Читать книгу Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica - Rosa María Fernández Riveira - Страница 16

III. ¿QUÉ PUEDE HACERSE?

Оглавление

Resulta enormemente difícil diseñar actuaciones desde un punto de vista jurídico tendentes a la recuperación de la credibilidad de los medios y con ello de su papel de intermediarios naturales entre la noticia y la sociedad. Papel, como se ha dicho, básico para la formación libre de la opinión pública y, con ello, para una democracia de calidad.

No conviene olvidar que los derechos de libre comunicación tienen como base ineludible la interdicción de la censura. Censura que el Tribunal Constitucional, acertadamente, definió como cualesquiera medidas limitadoras en la elaboración o difusión de una obra del espíritu. Se entiende que con medidas limitadoras el TC se está refiriendo a las procedentes de los poderes públicos. La base tradicional de este planteamiento procede de los Estados Unidos de Norteamérica y describe una situación en la cual toda idea u opinión debe ser capaz de acceder a un mercado libre (el “mercado de las ideas”) donde concurre en igualdad con otras ideas y opiniones. Nadie puede juzgarlas y mucho menos imponer unas sobre otras. Es el propio mercado, los ciudadanos constituidos en opinión pública, el que acaba estableciendo qué ideas son aceptadas y cuáles rechazadas; qué opiniones son mayoritarias y cuáles residuales. Si el Estado se interpone en ese intercambio de ideas, lo desnaturaliza y condiciona en su favor destruyendo la propia base de la democracia.

Por ello, será considerada censura cualquier intervención estatal en los contenidos libremente comunicados por los medios clásicos o por los ciudadanos directamente mediante las nuevas redes de comunicación social. Especialmente si esta adopta formas de intervención previa, pues con ello ni siquiera se produce el acceso de la información al mercado de las ideas. De este modo cualquier intervención estatal en materia de información pública ha de ser siempre posterior a que el mensaje haya sido transmitido y proporcional en la sanción a los objetivos perseguidos. Esto quiere decir que cualquier sistema regulatorio de la comunicación pública ha de asentarse en el principio de responsabilidades ulteriores y en el de prohibición del efecto disuasorio.

El principio de responsabilidades ulteriores implica que el exceso en el ejercicio de la libertad de expresión que suponga la lesión a otros derechos fundamentales o a bienes jurídicos colectivos dignos de protección (por ejemplo, para este ensayo, el del respeto a la democracia) podrá ser perseguido judicialmente una vez el mensaje ha sido transmitido. Persecución que podrá adoptar tanto forma civil, como penal e, incluso, contencioso-administrativa o laboral. Ahora bien, las sanciones impuestas no pueden ser de tal entidad como para generar un efecto disuasorio (chilling effect) sobre otros sujetos potenciales de ejercicio de la libertad de expresión. Esto es, no pueden ser tan graves que provoquen un temor fundado a sanciones en otros comunicadores (existentes o potenciales) capaces de provocar que ellos mismos, por miedo a la sanción, se autocensuren. De este modo, la reacción del Derecho frente al incorrecto ejercicio de la libertad de expresión ha de ser muy limitada por definición. Reacción tendente, en exclusiva, a restituir en lo posible los derechos lesionados o los intereses jurídicos del Estado tutelados; no a generar efectos preventivo generales sobre los comunicadores. Estos no deben estar expuestos a sanciones particularmente graves, porque de lo contrario pueden evitar informar de hechos de trascendencia pública ante el temor a la imposición de una sanción.

Si el Estado sólo puede intervenir después de que las informaciones han sido transmitidas y de manera muy medida, muy limitada en las sanciones, ¿cómo puede lucharse contra la crisis de credibilidad de los medios de comunicación?, ¿cómo se puede evitar que la posverdad campe a sus anchas en los estados democráticos?

Lo cierto es que en este campo las líneas de acción son mucho más reducidas, pero sí se pueden diferenciar algunos grandes ejes de actuación.

