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I. LA PERSPECTIVA DE LA ESCUELA ELITISTA DE LA DEMOCRACIA

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Incluso entre pensadores liberales fuertemente partidarios de la autonomía individual se ha dudado de que la igualdad de juicio político existiese realmente y de que, en caso de existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así, John Stuart Mill afirmaba que era preferible equivocarse por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al mismo tiempo consideraba más conveniente una forma de sufragio cualificado que el sufragio universal. Más cercanos a nuestra época, Joseph Schumpeter o Giovanni Sartori creen que, debido a la complejidad de los asuntos políticos, un cierto grado de apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en cualquier democracia representativa e, igualmente, que las decisiones políticas básicas y cruciales deben dejarse en manos de nuestros representantes16.

La idea de implicación política siempre ha levantado sospechas entre quienes creían que la extensión de la participación ciudadana divide profundamente a la sociedad en demandas, ambiciones y necesidades excluyentes. La división y el conflicto serían su consecuencia necesaria. Por lo demás, las masas de ciudadanos serían, en ese supuesto, manipuladas fácilmente por demagogos, como por ejemplo ocurrió en los años finales de la malograda república de Weimar en Alemania. Y, en este caso, los índices de participación señalarían, no la fortaleza, sino precisamente la debilidad de un régimen democrático.

Todo ello, según esta perspectiva, haría más razonable para lograr una buena gobernabilidad el uso de herramientas como la representación, los políticos profesionales, los expertos, etc. El sistema representativo superaría estas dificultades mediante la interposición de unas elites encargadas de sumar y articular intereses y demandas. Después de todo, lo importante para la perspectiva liberal, en este caso, sería garantizar el ejercicio de la libertad individual y no la participación o el juicio político ciudadano.

Para esta tradición se trataría fundamentalmente de dar cabida al individualismo moderno, comprendiendo la democracia no como una forma de vida participativa, sino como un conjunto de instituciones y mecanismos que garantizan a cada individuo la posibilidad de lograr sus intereses sin interferencia o con el mínimo de interferencia posible. Cada uno, movido por el autointerés, tratará de promocionar sus deseos, conectarlos con los de otros y hacerlos presentes, mediante su suma, en el proceso de toma de decisiones. Y así, por ejemplo, los partidos políticos serían maquinarias, no de participación, sino de articulación y agregación de intereses. El bien público consistiría en el total (o el máximo) de los intereses individuales seleccionados y sumados de acuerdo con algún principio legítimo justificable (por ejemplo, el principio de la mayoría).

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