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II. LA MUJER COMO VENTER EN LA ANTIGUA ROMA

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Aunque lo cierto es que la terminología que hemos venido manejando comienza a surgir en el siglo XIX3, este tipo de intromisiones obstétricas habrían venido realizándose desde tiempos arcaicos. En este trabajo, no obstante, tomaremos como punto de partida la Antigua Roma, ello puesto que la sociedad romana es uno de los ejemplos más sangrantes de cosificación del vientre femenino, dado que existía una creencia generalizada de que las mujeres, en lo que al partus se refiere, constituirían un mero recipiente que terminaría por alumbrar la vida que los hombres habrían depositado en sus entrañas.

Para poder llegar a comprender esta cuestión, es de vital importancia manejar que el tratamiento de los hijos venideros, por encontrarse dentro del concepto natural de familia romana, estaría sumamente influenciado por el poder atribuido a los paterfamilias. Así, a través del status familiae, los filiifamilias se encontraban sometidos a estos, del mismo modo que sobre las esposas se ejercía el poder de la manus4. Esta idea de sumisión se contemplaba de un modo natural y preestablecido, y un ejemplo claro son las palabras de Ulpiano cuando afirma que del derecho natural procede “la conjunción del macho y de la hembra, que llamamos matrimonio, de aquí la procreación de los hijos, de aquí la educación; pues vemos que también los demás animales, hasta las fieras, se gobiernan por el conocimiento de este derecho”5.

Así las cosas, dentro de este proceder natural, a la mujer le era atribuido un papel muy conciso y de vital trascendencia: la maternidad. Sin embargo, una vez producido el alumbramiento o desprendimiento del seno materno, la misma se veía relegada, de modo inevitable, a un segundo plano6. Por ello, no son de extrañar expresiones como la realizada por Tertuliano cuando se refería a las madres como “hornos uterinos”7, cuestión que casa con la evidencia jurídico-práctica expuesta, entre otros, por el propio Gayo, de que “es evidente que los hijos de hembras no están en la familia de ellas, porque los que nacen siguen a la familia del padre”8. Al menos, esto es lo que ocurría cuando hablamos de hijos que nacían dentro del matrimonio o matrimonium iustum, dado que cuando no eran fruto del mismo, seguirían, por una cuestión práctica, la condición de la madre –caso claro es el de las esclavas– o podrían ni siquiera llegar a ser denominados filius, sino volgo concepto. Observamos pues, que la relación entre la madre como venter y el hijo como fruto del proceso de gestación se presenta como una cuestión de facto, mientras que la relación entre el padre –origen de la procreación– y el mismo, genera un verdadero impacto en el derecho.

En el mundo antiguo, y en lo que a la reproducción y gestación se refiere, era común utilizar las metáforas, así a modo de paralelismo con el mundo de la agricultura, se representaba a la hembra como símbolo de fertilidad, cual tierra apta para el cultivo, pero que únicamente se limita a ser trabajada y de la que se espera guarde el elemento activo, la “semilla”, en este caso aportada por el hombre; así, quien planta es quien cosecha, y de ahí la pertenencia del hijo al hombre, que decide, por su bien, cómo proceder en cada momento9.

De este modo, y tras esta breve pero necesaria introducción, no parece tampoco de extrañar que fuese quien ostentaba un verdadero interés con relevancia jurídica, quien decidiera sobre las cuestiones relativas al sujeto que en dicho momento se estaría gestando, aún cuando entre medias se encontrase en el “medio necesario”, o lo que es lo mismo, en la mujer gestante. Así, pueden darse situaciones tan polarmente opuestas como que, aún deseándolo, una mujer debiera interrumpir su embarazo por la voluntad del paterfamilias; o que, aún siendo culpable de delito y condenada a muerte, se prohibiera acabar con su vida y enterrarla hasta no haber nacido o ser extraído el feto. Al fin y al cabo, recordemos, el venter era contemplado como un medio de cara a un fin último, que a veces debía intervenirse, pero otras, sin embargo, había que proteger.

