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III. IMPACTO Y RECEPCIÓN EN EL ÁMBITO JURÍDICO ESPAÑOL

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Estas obstetrices, con el tiempo, pasaron a denominarse comadronas, y llegaron a ser símbolo por antonomasia del saber femenino pues, tradicionalmente, todos aquellos aspectos relativos al embarazo y al parto, y a excepción de cuestiones concretas, no habían despertado demasiado interés entre los hombres, por tratarse de “cosas de mujeres”. Así, durante la Edad Media, llegó a incluírselas dentro del conjunto de curanderas, herbolarias o adivinas que, no obstante, llegaron a ser sumamente apreciadas. Tal fue así que, en la legislación del siglo XV podemos observar cómo se recogía el reconocimiento de dicha labor; así, por ejemplo, las Cortes de Zamora de 1434 o las Ordenanzas de Madrigal de 1448, permitían el ejercicio de estas prácticas a aquellas que demostrasen conocimiento y experiencia suficiente.

No obstante, en el siglo XVI, los ginecólogos comenzaron a mostrar su interés por esta rama médica, a través de la elaboración de Tratados sobre la materia33, relegando a las mujeres más a un papel “sanador”, no siempre bien visto, o de cuidadoras, desprestigiando su experiencia empírica y su conocimiento acumulado durante siglos. Sin embargo, no debemos olvidar que, aunque pueda parecer extraño, en este tiempo medicina y cirugía no iban siempre de la mano, y en numerosas ocasiones, quien realizaba las intervenciones quirúrgicas era el mismo que sacaba una muela o que ejercía de barbero. Curiosamente, al mismo tiempo, aquellas que si ostentaban conocimiento empírico –medicina tradicional– y práctica suficiente, eran acusadas de brujería, sobre todo por facilitar sustancias abortivas y entrometerse en donde únicamente Dios podía34. La profesión quedó entonces en manos de los obstetras, que dejarían de un lado, como veremos más adelante, las necesidades de la mujer que pare, para centrarse en el fruto de su vientre. Para el siglo XVII esta “caza de brujas” iría desapareciendo, pero el daño hecho a la profesión ya nunca sería reparado.

En el siglo XVIII, la cuestión reproductiva pasó a ser un asunto de interés nacional, y muchos códigos europeos castigarían a las mujeres que entendían culpables de supuestos crímenes reproductivos, así aquellas que hicieran uso de métodos anticonceptivos, con penas capitales. El cuerpo femenino volvía a ser –si es que alguna vez había dejado de serlo–un instrumento para la reproducción del capital humano. Así pues, por poner un ejemplo, a modo anecdótico, en 1738, el médico de la reina de Francia pondría “de moda” el parir tumbada en una cama, ya que, se cree, el rey Sol había deseado ver nacer a su hijo sin sufrir incomodo alguno. Sin embargo, en España se hacía de forma indistinta, puesto que existían numerosas tradiciones en torno al alumbramiento. De igual modo, en cuanto la manera de asistir al parto, muchas eran las praxis de diversa índole –debido a la mezcla de culturas de épocas anteriores–; así, por ejemplo, la del porteo de la parturienta, la covada, o la de la comadrona Luisa Rosado, que explicaba cómo su método para hacer expulsar la placenta a través de un corto masaje en el vientre había salvado un gran número de vidas, de manera poco dolorosa e invasiva. No obstante, por desgracia, no toda la información recabada tenía tal éxito vital, ni tal nivel de consideración por la parturienta35.

En otro estado de la cuestión, en lo que respecta a otra de las cuestiones que, como hemos visto, más preocupaba a los maridos, la estafa de hijos, durante este periodo las leyes penales eran poco claras, dispersas, y dependían de muchas casuísticas. No se encuentra, tampoco, hasta el periodo codificador, definición clara del concepto de delito y los perfiles de cada figura no aparecen del todo delimitados. El parto fingido se trataría como un delito de falsedad, y lo cometería aquella mujer que, fingiendo estar embarazada, introduce un hijo ajeno como propio, en el momento del parto. Vemos pues, cómo existe una acción delictiva para falsear la identidad de una persona, delito del que la mujer es parte activa y necesaria, pero que únicamente tendrá repercusión cuando el embarazo –y su fruto– tengan transcendencia jurídica36. Así, recogerían ya las Siete Partidas dicha problemática, lo que daría pie a que la doctrina de los siglos siguientes adoptase tal planteamiento, de manera casi uniforme.

– “Trabajanse a las vegadas algunas mujeres, que non pueden auer fijos de sus maridos, de facer muestra que son preñadas, non lo seyendo; e son tan arteras, que facen a sus maridos creer que son preñadas; e quando llegan al tiempo del parto, toman engañosamente fijos de otras mujeres, e metenlos consigo en los lechos, e dizen que nascen dellas. Esto decimos que es grand falsedad, faziendo, e poniendo fijo ageno por heredero en los bienes de su marido, bien asi como si fuese fijo del. E tal falsedad como esta puede acusar el marido a la mujer; e si el fuesse muerto, pudenla acusar ende todos los parientes mas propincos que fincaren del finado, aquellos que ouiessen derecho de heredar lo suyo, si fijos no ouiesse. E demás dezimos, que si después desso ouiesse fijos della su marido, como quier que ellos non podrían acusar a su madre, para recibir pena por tal falsedad como esta, bien podrían de la herencia del que dice que era su padre, o su madre. Mas otro ninguno, sacando estos que auemos dicho, non pueden acusar a la mujer por tal yerro como este. Ca guisada cosa es, que pues estos parientes lo callan que los otros non gelo demanden”37.