La primera línea de actuación tiene que ver con la garantía del pluralismo en los medios de comunicación tradicionales. Resulta obvio que uno de los problemas de credibilidad de éstos es su concentración en unas pocas y desconocidas manos que responden a intereses propios no necesariamente vinculados a la garantía de la consecución de una opinión pública libre. De nuevo ha de actuarse de una forma extraordinariamente cuidadosa en la medida en que la lucha por el pluralismo en los medios no puede convertirse en una excusa para que el poder político beneficie a los medios afines y castigue a los que les resultan hostiles. Por ello, toda intervención ha de ser políticamente neutral y esto, obviamente, no es tan sencillo. Aun así algunas medidas pueden tomarse tanto para la garantía del pluralismo de medios (pluralismo externo), como del pluralismo en los medios (pluralismo interno).

Respecto al primero, no deja de ser preocupante que no exista ninguna obligación eficaz de transparencia respecto a la propiedad de los medios de comunicación social. Establecer una obligación anual de publicar la distribución accionarial de las empresas que se dedican a la comunicación social debería permitir al ciudadano conocer cuáles son los intereses subyacentes a las distintas opciones editoriales adoptadas. Igualmente, es necesaria la publicación de la propiedad cruzada en los medios; esto es, la participación que las mismas empresas tienen en medios de comunicación diferentes operando en el mismo mercado y en el más general mercado de medios de información. Establecidas estas obligaciones se podría actuar para imponer límites a la concentración en unas pocas manos de medios informativos por diversas vías como puede ser los límites en la propiedad de los medios, los límites a la participación cruzada recién descrita, las obligaciones de cesión de espacios a empresas minoritarias o a medios de carácter comunitario o incluso a grupos de acreditada implantación social. Esta intervención debiera ser, en todo caso, diferente según la estructura de cada mercado, pues no será lo mismo la intervención en prensa escrita que la intervención para garantizar el pluralismo en las grandes plataformas audiovisuales. Igualmente será necesaria una intervención en múltiples niveles en cuanto que los mercados se pueden disgregar según ámbitos territoriales. Por último, habrá de tenerse en cuenta que estas regulaciones pueden afectar a la libre competencia y a la existencia de un mercado único europeo, por lo que muy posiblemente tendrán que discutirse y definirse las líneas básicas en el marco de la UE, más que en el marco puramente estatal.

Desde el punto de vista del pluralismo interno es urgente fortalecer la posición de independencia del profesional de la información dentro de la empresa periodística. Es bien cierto que ello no puede llevar a garantizar tal posición hasta el punto de poner en cuestión la libertad de la empresa para establecer las líneas editoriales de los diferentes medios. Pero, asegurar su posición frente a los excesos de control y dirección de los medios garantizará el respeto al menos de unos mínimos de adecuación y confiabilidad de la información suministrada a la sociedad. En tal sentido una correcta regulación (pactada con todos los actores intervinientes) del estatuto de los trabajadores de los medios de comunicación podría ser muy interesante para devolver la confianza del público en los propios medios tradicionales. Estatuto que, obviamente, debe ir mucho más allá de la regulación de la cláusula de conciencia de los periodistas establecida en la LO 2/1997, de 19 de junio. Ley que nació ya vieja, que tiene 20 años de antigüedad en un ámbito que ha cambiado sustancialmente en este tiempo y que ha demostrado una incomparable falta de utilidad. No se trata de regular la cuestión ya desde el mandato constitucional de legislar sobre la cláusula de conciencia, sino de ir más allá y de establecer cuáles son los deberes y responsabilidades que según el artículo 10 del CEDH pesan sobre quienes ejercen el derecho a la libertad de expresión y que, a la postre, han de alzarse como límites infranqueables al poder de dirección de la empresa periodística.