Ahora bien, es imprescindible comprender que, el hecho de que un embarazo pudiera interrumpirse, poco o nada tenía que ver con la actual conceptualización del aborto. Únicamente se veía con buenos ojos si el que ordenaba tal intervención era el pater. Por el contrario, aquellas mujeres que voluntariamente prefirieran no tener hijos eran calificadas como egoístas, por dar más importancia a sus propios intereses, o de inmorales, por ir contra natura. A estas, se las acusaba de propiciar la destrucción familiar, más si tenemos en cuenta la denominada como “estafa de hijos” al marido. En este sentido ya Demóstenes, en su discuso Contra Neera (122) había dividido a las mujeres en cuanto a su utilidad –reproductiva–: “las prostitutas para el placer, las concubinas para la vida diaria y las esposas para dar hijos legítimos”. De este modo, la decisión o voluntad de la mujer gestante en cuestión nada importaba, pues el aborto y la anticoncepción resultaban atentados contra la razón de ser de las esposas y del orden lógico del matrimonio en sí mismo10.

Mientras que para el hombre se pretendía el comportamiento ético omnicomprensivo de virtudes, para la mujer el pudor y la virtud encarnaban su poder en el parto, y como todo poder femenino, la intención quedaba patente: establecer un control necesario11. Para el caso de los anticonceptivos o abortivos, la diversidad de fuentes y criterios es clara, incluso en textos médicos que, pese a la condena legal y los discursos morales, enunciaban fórmulas y medios agrupados en función de su agresividad; así, por ejemplo, mecánicos, quirúrgicos, medicinales o incluso los métodos mágicos12. No obstante, resulta curioso, aunque no de extrañar, que no se considerase el coitus interruptus como método anticonceptivo, pues disminuir el placer masculino en el coito no se contemplaba como opción; antes se recurría a otro tipo de relaciones sexuales13.

Así pues, y a la luz de todo lo anteriormente expuesto, debemos mencionar, al menos, qué será lo que, desde la perspectiva jurídica, se está penando. En este caso, no se tratará de un homicidio, ya que el feto es entendido, hasta su nacimiento –siempre que se dé con forma humana y con pleno desprendimiento de su seno, entre otros–, como una víscera más de la madre. Por ende, lo que se castiga es el ya mencionado robo o estafa de hijos al marido o a sus familiares, tal como refleja Marciano al recoger que el divino Severo y Antonino resolvieron por rescripto que: “La que de intento abortó ha de ser condenada por el Presidente a destierro temporal; porque puede parecer indigno que impunemente haya defraudado en tener hijos a su marido”14. Pero este castigo no repercutía únicamente a las mujeres gestantes, sino también a todos aquellos que hubieran facilitado dicha práctica, por lo que se contemplaban penas para aquellos que hubieran proporcionado brebajes o pócimas abortivas a las mismas, por entenderse que habrían puesto en riesgo la vida humana. Y aunque hasta el siglo II d.C. este asunto hubiere sido considerado como privado –tanto si se trata de dar orden de abortar o de castigar a la que lo hubiere hecho sin el consentimiento debido–15, lo cierto es que, con el tiempo, llegaron a darse nuevas penas, como la que recoge Paulo:

– “Los que dan bebida para abortar, o amatoria, aunque no lo hagan con dolo, son sin embargo porque la cosa es de mal ejemplo, condenados a las minas los de baja clase, y relegados a una isla con pérdida de parte de sus bienes los de otra más elevada; pero si por ella hubiere muerto la mujer o el hombre, son condenados al último suplicio”16.

De este modo, observamos cómo existía en Roma una clara alienación de la maternidad, encasillada como obligación, y del propio cuerpo femenino o venter, que llevaba a que la intromisión en dicho “cometido natural”, se presentase como un ataque a la institución familiar y al orden divino. Así las cosas, podemos ver cómo, por ejemplo, Sulpicio Severo utilizaba historias de mujeres embarazadas, tal es el caso de Prócula, embarazada de Prisciliano, para reflejar esta problemática. En este caso, la misma habría abortado tras ingerir unas determinadas hierbas, lo que la habría llevado al descrédito tanto a ella como a su entorno, incluyéndose en este a su marido, pues no habría sido capaz de hacer imponer su autoridad (Crónica, II, 48, 3).

