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1. EL UNIVERSO ESPIRITUAL DE LAS CONFESIONES

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Las Confesiones son sin duda la obra más leída y apreciada de la extensa producción literaria agustiniana. Y no es de extrañar puesto que poseen el atractivo de presentarnos la autobiografía vital y espiritual más extensa y minuciosa que nos ha legado la Antigüedad. A Agustín, nacido en el 354 dentro de una familia aristocrática de segundo rango en Tagaste, pequeña ciudad de la antigua provincia de Numidia —hoy Souk Ahras (Argelia)—, el deseo de buscar la verdad y hallar la verdadera felicidad le llevó a abandonar una carrera social ascendente apoyada en su formación retórica, la cual le había situado en la cátedra oficial de Milán, sede de la corte. Allí, después de haber recorrido caminos divergentes (la astrología, el maniqueísmo, los escépticos) fue a dar con Ambrosio, que le mostró la pista para conciliar razón antigua y fe cristiana en una lectura alegórica de la Biblia y para alcanzar la conversión total de su voluntad en la famosa revelación del jardín de Milán. A partir de entonces Agustín se propuso poner en práctica un ideal de continencia y vida retirada dentro de una comunidad monástica, movimiento entonces en auge tras la difusión de la vida de Antonio el eremita. Aunque tuvo que cambiar su modo de vida tras verse forzado a aceptar cargas pastorales en la iglesia africana, primero como presbítero en la iglesia de Hipona y luego como obispo de la misma, esa aspiración impregna buena parte de la primera producción de Agustín y culmina en las Confesiones.

Esta evolución individual es sintomática de la revolución espiritual que se opera en los primeros siglos del Imperio romano y culmina en el siglo IV . Vista en su conjunto, en esta revolución se produce, por un lado, un acercamiento mutuo de la filosofía y de la religión que, en algunos casos, llegan a fusionarse. En toda esta época se aprecia un desplazamiento de la razón hacia la sabiduría, entendida como conocimiento de lo divino, y hacia la experiencia mística, lo que se percibe, por ejemplo, en el resurgimiento del pitagorismo, que a su vez conducirá al neoplatonismo. La razón empírica y científica pierde peso frente a la fe a la hora de alcanzar la verdad y florecen ritos mistéricos —piénsese en los de Deméter, Hermes o Isis— cuyos iniciados afirman llegar, en un éxtasis suprarracional, a la contemplación de la divinidad. Asimismo, dentro de las religiones del Libro aparecen movimientos gnósticos en que sólo unos elegidos tienen acceso privilegiado a una información salvífica. Por otro lado, la restricción común de la religión tradicional romana a un ritual práctico hacía que religiones como judaísmo y cristianismo apareciesen a veces como escuelas filosóficas, pues se ajustaban a los objetivos de la filosofía antigua: la búsqueda de la verdad última y la puesta en práctica de un modo de vida congruente con dicha verdad 1 . Y es que en el siglo I Filón, imbuido en la cosmopolita Alejandría del platonismo helenístico, y Pablo, más apegado a la tradición hebrea, abrían la ley mosaica al resto de la humanidad 2 . Ambrosio, siglos después, podía considerar verosímil que Platón coincidiera en Egipto con el profeta Jerónimo y recibiera de él los elementos que habrían de conciliar cristianismo y platonismo 3 .