Es también necesario una renovación y actualización del llamado derecho de rectificación. Su regulación, en la LO 2/1984, tiene los mismos defectos ya apuntados respecto a la cláusula de conciencia con el agravante de ser trece años más antigua (anterior, incluso, a la aparición de internet). Es urgente que se reconozca a los ciudadanos, en general, y a los grupos sociales afectados, en particular, fórmulas para forzar la rectificación de informaciones incorrectas con independencia de que se vean afectados derechos fundamentales concretos (actualmente el derecho de rectificación se limita a presuntas violaciones del derecho al honor) puesto que el derecho a recibir una información veraz ha de ser título suficiente para garantizar esta fórmula de control popular de la veracidad de la información. Un sistema que permita rápidamente a los ciudadanos y a los grupos insertos en la sociedad civil actuar frente a la posverdad es, cada vez, más importante.

Conectada con una regulación de un estatuto de la profesión periodística y un nuevo, y más amplio, derecho de rectificación encontraríamos una segunda línea general de actuación en materia de medios de comunicación: la dirigida a fortalecer las obligaciones de buena fe en la transmisión de información4. La aparición de la posverdad y el radical cambio en las formas de comunicación social quizás hayan generado nuevas necesidades de protección de bienes jurídicos antes garantizados suficientemente por el sistema. En este sentido, creo que garantizar esa buena fe ya no puede dejarse al simple juego del mercado (ya no) plural de los medios de comunicación y a sus sistemas de control interno (por el propio medio) y externo (por los consumidores a través de los incrementos y reducciones de audiencia o de lectores). Hay pues un nuevo bien jurídico, el de la confiabilidad de la información en una sociedad democrática, que debe ser protegido con medidas sancionatorias. De este modo no ha de tratarse solo de que los afectados por una información con mala fe puedan interponer demandas de protección a sus derechos personales (intimidad, honor o imagen). Se trata de la defensa de la confiabilidad de la información para la libre formación de una opinión pública y con ello de la garantía de la propia democracia. Quien transmite hechos consciente de su falsedad o con manifiesto desprecio a la verdad puede no lesionar ningún derecho de una concreta persona, pero desde luego traiciona las legítimas expectativas del titular del derecho a recibir información veraz. Quien omite datos, incluye solo versiones sesgadas de los hechos, no da voz a los afectados o a los disidentes. Quien, en definitiva, manipula groseramente la información no debería beneficiarse del derecho a la libertad de expresión en detrimento del derecho de todo ciudadano a recibir información veraz. Por ello podría estudiarse la posibilidad de establecer sistemas de responsabilidad (civil, administrativa y en los casos sumamente graves, incluso penal) para los transmisores de información en los que se aprecie mala fe en la constatación de los hechos o en la manipulación grosera de los mismos.

No se tratará, en ningún caso, de ilegalizar opiniones o valoraciones totalmente diferentes de distintos hechos. Tampoco de ilegalizar los errores en la información. Se tratará de evitar que pseudo-informaciones cuya base fáctica sea conscientemente falsa o sin ningún tipo de comprobación o groseramente manipulada puedan originar acciones civiles de responsabilidad que puedan disuadir de ese comportamiento. O infracciones administrativas que condicionen la vigencia y/o prórroga de concesiones de licencias administrativas. O, en fin, acciones penales cuando la finalidad de tales pseudo-informaciones sea perjudicar gravemente intereses colectivos particularmente importantes (por ejemplo, manipular una elección o generar crisis empresariales artificiales o aprovecharse de crisis sanitarias para obtener beneficios económicos o de otra índole). Obviamente todo ello, no es ocioso recordarlo, desde la perspectiva de un sistema de responsabilidades ulteriores y sin ningún efecto disuasorio para quienes actúan con buena fe en la transmisión de información.

Un sistema de responsabilidad jurídica (fundamentalmente de naturaleza civil) por la transmisión consciente de hechos falsos, no comprobados o groseramente manipulados podría extenderse al mundo digital y al de la transmisión en red. Ello, evidentemente, plantea una serie de problemas específicos muy claros en cuanto que no es tan fácil identificar a los autores o exigir a los proveedores de servicios romper el sagrado derecho al anonimato en la red. Por tanto, aquí se tratará no tanto de generar efectos preventivos con las sanciones, cuanto de corregir desde las propias redes la transmisión de este tipo de mensajes. Una sanción final podría llegar a la negación del acceso a las grandes redes sociales de quienes conscientemente falsean los hechos, no los comprueban o los tergiversan groseramente. Al final, esas mismas redes (y quienes proveen los servicios para que funcionen) deberán asumir, cada vez, más algunas obligaciones de servicio público de las que hasta ahora han estado, habitualmente, al margen.