No obstante, y en contra de lo que pudiera parecer, en la práctica, la utilización de estos medios anticonceptivos y abortivos iría haciéndose cada vez más frecuente –al menos hasta la consagración del cristianismo–, y eso si tenemos en cuenta únicamente a las matronas y esposas romanas, puesto que el resto –torpes, actrices o prostitutas, entre otras–, al no recaer sobre ellas la presión de la estafa de hijos al marido, poco importaban17.

Ahora bien, aunque lo cierto es que este tipo de cuestiones que hemos planteado se presentan como una clara y flagrante intromisión en el cuerpo femenino y en la capacidad reproductiva de la mujer, no son los únicos ejemplos dentro de la sociedad romana. Precisamente, por ser estos vientres los garantes de la descendencia legítima del marido y, por ende, de su estirpe familiar, eran muchas las ocasiones en las que se establecía como medida de precaución un embargo del mismo –missio in possessionem ventris nomine–, momento en que aparecería una figura peculiar: el curator ventris. Este curador del vientre era el encargado de controlar que el embarazo se llevara a cabo de un modo correcto para poder llegar a término, además de garantizar la veracidad en el parto. Los casos más comunes eran los de curadores designados para velar por el contenido del vientre de las viudas, o de las divorciadas de las que se tuviera constancia –debían manifestarlo– o sospecha de que pudieran estar embarazadas. En esos supuestos, se sometía a las gestantes a un minucioso examen físico –inspectio corporis ventris nomine–. Si resultado de dicho examen, o de cualquier otra evidencia, quedaba demostrado su estado, pasarían a tomarse las medidas que se considerasen necesarias para garantizar el bienestar del contenido –el nasciturus–. Así, recogía Paulo que “el que está en el útero es atendido lo mismo que si ya estuviese entre las cosas humanas, siempre que se trata de las conveniencias de su propio parto, aunque, antes de nacer, en manera ninguna favorezca a un tercero”18.

Esta fijación por el control jurídico de sus vientres, incluida la invasión de sus cuerpos durante el embarazo y el parto, radicaba, principalmente, en la desconfianza que la sociedad hacía recaer sobre las mujeres en general, y en particular, a aquellas que portaban algo valioso. Así pues, esta terminología “curator”, encuentra su sentido dentro del marco de los curadores que, junto con los tutores, eran los encargados de hacer frente a las situaciones de discapacidad en alguna de sus formas, siendo una de las limitaciones a la capacidad de obrar –que no jurídica– del sujeto, la relativa a su sexo19. No obstante, esta concepción generalizada, también era blanco de críticas para determinados autores y juristas. Así, Musonio Rufo se oponía claramente a esta supuesta jerarquía por entender que la biología no puede condicionar o transformarse en ideología, y que las mujeres podían ser virtuosas en igual medida a los hombres20. Sin embargo, la responsabilidad de este cargo seguiría recayendo en los hombres, por ser considerado un oficio “viril”; así, encontramos recogido en el Código de Justiniano cómo esta idea, pese a la existencia de periodos de flexibilización, habría perpetuado en el tiempo: “administrar la tutela es cargo viril y tal oficio es superior al oficio de la debilidad femenina”21.

