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7.2. Del siglo V a Petrarca

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En los siglos sucesivos las Confesiones han ejercido un influjo enorme e intenso en las literaturas europeas, según se vislumbra por los indicios que afloran. Sólo basta tener en cuenta el vigor actual del género autobiográfico del que en última instancia, si se nos permite la exageración, son arquetipo principal, así como el interés de la literatura de las dos últimas centurias por revelar los entresijos del alma humana. A pesar de ello, la cuestión de la pervivencia de las Confesiones es un tema apenas investigado 116 , del que sólo nos limitaremos a señalar los casos más conspicuos y conocidos dentro de las letras latinas medievales y españolas. Hecha esta acotación, también resulta a veces difícil constatar una lectura directa de Confesiones en un texto dado debido a la resonancia que tuvo en obras muy conocidas que actúan de puente transmisor —como es el caso de las vidas de santos que recogen numerosos aspectos y citas extraídas de Confesiones o de compendios y reelaboraciones falsamente distribuidas bajo el nombre de Agustín—, y a los distintos intereses y posturas que suscitaron su lectura, desde, por ejemplo, la asimilación directa llevada a cabo por los místicos españoles del siglo XVI , hasta la visión crítica y hasta cierto punto subversiva de la novela naturalista.

Haciendo un recorrido cronológico partiendo de la generación posterior a Agustín, la impronta de la autobiografía agustiniana en el Eucharisticon o Poema de acción de gracias, escrito en el 459, es muy intensa. En él, el galo Paulino de Pella, a lo largo de 616 hexámetros da gracias a Dios por la misericordia mostrada a lo largo de su vida. También es muy intensa en las Confesiones que Patricio († 461-464), legendario evangelizador de Irlanda, escribe al final de sus días en tono apologético y laudatorio, y en la Epístola a Fausto de Enodio († 521) y en su autobiográfica Acción de gracias. También ejercieron su influencia en la vida intelectual, espiritual y filosófica altomedieval. De ello dan cuenta, en primer lugar, el reconocimiento, directo o indirecto, que se aprecia en la obra de Casiodoro, Gregorio Magno o Liciniano de Cartagena 117 . En segundo lugar, el carácter protréptico de Confesiones suscitó también el interés de la literatura didáctica y sapiencial tal como se observa en las colecciones de excerpta y de sententiae. Es el caso de obras como las de Próspero de Aquitania 118 (390-455), Eugipio 119 († 535), Beda (672-735), Floro de Lión († circa 860) y, especialmente, las Sentencias de Isidoro de Sevilla (560-636), quien demuestra un gran conocimiento de la obra 120 . Que tras la invasión musulmana seguía teniendo lectores en España lo demuestra la Confesión del mozárabe Álbaro de Córdoba († 861), autoafirmación de fe martirial frente al avance del islam 121 , que se cierra con las significativas palabras tómame, Señor, para mí y devuélveme a ti que resumen el contenido del toma, lee agustiniano. Por la misma época, pero en la Francia carolingia, el monje Godescalco de Orbais redactaba dos Confesiones, una breuior y otra prolixior para defender sus ideas sobre la predestinación.

En la oscuridad del siglo x, la luz de las Confesiones sigue destellando en la autobiografía de Raterio de Verona 122 , que innova al aplicar a su autobiografía los esquemas propios de la biografía antigua, pero es a partir del renacimiento cultural iniciado en el siglo XI cuando se aprecia una impronta más fuerte en la literatura. Así, autobiografía y confesión reciben ya un notable impulso en Otloh, abad de San Emmeran (circa 1010-circa 1072), y Juan de Fécamp (circa 990-1078). El primero escribió un Libro sobre sus tentaciones, su variada fortuna y sus escritos, muy próximo a Conf. X, una Carrera espiritual y una perdida Confesión de mis actos. A su vez, en las dos Confesiones escritas por Juan de Fécamp, la Confesión teológica y la Confesión de la fe, se vislumbra una fuerte presencia de las de Agustín, tanto en su concepción como en numerosas citas textuales. Este desarrollo continúa en el siglo XII con el Ocio de Hugo Farsit y la Historia de su vida de Gilberto de Nogent, muy cercana a Agustín en su lirismo, su estilo y la articulación de la historia. Como en siglos anteriores, las Confesiones sirvieron de base a las biografías de Agustín escritas por Yves de Chartres (1040-1116), Ruperto de Deutz († 1130) y Felipe de Harvengt (1100-1182). Aparte de lo estrictamente literario, su impronta fue enorme en el pensamiento, la filosofía, la teología y la mística del siglo XII , en especial en la escuela neoplatónica de Chartres, tal como muestran los escritos de Pedro Abelardo (1079-1142), Bernardo de Claraval (1090-1153), Ailred de Rievaulx (1110-1167) o Pedro Lombardo (1100-1160).