También la concepción de la divinidad cambia. Ya no se fragmenta en la pluralidad de seres con rasgos humanos que pueblan los poemas homéricos, sino que en su concepción pesa, por un lado, la idea estoica del destino, providencia que se oculta detrás de la causalidad y que da a ésta un sentido apenas perceptible para el efímero ser humano. Por otro lado influye el modelo de Motor Inmóvil aristotélico, esto es, el ser auténtico, único, inmutable, perfecto, indescriptible, bien sumo totalmente ajeno a la imperfección y el cambio característicos del mundo sublunar. La explicación del mal cobra entonces una gran importancia y su origen suele hallarse en el inestable y caótico componente material del mundo. Escindido entre dos polos, materia y espíritu, el ser humano necesita de la filosofía para acceder a la verdad superior y así obtener la vida feliz, pero sus fuerzas no le bastan. Si Platón situaba al amor como puente entre la vida y la verdad, ahora se multiplican los mediadores, sea en forma de démones y ángeles o, según sistemas religiosos, de evocaciones, eones e hipóstasis de la propia divinidad. De ahí el desarrollo de la teurgia y de los oráculos en terreno filosófico y, en el ámbito de lo religioso, la veneración tributada a los profetas y la necesidad de encontrar un método de lectura de la verdad revelada y plasmada en escrituras. En este sentido, la consideración que reciben los fundadores de escuelas filosóficas como transmisores de una verdad encerrada en escritos necesitados de comentario es parecida a la que recibe el profeta; así sucede con la obra del «divino» Platón.

Una encarnación de todas estas tendencias aparece en el siglo II en el ejemplo vital y literario de Apuleyo. Africano como Agustín, combinó su condición de filósofo platónico 4 , que se manifiesta en obras como Sobre Platón y su doctrina o El dios socrático, y de iniciado en los misterios de Isis. Así se refleja en su célebre novela El asno de oro, auténtica autobiografía espiritual y precedente directo de las Confesiones que aquí introducimos. Apuleyo cuenta cómo el protagonista, Lucio, identificado al final con el autor, tras buscar esa verdad suma por medio de la magia y esclavizarse a las pasiones que lo hacen semejante a una bestia de carga, acaba encontrando el conocimiento por graciosa concesión de Isis. El papel que se asigna a esta divinidad es doble: por una parte media entre el ser humano y Osiris, divinidad suprema que al final de la obra se digna revelarse al iniciado; por otra parte mantiene una lucha constante con la inestabilidad ontológica del mundo que es identificada como ciega Fortuna 5 , esto es, la fuerza responsable de las peripecias del asno Lucio.

A su vez, todos estos cambios se reflejan a nivel individual en la gran atención que recibe la vida del alma, de origen divino y peregrina de paso en el cuerpo, pero auténtica sede de la verdad y la vida feliz. La máxima socrática de que una vida sin autoanálisis no merece la pena ser vivida 6 se pone en práctica en la atención que el sujeto se presta a sí mismo. El objetivo de esta epimeleîa heautôu o cura sui es hallar la verdad en el interior de cada uno y hacer de ella la guía moral, corriente de pensamiento que M. Foucault ha denominado culture de soi 7 . Esa preocupación requiere de un esfuerzo continuo, de una constante vigilancia del alma frente a los impulsos irracionales del deseo, los engaños de los sentidos, el impacto de las emociones, elementos ellos que impiden que el alma retorne a la unidad. Aparecen tipificados como desmesuras patógenas que desequilibran la proporción armónica del alma —es esa proporción o número el fundamento platónico de la semejanza con la divinidad— y, a través de ella, también al cuerpo.

El mito que mejor representa esa ocupación del alma es el Ulises viajero que no se olvida de regresar a su patria de origen y tapa sus oídos con cera para no escuchar los destructivos cantos de las sirenas 8 que le incitan a morir apegado a las cosas del mundo. Por ello cobra importancia el ejercicio de la memoria, parte del alma que atesora el recuerdo de la divinidad. De ahí también, si se ha cedido a la persuasión, la doble necesidad de recurrir a un médico que sane al alma y de confesar esas debilidades para no volver a caer en ellas. De igual modo, esa atención a uno mismo requiere de un tiempo de ocio dedicado al estudio, la lectura y la tarea de escribir así como de un constante ejercicio práctico, denominado en griego áskesis y en latín meditatio, términos procedentes de la formación atlética y militar. Estas prácticas se benefician del alejamiento de los ruidos e interferencias de la sociedad humana, en un retiro a solas consigo mismo, lo que en griego se denomina anachóresis. Entre esos ejercicios figuran unos de tipo práctico como la puesta a prueba frente a distintos peligros del alma hasta hacer que la conducta total sea asimilada a la verdad descubierta. Y también otros más introspectivos como la interpretación de los sueños, el autoanálisis y el examen de conciencia, a veces en forma de diálogo interior, colocando un pasado lejano ante la vista para extraer de él conocimiento de uno mismo. La recompensa de todos esos esfuerzos se presenta como vida feliz o gozo espiritual (lat. gaudium ). Volviendo al Asno de oro y más concretamente al relato alegórico de los amores de Psique (alma) y Cupido (o Amor, considerado démon mediador), dicho gozo aparece con el nombre de Voluptas como resultado de su unión amorosa.