Así pues, el curador será un instrumento jurídico que podrá ser pedido por la madre, que ostenta la obligación de informar de su situación o, de no ser así, por otro interesado. Esta obligación nace de su fragilitas animi, lo que hace que sea siempre otro el que tenga que velar por el buen transcurso del embarazo, a falta de una figura masculina que lo haga. Para ello, debían cerciorarse de que dicho sujeto cumpliera una serie de requisitos, así que fuera un hombre recto o bonus vir y, sino, sería el pretor quien valorase y nombrase. Ello, porque debía proporcionar a la mujer gestante todo aquello necesario, así, por ejemplo, una alimentación equilibrada –alimenta ventris–, vestimenta y un techo sobre el que guarecerse durante la gestación; estos gastos, de un modo lógico, debían sufragarse con la parte del patrimonio hereditario, embargado como su vientre. En el caso de que la mujer fuera divorciada, entraría en juego el senadoconsulto Planciano de reconocimiento de la filiación, que contemplaba, además del reconocimiento de los hijos, el caso de la suposición de parto fingido –crime de partu suppositu–. En cuanto a la inspección del vientre y de la custodia del parto, nos informa Ulpiano de modo extenso, a través de una serie de casos de diversa índole.

En uno de ellos, un hombre afirmaba que su mujer, Domicia, estaba embarazada, pero ella lo negaba, por lo que el pretor ordenó que se le pusiera guarda y, si persistía en negarlo, se le eligiera casa de mujer honesta para que la inspeccionaran tres parteras probadas tanto por sus conocimientos como por su integridad, y si dos al menos manifestasen que el embarazo era cierto, se la persuadiera para que accediese a ser guardada. Sin embargo, si no pariera, habría de saber el marido que se consideraría mala voluntad por su parte, por haberlo solicitado para inferir daño e injuria a la mujer22. Más detallado resulta el mismo, cuando, además, recoge una valiosísima información relativa a la inspección del vientre y la custodia del parto, en donde se manifiesta, asimismo, una clara preocupación por parte del pretor:

– “(…) más envíese solamente cinco mujeres libres, e inspecciónenlo todas estas al mismo tiempo, con tal que ninguna de ellas toque el vientre contra la voluntad de la mujer, mientras lo inspecciona. Para la mujer en casa de mujer muy honesta, que yo designaré, treinta días antes que la mujer crea que hace parir, hágalo saber a quienes les interesa la cosa, o a sus procuradores, para que envíen, si quisieran, quienes custodien el vientre. En la habitación en que la mujer haya de parir no haya más entradas que una; y si las hubiere, clávense con tablas por ambas partes. Haga la guardia delante de la puerta de aquella habitación tres hombres libres, y tres mujeres libres con dos acompañantes. Siempre que la mujer fuere a aquella habitación o a otra cualquiera, o la del baño, examínenla antes los guardas, si quisieran, y registren a los que en ella entraren; y los guardas, que estarán apostados delante de la habitación, registren si quieren, a todos los que entran en la habitación o en la casa. Cuando la mujer empiece a parir, hágalo saber a quienes les interesa la cosa, o a sus procuradores, para que envíen personas en cuya presencia para. Envíese solo cinco mujeres libres, de suerte que además de dos parteras no haya en aquella habitación más mujeres libres que diez, ni más esclavas que seis. Sean registradas en la habitación todas las que hubieran de estar dentro, no sea que alguna esté embarazada. Haya allí tres luces, y no menos, a saber, porque la oscuridad es más a propósito para la suposición de un parto. Muéstrese lo que naciere a quienes les interesa la cosa, o a sus procuradores, si quisieran inspeccionarlo. Críese en poder de aquel que mandare el padre. Mas si el padre nada dispusiere, o si aquel en cuyo poder hubiera querido que se criase no aceptare el encargo, yo determinaré con conocimiento de causa en poder de quien se criará. Aquel en cuyo poder se criare lo que hubiere nacido muéstrelo, hasta que sea de tres meses, dos veces al mes; desde este tiempo hasta que sea de seis meses, una vez al mes; desde los seis meses hasta que sea de un año, en meses alternados; desde un año hasta que pueda hablar, una vez cada seis meses, donde quiera. Si alguno a quien le fuere lícito que se inspeccionara, o que se custodiara al vientre, no le fuere permitido estar presente al parto, o si algo se hubiere hecho para que estas cosas no se hagan así, como antes se ha expresado, no le daré, previo conocimiento de causa, a lo que hubiere nacido la posesión. Y si no fuera permitido que se inspeccione, como arriba se ha dispuesto, lo que hubiere nacido, no le daré, si me pareciere que justa causa, las acciones que, a la verdad, prometo que daré aquellos a quienes en virtud de mi edicto se haya dado la posesión de bienes”23.

