Читать книгу Más que unas memorias - Ramón Tamames - Страница 45

LA FAMILIA DECKER Y SU «HINTERLAND»

Оглавление

Aquellos alegres días estivales en Schönesland pasaron rápidamente, y al final nos despedimos, cada uno hacia su punto de destino. Yo viajé en tren a Colonia, y al llegar a la Hauptbahnhof, la estación principal, salí a la plaza de la catedral y pude apreciar la magnitud de las destrucciones de la guerra. La ciudad interior, dentro del Ring (el paseo de ronda que quedó al ser demolida la vieja muralla), estaba prácticamente como al día siguiente de terminar la contienda; salvo por el hecho de que las ruinas habían sido amontonadas para abrir viales por los que se circulaba en un dédalo urbano de verdadero aquelarre.

Una vez fuera de ese centro de la ciudad, ya en el autobús, me adentré en la hermosa campiña renana, donde los efectos de la guerra habían desaparecido casi por completo, aunque por doquier se veían instalaciones con letreros de Besatzungstruppen, de las tropas de ocupación aliadas; con frecuentes convoyes militares, de soldados británicos muy arrogantes, con sus vehículos de matrícula BH, por British Hannover, la zona de ocupación británica, que abarcaba los actuales Länder de Schleswig-Holstein, Hamburgo, Bremen, Baja Sajonia y Renania del Norte-Westfalia. Precisamente, el espacio del que procedía la dinastía británica de los Hannover y sus tres reyes Jorge, que, como alguien también me recordó: en 1776, al independizarse las Trece Colonias norteamericanas de la Corona inglesa, ésta extrajo de Hannover sus mejores tropas, las más temidas por los revolucionarios que estaban en trance de crear los Estados Unidos de América.

En poco más de una hora, por carreteras bordeadas de árboles resplandecientes, después de atravesar la capital de la comarca, Brühl, una pequeña y vistosa localidad, llegué a Badorf. Allí, preguntando, acerté por fin a dar con la casa de los Decker, en una calle de sonoro nombre: An der Kapelle, nummer zwei! Tuve una recepción cordial, al estilo de los alemanes de Renania, gente de trato más cálido que los prusianos, quienes, en general, son más adustos. Entre otras cosas porque los renanos tienen bastante de latinos, empezando porque su propia capital es la vieja Colonia de los romanos; influyendo también el hecho de ser de religión católica... y en vez de decir Danke schön, muchas veces prefieren el merci del otro lado del Rin.

Antes de seguir con mis observaciones, recordaré un par de expresiones coloquiales sobre los españoles en Renania, y en buena parte del resto de Alemania. La primera de ellas es «Stolz wie ein Spanier!», que literalmente significa «orgulloso como un español». Dicho proveniente de los tiempos del «camino español» que seguían los Tercios de Flandes, desembarcados en el puerto de Génova procedentes de Barcelona; atravesaban luego el norte de Italia y seguían por el Rin, para acabar en los Países Bajos españoles, que, por la larga contienda en los siglos XVI y XVII contra los rebeldes de las Provincias Unidas de Holanda, acabaron por convertirse en el auténtico Vietnam del Imperio español.

Otra frase de aquellos mismos tiempos era la de «Das komt mir Spanisch vor», el equivalente a nuestro «me suena a chino». Una frase que figura en una canción popular mezcla de las dos lenguas:


Sí, sí, Señor,

mir kommen die Mädchen,

anf ihrem Städchen

Spanisch vor!

Sí, sí, sí, Señor!


Con esos versos se quiere decir algo así como que «las muchachas de su pequeña ciudad me resultan un tanto extrañas [como si hablaran español]». Indudablemente, nuestra lengua del Siglo de Oro era un idioma ininteligible para los alemanes.

Otra canción del mismo estilo hispano-germano que aprendí en Colonia dice:


Das machen nur

die Beine von Dolores,

das die Señores,

nicht schlafen gehen!


Literalmente traducido: «Sólo las piernas de Dolores hacen que los señores no se vayan a dormir».


La casa de los Decker era una mansión de burguesía rural acomodada, con un amplio patio (Hof) en cuyos laterales se situaba el establo para los grandes caballos de tiro, así como cobertizos para dos grandes carretas que servían para acarrear cualquier clase de cosas: fruta en la época de cosecha, abonos para la sementera y toda suerte de útiles. Otra dependencia estaba destinada a tractores y maquinaria muy diversa, así como a bodega para prensar la manzana: Apfelsaft (zumo), que luego de fermentado daba lugar a la sidra (Apfelwein), la cual, servida muy fresca, era todo un deleite en las comidas en Casa Decker.

En principio, mi anfitrión de intercambio familiar a efectos de su ulterior visita a España era Peter, el hijo mayor de Herr y Frau Decker, que estudiaba Medicina, y que ya hacía prácticas en un hospitalillo próximo. Un personaje de lo más extraño, de aspecto nada germano, por su tez más bien oscura y pelo muy negro, con muy poca afición al campo y la agricultura, y menos aún a la vida en el pueblo, del que tenía pensado marcharse en cuanto pudiera. Y su opinión sobre la clase trabajadora era de lo más despreciativa: Proleten!