En cuanto a las penas, la legislación no hace ninguna observación específica, por lo que serían de aplicación las penas generales para los delitos de falsedad, por ser las Partidas derecho supletorio también para la legislación real38. Así, se castigaría con el destierro y la confiscación de bienes –que dejaría de tener efecto tras la constitución de Cádiz– en defecto de herederos, ascendientes o descendientes, hasta el tercer grado con la excepción del siervo al que se impone pena de muerte –que dejaría de tener valor con la desaparición de dicha figura–. Sin embargo, como podían existir muchas causas, además de la hereditaria, para llevar a cabo tal engaño, se entendía que no era admisible la aplicación del mismo castigo en todos los supuestos, sobre todo si tenemos en cuenta la importancia del arbitrio judicial, lo que daría lugar a un excesivo causismo y a que las penas tuvieran, prácticamente, un valor individual.

Del mismo modo, y bajo la influencia de lo establecido en el Derecho Romano, ya analizado, se recogía que, para evitar el engaño, el alcalde, junto con los parientes del causante, pusieran al menos “dos mujeres buenas” a vigilar el nacimiento, con buena iluminación y sin dejar pasar a otra mujer aparte de la comadrona y, aun así “bien catada que no pueda hacer engaño”39. Para mayor seguridad, cuando se acercaba el momento, la mujer debía comunicarlo a los parientes, dando a luz en una casa con una sola entrada, en la que los parientes colocarían a algunas personas de confianza que controlasen que nada era introducido. El máximo de mujeres dentro de la casa sería de diez, seis sirvientas y dos comadronas, pero no podría en ella albergarse hombre alguno. Al nacer, se mostraría la criatura a los parientes, si estos lo deseasen. Además, en esta línea de control heredada, podían incluirse otras medidas de protección como la vigilancia del embarazo hasta el parto, para evitar abortos o infanticidios, lo cual nos recuerda, irremediablemente a la estudiada figura del curator ventris40.

Por otro lado, tal y como adelantábamos en páginas anteriores, el concepto de violencia obstétrica –obstetric violence– aparecería por primera vez en una publicación inglesa del siglo XIX, momento en que comenzó a darse un verdadero eco de las prácticas aberrantes a las que se sometía a las parturientas y que terminaba por dejarles importantes secuelas físicas y psicológicas. Esas secuelas que, sin embargo, durante muchos siglos habían sido silenciadas. En nuestro país, las primeras referencias que encontramos datarían ya del siglo XX, aunque lo cierto es que sí que se utilizaban expresiones como “parto violento” o “parto forzado”, que nos dan una idea de la fuerza y violencia empleada. Estas últimas, en referencia a la técnica de ruptura de las membranas y la dilatación forzada del cuello uterino para conseguir adelantar el parto que, aunque siguen realizándose, han cambiado sus nombres por términos menos rudimentarios y más científicos41.

Así, el trato abusivo a las mujeres dentro del mundo de la obstetricia se evidenciaría en las fuentes recogidas por los que han estudiado la historia de la ginecología, siendo ahora, a la luz de la actual concepción de violencia contra la mujer, cuando han cobrado un nuevo significado. De las mismas, obtenemos una idea clara, y es que, durante los siglos que durarían las denominadas Edad Media y Edad Moderna, la obstetricia, supuestamente, estaría en manos de mujeres catalogadas como incultas, sin formación ninguna y con conocimientos adquiridos meramente por la transmisión de unas a otras o por la observación, pero que, desde luego, en su mayoría no poseían mayores conocimientos médicos42. Aunque lo cierto es que, se ha evidenciado cómo los médicos, hombres, se apropiaron en muchas ocasiones de los conocimientos de las matronas, que no es que no quisieran, sino que no podían acceder a una formación superior, desmereciendo sus aptitudes como una muestra más de la invisibilización femenina. Y así, se recogían testimonios como el que sigue:

– “Dios te dè buena hora pobrecita, seas quien fueres; su piedad te libre de las manotadas de esos osos; de los arrpelones de esos Tigres, y las hocicadas de esos Marranos (…) Gente tan sucia y tan idiota, que no saben quantas son cinco, ni tres, ni aun uno; porque no entienden de nones, que toda su arithmetica, es con las pares. Ultimamente estos son saca niños como sacamuelas”43.