Así pues, tras lo anteriormente expuesto, podemos presentar una evidente, aunque artificiosa, separación entre la mujer como sujeto en sí mismo y como venter. Durante este periodo de tiempo se separará a la mujer gestante –continente–, del contenido, y la curatela se superpondrá, mientras dure el embarazo, a la tutela femenina que, no obstante, rige antes y rige después del mismo. Por un lado, se trata de proteger al nasciturus y, por otro, la esperanza sucesoria del padre –spes patris–, o del resto de interesados. De este modo, la intervención, ajena muchas veces a la voluntad de la gestante, hace basar su justificación en los siguientes aspectos: el interés del concebido que se espera nazca con las características debidas, el asegurar los legados y, dentro de esta esfera, salvaguardar de posibles daños al patrimonio familiar24.

Y precisamente como venter, otro de los ejemplos evidentes de intromisión reproductiva era la práctica habitual que en Roma se hacía de cesión del mismo. Así, este continente gestante hacía las veces de creador de lazos de unión entre familias, y alteraba de modo plausible el devenir de dichos patrimonios. La implantación de esta práctica social se debía a que, en muchas ocasiones, el paterfamilias ya contaba con un número sufi-ciente de hijos por lo que entendía que otro podía necesitarlo más que él. Así, entendía que su mujer, como venter –ya gestando o por gestar–, podía resultar de mayor utilidad en el seno de otra familia. De este modo, y para ajustarse a la legitimidad de las filiaciones, el matrimonio se disolvía para que la mujer pudiera contraer nupcias con el deseoso del hijo, pudiendo, posteriormente, hacer lo mismo para volver a contraer nupcias con el marido anterior. Hay que establecer, no obstante, en lo que se refiere a este punto concreto, que a diferencia de lo que ocurre actualmente con los conocidos vulgarmente como “vientres de alquiler”, se trataba de una cesión voluntaria en la que no existía merces o contraprestación económica alguna. Esta figura, aunque utilizada y aceptada socialmente, contó también con detractores, lo que, sin embargo, no impidió que continuara realizándose para garantizar el fin último del matrimonio y, por ende, de la matrona25.

Porque, al fin y al cabo, la salud femenina se medía en aras a su fertilidad. Así, por ejemplo, y para introducir otro tipo de casuística, nos encontramos en las fuentes regulación normativa sobre la fecundidad de las esclavas –aunque también de las mujeres libres–26. A diferencia de las matronas, las esclavas no podían acceder al matrimonio –sus uniones se denominaban contubernio–, pues carecían de capacidad jurídica, por lo que el objetivo de su procreación nada tenía que ver con lo estudiado hasta ahora. En estos casos, el hecho de tener descendencia aumentaba su valor en el mercado, lo cual hacía sumamente suculenta la explotación de sus vientres, puesto que venderla estando embarazada demostraría su salud y la buena fe del que vendía. A este respecto, uno de los aspectos que se tenía en cuenta era, no sólo la capacidad para concebir, sino también para traer al mundo nuevos esclavos; así pues, se cuestionaba a la esclava que diera a luz siempre a criaturas muertas, la que tuviera la pelvis tan estrecha que le impidiera alumbrar, o incluso a la que menstruase de un modo poco regular, siempre que no existiera causa subsanable que lo justificase. Así, “si la esclava, cuyo parto se vende, fuera estéril o mayor de cincuenta años, habiéndolo ignorado el comprador, se obliga el vendedor por la acción de compra”27.