Lo mismo puede decirse de su repercusión en el siglo XIII en el pensamiento de, por ejemplo, Alejandro de Hales (1185-1245), Tomás de Aquino (1225-1274), Buenaventura de Fidanza (1218-1274) o el maestro Eckhart (1260-1328) entre otros muchos. A todo esto, desde el punto de vista teológico y eclesial, el siglo XIII se abre con la consolidación de la confesión como sacramento universal para todos los fieles y de cumplimiento anual en el Cuarto Concilio de Letrán, celebrado entre 1215 y 1216. A partir de entonces, los cánones eclesiásticos irán clasificando, tasando y legislando pecados y penitencias —es el caso de la Summa de penitentia et matrimonio de Raimundo de Peñafort († 1275)— desvirtuando la esencia íntima de la confesión agustiniana que habrán de reclamar vigorosamente los reformadores protestantes, bien es cierto, pero ello no impedirá que ésta siga ejerciendo su influencia en ascetas y amantes de la vida retirada a la hora de plasmar alguno de los aspectos contenidos en las Confesiones: autobiografía espiritual, confesión laudatoria, confesión de los pecados, conversión moral o conversión a la vida monástica.

En este siglo se sitúan además obras y hechos decisivos en la transmisión y difusión del contenido de las Confesiones a las literaturas posteriores. Nos estamos refiriendo, por un lado, a dos obras anónimas atribuidas falsamente a Agustín pero que se hallan muy imbuidas de las Confesiones y fueron enormemente divulgadas. Se trata de los Soliloquios del alma y de las Meditaciones. Los primeros datan del siglo XIII y son una paráfrasis del libro X de Confesiones, si bien se inspiran también en la citada Confesión teológica de Juan de Fécamp y en El arra del alma de Hugo de San Víctor (1096-1141). Las segundas se atribuyen a Eckbert de Schönau († 1184) conocido por sus sermones contra los cátaros. Por otra parte, en 1256 se funda la orden de los eremitas de san Agustín que tanto ha contribuido a la lectura y difusión de la obra de su inspirador 123 , como se verá en el listado de editores y traductores. Por último, la vita de Agustín contenida en la exitosa Leyenda áurea de Jacobo de Varazze (1230-1298), que toma gran parte de su material directamente de las Confesiones , fue otra de las vías para la difusión de éstas.

Pasando ya al siglo XIV , para esa difusión fue de gran importancia la influencia de la obra del colosal Francesco Petrarca (1304-1374), gran admirador de las Confesiones. En 1330 recibió de un eremita de san Agustín un ejemplar de dicha obra que le acompañó el resto de su vida e impregnó su obra lírica y prosística 124 . Memorable es el relato en una de sus Cartas del efecto que tenía su lectura en él 125 , en donde reconocía el relato de su propia peregrinación 126 , y cómo en una subida al Mont Ventoux en 1336, extasiado por la belleza del vasto paisaje que se le descubría e intentando remedar las sortes de Agustín, abrió dicho ejemplar al azar y leyó el pasaje de X 8, 15 donde percibió la advertencia de que dejase de admirar las maravillas de la creación e indagase los secretos del alma humana 127 . A radiografiarlos dedica su Secreto (De secreto conflictu curarum mearum), escrito en 1342, en el que, tras aparecérsele en una visión la hermosa Verdad y Agustín, entabla con este último un debate convertido en confesión, mientras aquélla actúa de silenciosa espectadora. Con ese diálogo intenta encontrar el remedio a la ansiedad y desdicha que le aflige y que Agustín achaca a la pereza moral y la soberbia que le provoca su éxito como escritor y su amor por Laura. Por ello le recomienda que se despegue de las cosas del mundo y vuelva su mirada a Dios a la espera de su conversión.

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