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LA MÁLAGA DE CÁNOVAS. GRANADA DE BOABDIL

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Llegamos finalmente a Málaga, sin que yo pudiera tener, naturalmente, ni la más remota intuición de que un día sería catedrático en la Facultad de Ciencias Económicas de esa ciudad; cuyo puerto entonces estaba más que solitario, prácticamente sin ningún barco y con un enorme silo del Servicio Nacional del Trigo para almacenar cereales.

Próxima al puerto, paseamos por la Alameda, a la que los malagueños llaman «el Parque», que se abre con el monumento a Don Antonio Cánovas del Castillo, el promotor de la restauración borbónica en 1874, y que tuvo su mayor papel en la elaboración de la Constitución de 1876.

Yo por entonces no tenía mucho conocimiento acerca de la obra y el significado de Cánovas, y en lo esencial veía su figura como la de un político retrógrado, responsable de la vuelta de los Borbones y de la propia Constitución canovista; considerada por Joaquín Costa como el telón de fondo de una farsa de oligarquía y caciquismo.

Posteriormente —¿el conservadurismo que va dando la edad, o el mayor conocimiento de los hechos y los contextos?— fui cambiando mi apreciación en torno a Cánovas, en una dirección más positiva. Dándome cuenta de que fue un patriota, aunque de acendrado pesimismo, pues veía el país sin posibilidades ya de desarrollar nada importante en la palestra internacional. Ese cambio mío de consideración histórica del personaje, se dio en dos momentos sucesivos: el primero, cuando escribí Una idea de España (1985), a partir de lo que fueron mis clases en la Sorbona, en París. Un trabajo en el que la figura de Cánovas supone un intento de estabilizar la atormentada España de guerras civiles y movimientos convulsos de los tres primeros cuartos del siglo XIX. Lo que permitió el comienzo de un cierto progreso económico, aunque no supo resolver, seguramente porque era insoluble, la cuestión colonial que llevaría a la Guerra hispano-norteamericana de 1898, que terminó con la pérdida de las últimas posesiones de España en ultramar: Cuba, Puerto Rico, Filipinas, las islas Marianas y las Carolinas.

El segundo paso en mi acercamiento a Cánovas, todavía no demasiado estrecho, todo hay que decirlo, se produjo cuando escribí mi novela La segunda vida de Anita Ozores; en ella Don Antonio aparece intercalado con la propia Anita (la Regenta rediviva de Clarín), alcanzándose el punto álgido de su relación en la entrevista imaginaria entre los dos personajes, en el balneario de Santa Águeda en Guipúzcoa; justo el día antes del asesinato de Cánovas por el pistolero anarquista Angiolillo, en agosto de 1897.

Ya sé que ahora todo eso del siglo XIX español le interesa a poca gente, entre otras cosas porque ya casi nadie sabe nada de Historia. Una realidad muy grave porque, como decía Arnold Toynbee, el pueblo que no conoce su propio devenir histórico se condena a sí mismo a ser colonizado culturalmente.


Desde Málaga viajamos en tren hasta Granada, entonces una ciudad muy distinta de la actual, con líneas de tranvías que la conectaban con los pueblos de la Vega; en aquellos tiempos se dedicaba al cultivo del tabaco, hoy sustituido en su mayor parte por inmensas choperas.

Por lo demás, el turismo era prácticamente inexistente, y uno podía entrar en la Alhambra sin ninguna espera ni cita previa. Dentro del gran palacio nazarí, apenas se encontraba uno a ocho o diez personas buscando el recuerdo de Boabdil y su madre, o de Washington Irving. No como ahora, que es necesario registrarse con tiempo para entrar en la lista de ordenador, con señalamiento de fecha y hora. Leía hace poco que, en 2011, la Alhambra acogió a algo más de dos millones de visitantes.

Me causó gran impresión el Palacio de Carlos V, con la forma perfectamente circular de su patio, y su piedra rojiza un tanto enigmática. Por entonces completamente vacío, como abandonado, a pesar de que ya habían empezado los festivales de música de Granada, algunos de cuyos actos se celebraban —y siguen celebrándose— precisamente en el patio circular de ese primer monumento del que sería emperador Carlos V.

Pero, en Granada, lo que más me fascinó fue la Capilla Real, no lejos de la catedral, donde se custodian los restos de los Reyes Católicos, Felipe I el Hermoso y su esposa, Juana; así como el primogénito de Isabel y Fernando, el infante Juan, que estaba llamado a cumplir un gran papel histórico que se hizo imposible por su muerte prematura.

La Capilla Real es uno de los lugares más maravillosos de toda España por su gótico flamígero y los enormes túmulos de las dos parejas reales, en un mármol que asemeja alabastro; y sobre todo, por la cripta con sus modestísimos ataúdes al aire. Desde aquel distante año de 1952 de mi primera visita, siempre que voy a Granada procuro encontrar un hueco para visitar la Capilla Real, en lo que para mí es el encuentro permanente con los padres de la nacionalidad española.


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