Con esto nos introduciríamos en la tercera línea de actuación en la materia digna de ser resaltada. La libertad de expresión requiere a sujetos privados para que pueda cumplir las importantes funciones que desarrolla en una sociedad democrática. Las empresas de comunicación o que de alguna manera son imprescindibles para la comunicación (pensemos en los proveedores de servicios de la sociedad de la información) son sujetos privados cuya libertad frente al poder público ha de ser protegida. Los transmisores de información, en especial quienes profesionalmente se dedican a ello en cualquiera de sus formas (desde el periodista tradicional hasta el autor de un blog de éxito), deben gozar del máximo de libertad frente al poder público. Por eso han de ser esos mismos sujetos quienes asuman el papel más importante en el control de la confiabilidad de la información. Al fin y al cabo, son (o deberían ser) los más interesados en ello. Una respuesta represiva del Estado no ha de ser nunca la primera opción. Debe ser la última ratio. Pero, como hemos visto, ya no puede dejarse al libre juego del pluralismo informativo la garantía de la transmisión de una información obtenida y tratada de buena fe.

Por todo ello procede, a nuestro juicio, una institucionalización de sistemas de autocontrol profesional y empresarial apoyado por los poderes públicos. Se trataría de avanzar mucho más allá de los incipientes, y no puestos en marcha totalmente en España, Consejos Audiovisuales. Se trataría de crear instituciones de control de la buena fe en la información compuestos por las mismas empresas y los mismos sujetos que se dedican a la comunicación pública. Instituciones alejadas en la mayor medida posible del poder político y con el único mandato de velar por esa buena fe a través del compromiso de los propios actores de la comunicación. Instituciones que de alguna manera puedan establecer procedimientos para comprobar rápidamente si una información tiene una mínima base fáctica comprobada o no. Instancias que puedan autoimponer sanciones en su propio ámbito de actuación (por ejemplo solicitando la anulación de una cuenta de Twitter o de Facebook o declarando formalmente que una determinada información no ha sido comprobada según los cánones exigibles a un profesional o a cualquier ciudadano) sin la necesaria inter-vención de los poderes públicos. Instituciones cuyas decisiones sean relevantes a la hora de establecer la existencia de responsabilidad jurídica por lesión a ese nuevo bien de la sociedad democrática que más arriba hemos llamado la confiabilidad de la información en una sociedad democrática. Algunos ejemplos podemos encontrar en la jurisprudencia europea donde, con cierta frecuencia, al valorar si una información es inadecuada o no confiable se toma en cuenta cuál ha sido la opinión del consejo de prensa del país; entidad privada pero compuesto precisamente por las empresas y los profesionales de la información5. En fin, será necesario, como apunta ROSENVALLON, fortalecer o crear nuevas instituciones para garantizar la legibilidad de la información.

En último lugar, aunque quizás no en importancia, sería necesario el aseguramiento de la neutralidad y la garantía del pluralismo en los medios de comunicación social de titularidad estatal. El actual panorama de la televisión pública en España (sea nacional o autonómica) es tan desolador que resulta más que evidente la necesidad de una intervención activa para asegurar su independencia del poder público y privado. El sostenimiento de fuentes públicas de información está justificado en función de su contribución a la formación de la opinión pública. Por ello deben cumplir una función complementaria respecto a los medios privados cubriendo las lagunas del pluralismo y de la buena fe. Confiriendo al ciudadano una fuente informativa confiable más allá de los efectos políticos de las noticias transmitidas.

La puesta en marcha de este tipo de medidas resulta especialmente compleja. Muestra de ello es el panorama actual en materia de lucha contra la desinformación. Conviene que lo examinemos con detenimiento.

Reflexiones para una Democracia de calidad en una era tecnológica

Подняться наверх