos al respecto el amigo Genaro las dificultades de navegación por el Guadalquivir debido a su insuficiente drenaje.

Allí contemplamos la desestiba de un barco de carga general, y tuvimos ocasión de hablar con los estibadores, que se expresaban en una jerga casi ininteligible por el acento y también por las palabras y los giros que empleaban. Ello me recordó el slang utilizado en la película On the Waterfront (proyectada en España con el título de La ley del silencio), que, protagonizada por Marlon Brando como figura estelar, transcurre en el puerto de Nueva York. La vi en el Cine Boy de Madrid —sala donde echaban filmes para los yanquis de la base de Torrejón—, y allí mismo, en el descanso de la sesión continua, me encontré con un amigo norteamericano, de nombre Earl, a quien todos llamamos el Duque —precisamente por la traducción de su nombre de familia—. Le comenté que no entendía casi nada, y él me dijo con una sonrisa: «No te preocupes, Ramón, a mí me está pasando casi lo mismo. Es la jerga de los muelles de Manhattan...». Como también había una jerga en el puerto del Guadalquivir.

La visita a Sevilla transcurrió con la sensación de estar en una ciudad extraordinariamente hermosa, con parques como el de María Luisa, la formidable avenida de la Palmera con los grandes edificios a sus dos lados; y la plaza de España, diseñada por Aníbal González, el arquitecto de nacionalismo español de la Exposición Iberoamericana de 1928, de la época del dictador Primo de Rivera.


Después de Sevilla, Pedro Ramón Moliner y este memorialista nuevamente tomamos el tren, con destino a Cádiz, atravesando el aire limpio y transparente de las Marismas, y sintiendo la proximidad de la mar y sus salinas. En el recorrido, pueblos de resonancias históricas, como Cabezas de San Juan:

—Aquí es donde el general Riego se levantó contra Fernando VII para restablecer la Constitución de 1812 —le dije muy serio a Pedro, que asintió sesudamente, dando muestras de que ya estaba al corriente.

Y lo estaban también en nuestro mismo compartimento, pues un señor de abundante bigote y apariencia muy conservadora se vio gratamente sorprendido de nuestra conversación:

—Muy bien, jóvenes, se ve que están ustedes muy versados. Y de aquella sublevación de Rafael del Riego vino la definitiva pérdida de la América española, porque los ejércitos que iban destinados a Venezuela a guerrear contra Bolívar y sus generales se dedicaron a otros menesteres...

En la conversación terció un cura con sotana —entonces la llevaban todos, con sus treinta y tres botones de los años de Cristo—, quien también «echó su cuarto a espadas», en una dirección que nadie se esperaba.

—Bien, bien, pero que muy bien por esas evocaciones históricas... Afortunadamente la Inquisición desapareció en 1834, después de morir Fernando VII, y bien enterrada está, aunque después hayamos tenido y ahora mismo sigamos teniendo muchas vigilancias excesivas.

En esas estábamos cuando el tren paró en Jerez de la Frontera, donde el señor del abundante bigote, que también iba a Cádiz, nos recomendó:

—Bajen, bajen, ustedes, porque aquí tenemos parada de por lo menos diez minutos, ya saben, para hacer la aguada y las revisiones de siempre de la Renfe... Podrán admirar la hermosa estación que construyó Don Aníbal González, el gran arquitecto...

Descendimos y, en efecto, nos quedamos extasiados en la contemplación de los muros de apoyo de ladrillo rojo y rosado, con las grandes cubiertas abovedadas de hierro y cristal. Construido, todo, con el estilo típico, de don Aníbal, «un neomudéjar nacionalista», como luego aprendí de mi amigo arquitecto Javier Olaciregui. E incluso salimos de la estación para admirar la hermosa fachada exterior.


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