Lo que muestra este breve pero revelador fragmento es que los médicos de la época buscarían soluciones rápidas y sencillas para ellos, pero que consideración ninguna tendrían para con la parturienta. Consecuencia de ello, a lo largo de los siglos XVIII y XIX se populizarían el uso de sustancias farmacológicas –así, por ejemplo, el cornezuelo de centeno, que acortaba el tiempo del parto pero que aumentaba enormemente el dolor– y de determinados instrumentos, como el fórceps44. La utilización de estos últimos, además de resultar escalofriante para la parturienta, establecía una nueva brecha entre médicos y parteras, puesto que no estaban permitidos a estas últimas, lo que las fue expulsando, definitivamente, de los núcleos urbanos hacía poblaciones rurales donde los primeros no llegaban45.

Durante este tiempo, se dio también un fenómeno de gran calado: el traslado a los hospitales. Hasta entonces, únicamente parían fuera del hogar, es decir, en las instituciones, aquellas mujeres que, casi en su totalidad, lo hacían fuera del matrimonio46. Sin embargo, en el siglo XIX, los hospitales empiezan a ser el destino elegido por las familias adineradas, que entendían que, de este modo, estarían mejor atendidas –por un cirujano–. Así, el parto deja de ser una experiencia íntima para transformarse en un acto médico en el que el cuerpo de las mujeres va a ser visto nuevamente como aquel venter, que la medicina debe intervenir para que pueda parir, aprovechándose, los casos clínicos más complejos, para experimentar y obtener reconocimiento.

En el caso concreto de nuestro país, un nuevo giro llegó de la mano del franquismo. Durante este periodo, el proyecto nacionalista entraría a controlar la fertilidad y la natalidad de un modo muy provechoso para el régimen. Así, las autoridades del país, tanto políticas como médicas y religiosas trabajarían para aumentar los índices de natalidad y fomentar la repoblación demográfica de dicha “nueva era”, en la que la reproducción de los cuerpos femeninos era un modo patriota de cooperar con la causa. La literatura de la época, relativa a la maternidad, el embarazo y el parto, emitía un contenido completamente paternalista, y en el que las mujeres eran las únicas culpables de las complicaciones que pudieran resultar. Los ginecólogos y, por ende, los medios y la sociedad franquista, promovían la imagen de que las mujeres que se negaban a ser intervenidas y “no se dejaban hacer”, ponían en riesgo la vida de su hijo, por lo que se les proporcionaban, por decisión unilateral, diferentes analgésicos, para que se mostraran dóciles y obedientes47.

Este control de la natalidad, por supuesto, incluía otro tipo de medidas de carácter legislativo, siendo la más reseñable la relativa a la prohibición de la interrupción voluntaria del embarazo. El aborto inducido había sido ilegal hasta 1937, en plena Guerra Civil, durante la cual el gobierno republicano, de la mano de la ministra de Sanidad Federica Montsen, lo habría despenalizado y regulado durante un brevísimo periodo de tiempo48. Ese mismo año, en la Maternidad de Les Corts, se había llegado a crear la denominada como la primera “Escuela de Maternidad Consciente”. En la introducción del propio Decreto regulador se recogían las siguientes palabras: “hay que acabar con el oprobio de los abortos clandestinos, fuente de mortandad maternal, para que la interrupción del embarazo pase a ser un instrumento al servicio de los intereses de la raza y efectuado por aquellos que tengan solvencia científica y autorización legal para hacerlo”. Así, se intentaba acabar con las consecuencias físicas y psicológicas que los mismos tenían en las mujeres que se veían obligadas a realizarlos bajo condiciones violentas e insalubres. Por tanto, cuando una mujer solicitaba dicho servicio en el área hospitalaria correspondiente, se le realizaba un estudio psicológico, eugenésico y social, además de realizársele un reconocimiento físico, por lo que se garantizaría su bienestar y seguridad en todos los sentidos. Sólo así podía llevarse a cabo la intervención con garantías, por lo que se perseguía criminalmente a quienes se aprovechasen de modo privado o clandestino de la vulnerabilidad de las mismas49.

Finalizada la guerra, sin embargo, el gobierno franquista derogaría tales avances, a través de la Ley de Represión del Aborto de 1941, cuestión que, no obstante, no impediría que se siguieran llevando a cabo en la clandestinidad por parte de las propias comadronas, mayoritariamente. Para las mujeres sin recursos económicos –las familias adineradas solían acudir al “turismo abortivo”, viajando a otros países–, esta práctica precaria seguiría suponiendo, sobra decir, un grave peligro. Así las cosas, la preocupación del régimen llegó a ser tal que se comenzaría a llevar a cabo una auténtica persecución para analizar y esclarecer cualquier tipo de pérdida –sobre todo cuando, como resultado, la intervenida fallecía–, a través de la imposición, a los propios médicos, de informar de cualquier ingreso por causas sospechosas. Y aunque también existieron médicos que realizaban dichas prácticas, eran siempre las comadronas las que solían ser acusadas y juzgadas, debiendo probar su inocencia50. Así pues, lejos quedaba ya la idea de “dignificar” a la mujer, haciéndola dueña de su cuerpo y su maternidad, que se había planteado durante los últimos tiempos de la II República, algo que llevaría muchas décadas poder recuperar.

Violencia de género: retos pendientes y nuevos desafíos

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