El más pequeño de los hermanos Decker era Norbert, casi de mi edad —yo por entonces tenía diecinueve años—, con quien hice buenas migas a efectos de correrías por los campos y caseríos en torno a Badorf. En su moto íbamos por las tardes a bañarnos a las lagunas nacidas del abandono de las turberas y minas de lignito a cielo abierto que en tiempos hubo en los alrededores. A mí me gustaban mucho aquellos lagos no tan pequeños, de agua templada por su escasa profundidad y la larga duración de los días en verano. Un estío aquel, por lo que supe, mucho más cálido de lo normal, aunque por entonces nadie hablaba de calentamiento global ni de nada parecido. Nadábamos durante horas en aquellos lagunajes con gran diversión, pues Norbert tenía muchos amigos y amigas de las casas de los alrededores que acudían en verdaderas bandadas de ciclistas.

Otras zonas de donde otrora también se extrajo carbón habían sido restauradas admirablemente, con grandes choperas que lucían considerable altura y grosor. A mí me impresionó esa forma de conservar la tierra, en vez de los sistemas todavía primitivos de extracción minera sin ninguna clase de restauración ulterior tan frecuentes en España.

Con Norbert Decker también iba en ocasiones a alguno de los cines de los pueblos de los alrededores. Y recuerdo, ya en la última semana de mi estancia en Badorf, que fuimos a ver Las minas del rey Salomón, que en alemán se titulaba algo así como Königs Solomon Diamanten. Al salir del cine, y de regreso a Badorf, tuvimos que atravesar una zona boscosa por caminos muy accidentados y con barro fresco, con Norbert disfrutando por los saltos que daba la máquina y pensando en un viaje que concebimos hacer juntos a África:

—In Afrika, gibt es auch solche Wege! —exclamaba. [¡En África también hay caminos como estos!]

En el año 2000 Norbert estuvo en Madrid con su mujer, y juntos, con Carlos Zayas —quien también estuvo en Schönesland en aquel verano alemán—, pasamos un rato estupendo comiendo en la terraza de casa y recordando el proyecto de la Grosse Afrikanische Expedition, nunca realizada.


Con la familia Decker hice bastantes salidas festivas, sábados o domingos, para visitar a los amigos del contorno, algunos con fincas muy bien equipadas: potentes tractores, enormes cosechadoras y almacenes atiborrados de otras máquinas y productos de todas clases. Entonces tuve la constatación directa de que un país para ser verdadera potencia agraria, y sobre todo para tener una agricultura moderna, tiene que disfrutar de cierto nivel industrial, además de métodos de enseñanza y capacitación agraria a la última; tal y como me explicaba Klaus, el hermano agricultor de la familia Decker. Una combinación que por entonces ni lejanamente se daba en España.

En las visitas a familias de burguesía rural de Renania en las que iba con los Decker, todos nos poníamos muy vestidos y encorbatados, auténticamente «endomingados», para dar buena cuenta de copiosos almuerzos, con gran cantidad de embutidos: morcilla negra y salchichas de varias clases, codillo y chucrut a discreción, en casas bien acondicionadas que habían sufrido poco o nada durante la guerra. Y generalmente con algo que a mí me fascinaba: alfombras orientales, que en España aún no se dejaban ver. Además había muebles antiguos de madera de cerezo, caoba o palosanto.

Los almuerzos y cenas a que me estoy refiriendo eran de gran calidad y cantidad, y al final siempre llegaban los postres de manzana, Apfelstrudel, o uno muy sabroso y bien sonante: el Fahne Kuchen mit Sahne, que literalmente significa «pastel de bandera con nata». Y también el Baumkuchen, el «pastel del árbol», que en el restaurante Horcher de Madrid hacen muy bien, para tomarlo con chocolate líquido. También había tartas ribeteadas de grosellas, arándanos y otras bayas típicas de las zonas boscosas de Alemania.

Al final de tales convivencias, el numerito que más le gustaba hacer al siempre juguetón y maligno Peter Decker, con sus aficiones un tanto sadomasoquistas, era decirme «por lo bajini» que estaba obligado a hacer grandes cumplidos sobre la calidad de la comida y la hospitalidad de nuestros anfitriones:

—Ramón, du musst Komplimenten machen! —me susurraba para obligarme a intervenir en elogio del ágape.

Y yo, obediente como pocos y ya con algo de vino del Rin rondándome el celebro —que decía Don Quijote—, no me paraba en barras y decía más o menos:

—Stolz wie ein Spanier, darf Ich Ihnen sagen das wir haben sehr gut gegessen? Bestimt, meinen Herren und Damen. Sie sind, alle, wunderbare Leute, und Ich hoffe das in der Zukunft es wird möglich das Ich Ihnen enílade mit unsere beste Speise in Spanien![4]


Más que unas memorias

Подняться наверх