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6.6. La lectura alegórica

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La revolución en el uso de la palabra lleva implícita una nueva manera de leer. Por un lado, la citada búsqueda de lo universal, componente que reproduce la Verdad del interior de cada persona, la aplica Agustín a la literatura pagana preexistente, como se aprecia en la lectura interior que hacen las Confesiones de la Eneida de Virgilio. Agustín identifica la situación de su educación, apartada de la Verdad, con la Dido moribunda, y asocia los extravíos —errores — de Eneas con los de su alma a la búsqueda de su patria verdadera. En este sentido, el viaje que llevó al tagastense a Roma y a Milán hasta dar con Ambrosio adquiere los tintes épicos de la misión divina de Eneas. Por otro lado, el engaño y abandono de Mónica en la playa de Cartago a pesar de sus ruegos interioriza el episodio del abandono de Dido; de igual modo, la conversación que mantienen Mónica y su hijo en Ostia, proyectados hacia el futuro, evoca la entrevista de Eneas y Anquises en el Hades, mostrando la transformación del amor materno y carnal en otro de índole espiritual 102 . A todo esto, el recorrido que hace Agustín en el libro X por el interior de su memoria hasta hallar las huellas de la eternidad de Dios en que reposará su alma se asemejan al que hace Eneas por los Infiernos en Eneida VI para conocer el futuro de la Roma aeterna.

Por otra parte, las Escrituras de la revelación divina se presentan en el corazón de Agustín como una auténtica cantera de verdades ocultas que hay que desentrañar en distintos lugares e ir recomponiendo tras una lectura alegórica. En ésta se intenta sumergir además al lector. Parece así llevar a cabo la aspiración que formula en XII 31, 42 tras analizar la Palabra bíblica:

Si escribiese algo elevado a la cumbre de la autoridad preferiría escribir de tal modo que mis palabras hiciesen resonar toda la verdad que cada uno sea capaz de aprehender, antes que fijar de forma más abierta una sola conclusión verdadera que excluya las restantes.

Numerosos son los pasajes bíblicos sometidos a una lectura interior. Ya se han citado las parábolas del hijo pródigo y de la dracma perdida, a los que se pueden añadir, en III 6, 11, el banquete de Estulticia, y en VII 10, 16 y 20, 26, relato de la primera contemplación de la Verdad, a partir de las imágenes de Moisés ante la zarza ardiendo o divisando la tierra prometida desde el monte Nebo. No obstante, es la alegoría de la creación narrada en el Génesis la que articula y envuelve todas las Confesiones. Al principio el lector apenas la percibe tras un velo de sutileza, pero conforme avanza la lectura del texto se va consolidando un universo alegórico solidario y coherente. Así, la asociación de su infancia con la fe en el libro I, el hecho de que el relato de su adolescencia y juventud aparezca teñido del amargor del mar (libros II-VI) o que su madurez sea descrita con imágenes luminosas (VII-IX) encuentra su explicación al final del libro XIII (12 13-38 53), en que se ofrece una aplicación alegórica de los días de la creación a la evolución espiritual. Según ésta, la tierra firme del primer día son los creyentes, los chiquitines de I Corintios 3, 1, los polluelos (IV 16, 31) desvalidos y nutridos en el nido de la fe, como lo fue el pequeño Agustín, mientras que las aguas, marcadas por su amargor, indican los no creyentes en el firmamento de la fe, que fue extendido como un libro por encima de la humanidad en el segundo día de la creación. La congregación de las aguas en el tercer día y la aparición de plantas con fruto indican las buenas obras, pero éstas aparecen pervertidas en la juventud de Agustín, en congregación con los amargos maniqueos a los que servía el fruto de sus donaciones. Y la aparición de los luceros en el firmamento en el cuarto día corresponde a los creyentes que viven la vida que propone la Escritura, como Agustín tras su conversión. El propósito de Agustín en esta obra correspondería entonces a la de los reptiles y aves de almas vivas del quinto día, es decir, los que con sus obras —en este caso ofreciendo el sacrificio de su lengua — sirven a Dios como praedicatores. Por último el alma viva que produce la tierra en el sexto día equivale al control total de las emociones, a la armonía entre mente y acción, al ser humano hecho a imagen y semejanza a Dios , a la espera ya del descanso del sábado eterno. A este objetivo sí que parece haber llegado Mónica, que completa en el libro IX las etapas previas de Agustín.

En cuanto a la técnica de interpretación alegórica, Agustín procede de dos maneras: o bien interpreta un texto resumiendo su contenido con las palabras del texto bíblico, o bien entrelaza citas del Antiguo y el Nuevo Testamento para mostrar a los maniqueos la coherencia interna de la Escritura. Un ejemplo del primer caso parece en III 4, 8, en que resume el contenido del Hortensio valiéndose de Colosenses 2, 8-9 o en VII 9, 13, cuando Agustín descubre en el prólogo del Evangelio de Juan lo mismo que, tras mucho buscar, había encontrado en su lectura de Plotino. Del segundo da cuenta el tupido tejido bíblico que forman los tres últimos libros sobre el telar de la exégesis del Génesis.

Por otra parte la interpretación alegórica se pone al servicio de intereses polémicos y protrépticos cuando con ella pretende subvertir o dar un nuevo contenido cristiano a una serie de conceptos maniqueos que tenían su anclaje conceptual en la Biblia. Ya se han citado varios ejemplos con anterioridad, a los que podríamos añadir la plegaria inicial de la obra 103 . Pero quizá los más directos sean los pasajes en que critica los presupuestos de la cena de los electos. Es el caso de X 31, 46 y de XIII 25, 38-27, 42. En este último los conceptos de donación y fruto, cruciales en la teología y la liturgia de dicha cena, son redefinidos a partir del texto de Pablo: contra los elegidos aplica Filipenses 3, 19: «saben a cosas terrenas», «Dios es su vientre»; y la combinación de Filipenses 4, 10-19 y III Reyes 17, 1-16 indica que el fruto, lo que realmente se ofrenda, debe ser el don espiritual de la buena acción, pues sólo la donación atiende a la necesidad física. Y así en VII 10, 16, presenta la Escritura, esto es, la Sabiduría, como el auténtico alimento de los crecidos en la fe, los «espirituales».

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