Recoge Ulpiano, respecto de aquella mujer que siempre pare muertas las criaturas, “pregúntese es tenida por enferma; y dice Sabino, que si sucede esto por vicio de la vulva, es tenida por enferma”28; o que “consta que no es considerada sana la mujer de tal modo estrecha, que no pueda hacerse mujer”29. Observamos pues, cómo se hace depender, ya bien el valor económico en el caso de las esclavas, o ya bien la virtud o feminidad de la mujer libre, de que consiga concebir y alumbrar. No es de extrañar, por tanto, que muchas fueran inducidas, bien por la sociedad, bien por su propio entorno familiar, a embarcarse en un estado peligroso que, en muchas ocasiones, acababa con la vida de las mismas –y también del nasciturus–. En el caso de las esclavas, además, se observa una violencia similar a la del tratamiento animal, puesto que se veían obligadas a gestar y a parir criaturas que, en numerosas ocasiones eran fruto de abusos sexuales, viéndose sometidas a una violencia física pero también psicológica. No obstante, también nos encontramos con la otra cara de la moneda, amos que no deseaban que sus esclavas continuasen con el embarazo, ya bien para ocultar la descendencia, o porque no deseasen más bocas que alimentar. En este caso, los métodos abortivos, practicados con mucha más virulencia, por tratarse de sujetos cosificados, no se encontraban limitados de modo alguno y, cuando fallaban, las propias esclavas veían como sus hijos era vendidos ante su impotencia30.

Estas circunstancias de coacción, violentas en muchos aspectos, hacían que el índice de mortalidad durante el embarazo y el parto fuera altísimo. Sin embargo, eran, muchas veces, idealizados. Así, nos encontramos con un importante número de epitafios como el de Veturia Grata, en el que se hace referencia a su muerte del siguiente modo:

– “Ahora espera un momento, detente, tú que haces camino, y lee la suerte adversa de quien se aflige, para que puedas conocer las palabras que aquí abajo están escritas con el corazón, las que yo su esposo, Trabio Basilio, afligido escribí. Ella, para los suyos, fue un dechado de bondades. Irreprochable, sencilla, jamás se propuso engañar. Vivió veintiún años y siete meses, y engendró de mis tres hijos, que ha dejado pequeños; murió con el cuarto en el vientre, en su octavo mes de embarazo. Mira ahora atentamente el inicio de los versos. Te pido que, de buen grado, leas hasta el final del epitafio de quien se lo merece: conocerás el nombre de mi grata esposa”31.

Para intentar intervenir, y salvar la vida del nacido o de la esposa – quizás más bien lo primero que lo segundo–, existía en la antigua Roma la figura de las comadronas u obstetrices, que ayudaban en los partos –los médicos acudían en escasas ocasiones–. Sobre su labor encontramos información en el primer tratado de ginecología, que data del siglo II d. C., y que fue escrito por el médico Sorano de Éfeso. Esta obra, titulada “Libro de enfermedades de las mujeres– Gynaikeia”, se tradujo al latín en el siglo IV d. C., conteniendo cuatro tomos, y siendo el tercero el relativo al parto. Gracias a este conocemos que el principal instrumento utilizado por las mismas en la fase de expulsivo era la silla de parir, que tenía respaldo, brazos, y una forma entrante en la zona del canal del parto que permitía la salida de la criatura. Además, contaba con unos tableros a los lados, que no en los frontales y traseros, lo cual permitía a las obstetrices realizar las maniobras que entendieran como necesarias. No obstante, cuando se trataba de una parturienta de familia de pocos recursos, la susodicha silla era sustituida por una persona de confianza, y que tuviera la suficiente fuerza para mantenerla en su regazo, con las piernas abiertas. A la comadrona principal la acompañaban otras dos a los lados y una a las espaldas de la silla, las cuales solían agarrar a la mujer si era necesario. Si ninguna de estas maniobras surtía efecto, el bebé podría encajarse, lo cual obligaba a efectuar intervenciones más invasivas. La cesárea, sin embargo, no solía realizarse en vida de la mujer, puesto que conllevaba un grave peligro de muerte por hemorragia o infecciones. A este respecto, la Lex Caesarea establecía que, cuando una mujer moría durante las últimas semanas de embarazo, se llevara a cabo dicha práctica, para intentar salvar la vida del nasciturus32.

Violencia de género: retos pendientes y nuevos desafíos

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