La popularización de las escuelas filosóficas en los primeros siglos del Imperio y la competición entre ellas por ganar adeptos hizo que estas preocupaciones transcendiesen los límites de la aristocracia y llegasen a un público muy amplio. A su vez, de sus estrategias comunicativas y propagandísticas se beneficiaron las religiones de carácter misionero como el cristianismo o, más tarde, el maniqueísmo. De ese modo puede decirse que el proselitismo de los filósofos ambulantes retratados en el siglo I por Marcial prefigura lo que pronto será la labor de los predicadores, así como las tres concupiscencias que aquellos filósofos combatían —philoploutía o amor a las riquezas, philotimía o amor a los honores y philedonía o amor a los placeres 9 — coinciden a grandes rasgos con las que analiza Agustín en sus Confesiones a partir de I Juan 2, 16: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, ambición del siglo. Para contenerlas, si Sócrates recurría a la constante vigilancia de su démon, Agustín recurre a la gracia divina, concepto usado para atacar a los maniqueos que entre sus filas distinguían una casta de perfectos llamados «elegidos» (o «electos» en terminología latina) cuyo espíritu, siempre alerta frente a las concupiscencias del cuerpo que lo apresaba, mostraba a nivel individual el combate cósmico entre las dos sustancias, la luz y las tinieblas, el bien y el mal. Asimismo, el modelo de virtud socrático y cínico y su rechazo de las convenciones sociales prefiguran, por una parte, el modelo de mártir y, por otra, la continencia del hombre santo tardoantiguo 10 con todos los matices que éste va adquiriendo en distintas iglesias y sectas. Por último, la vida en común de las sociedades pitagóricas será modelo del monacato.

En este universo espiritual abierto, variado y sometido ya a un proceso de cambio revolucionario se sitúan los sentimientos de desamparo y de dispersión respecto a la verdad que, a juicio de M. Zambrano 11 , son propicios para que aparezca la confesión. Además, la vida y la trayectoria de Agustín son un buen ejemplo de cómo todo este ideal filosófico acabó siendo asimilado por el cristianismo triunfante. Su gran desvelo desde que a los diecinueve años leyera el Hortensio de Cicerón fue hallar la verdad de una forma racional. Tras buscar la citada mediación en la figura de Mani, la halló por fin en el Cristo de la revelación ortodoxa. A partir de entonces su interés se centró en extraer verdades de las Escrituras y en poner la filosofía al servicio de la predicación de la fe cristiana. Sumamente reveladoras resultan las palabras del prólogo de La verdadera religión (4, 6) en que, en relación a los filósofos antiguos, afirma lo siguiente:

De hecho, si resucitasen aquellos de cuyos nombres se ufanan y encontrasen las iglesias llenas y los templos vacíos, y que el género humano es llamado y va corriendo lejos del deseo de los bienes temporales y copiosos en pos de una esperanza de vida eterna y de bienes espirituales e inteligibles, seguramente dirían, si fuesen tal como recuerdan que fueron: «esto es lo que no nos atrevimos a persuadir a los pueblos y más bien fuimos nosotros los que dejamos pasar su costumbre y no los que hicimos que aquellos pasasen a nuestra fe y propósito».

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