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I. LA MONARQUÍA DEMOCRÁTICA, UN PROYECTO INDEFINIDO E IMPROVISADO DE UNA FRACCIÓN DEL LIBERALISMO DECIMONÓNICO
ОглавлениеEntre las fuerzas políticas triunfantes en la revolución de 1868 –unionistas, progresistas y demócratas–, fueron los progresistas los que postularon y tendieron a una “monarquía democrática”. Ellos no eran demócratas, pero aplicaron este apelativo –prestigioso en época revolucionaria– y lo unieron al término monarquía. Entendemos que lo hicieron con un doble fin: marcar las diferencias con la monarquía isabelina y reivindicar frente a los republicanos la compatibilidad entre monarquía y democracia, y tal vez –de paso– atraer a su campo a algunos republicanos dudosos o fríos. En este sentido, “monarquía democrática” era una expresión puramente política –no jurídica–, ambigua y sólo progresista (pues la mayoría de demócratas eran republicanos) que no guardaba relación con el deseo de una legislación democrática, ni menos aun con un ejercicio como tal del poder13.
En consecuencia, es posible afirmar que los progresistas probable-mente adoptaron la expresión de “monarquía democrática” porque no querían articular una monarquía parlamentaria por entonces. En folletos y opúsculos anteriores o alrededor de la Gloriosa, así como en manifiestos y proclamas14, se observan claramente los rasgos en negativo de lo que no aceptaban para una monarquía15, pero mostraban una indefinición en positivo acerca del régimen monárquico al que aspiraban16. En efecto, los progresistas, cuando hablaban de un monarca democrático poniéndolo como modelo, hacían referencia, más bien, a un rey identificado con el sentir y las aspiraciones de su pueblo, o mejor dicho, de su nación y dispuesto a liderarlas. En este sentido, los progresistas calificaban con esta expresión a lo que admiraban y querían importar a España. Pero ¿qué monarquía democrática existía en la Europa de los años 60 y 70 del Ochocientos para injertar en España? En términos actuales, ninguna.
Se considera que una de las peculiaridades de la transición española del último cuarto de siglo XX ha sido el logro de llegar a la democracia en el marco de una monarquía, algo que haría casi único el caso español. Y si la transición fue el tercer intento por alcanzar la democracia en España, también el primero, que tuvo lugar en el Ochocientos por medio de la Constitución de 1869, se hizo realidad precisamente en el marco de una monarquía. De ahí que la excepcionalidad en aquellos momentos fuera aún mayor.
En efecto, si se comparan otras situaciones coetáneas en el extranjero, una monarquía conviviendo con una constitución democrática era algo inusual en la época. No existía una monarquía en Europa que viviera sujeta a una constitución democrática, como era el caso español a partir de 1869. Y, sin embargo, los constituyentes de aquel año (incluidos los propios republicanos, como recordaba Antonio Mª Calero Amor) ponían como modelo de democracia la práctica de la monarquía británica17, o la italiana, considerada “una Monarquía claramente democrática, que junto con la inglesa y la belga eran los «triunfos» que los monárquicos exhibían ante los republicanos para demostrar que Monarquía y democracia eran compatibles”18. Es más, los constituyentes acudían a la historia para mostrar que en distintos países “fueron precisamente nuevas dinastías las que fundieron la Monarquía con la soberanía nacional”19. Y aquí radicaba el objetivo clave para los progresistas en España: hacer compatible la institución monárquica rigiendo los destinos de una nación soberana. A esta monarquía ideal, los progresistas la adjetivaron de “democrática”. O, dicho de otro modo, toda constitución monárquica que proclamara el principio de soberanía nacional podría ser calificada como tal20. En este sentido, Calero Amor reivindicó la necesidad de “una teoría coherente y sistemática de una monarquía democrática en la historia constitucional española”. Y para ello, entendía que había que acudir a las discusiones de las Cortes Constituyentes de 1869 (como él mismo hizo), que “constituyen la materia prima de esa teoría”21.
Sin embargo, este tipo de ideal monárquico para España contrastaba con la realidad de la Gran Bretaña de la reina Victoria (“donde el soberano lo forman el Rey, los Lores y los Comunes”), más aún con la Bélgica de Leopoldo II desde 1865 y, sobre todo, con el reino de Italia apenas formado. Bien es cierto que, como señala Joaquín Varela, “un Parlamento elegido por sufragio universal (masculino), […] en buena medida venía ocurriendo en la Gran Bretaña desde 1832 y en Bélgica desde 1831”22. Ahora bien, ¿qué había visto al respecto el duque de Aosta (1845-90) en su familia? Antes de nacer Amadeo, su abuelo Carlos Alberto de Piamonte, llamado a la Regencia del reino a raíz de los movimientos republicanos de 1821 en Turín, otorgó una constitución liberal inspirada en la Constitución de Cádiz. Sin embargo, cuando la restauración del rey (Carlos Félix) en el trono, Carlos Alberto se exilió a Florencia, abandonó sus compañeros liberales e incluso vino a España en 1823 para combatir contra las tropas liberales, participando en la batalla de Trocadero. A pesar de ello, cuando el mismo Carlos Alberto llegó al trono (y reinó de 1831 a 1848) fue quien impulsó la entrada de Italia en la modernidad política, entendida como unión de Corona, Estado y Nación. Tras años de reformas en el reino, en marzo de 1848, Carlos Alberto hizo suya la tricolor, bandera de origen republicano que supo usar en provecho de la dinastía, poniendo las armas de los Saboya en el corazón de la bandera verde-blanco-roja. Y, sobre todo, más allá de este símbolo, dio un texto de referencia a la futura Italia, una carta magna otorgada al reino de Piamonte (lo Statuto albertino de 1848), concesión hecha a liberales y demócratas en el momento en que el soberano comprendió que la revolución que acababa de estallar en París era fatal para su poder; por tanto, sin duda, fue un acto de realpolitik, pero, a la vez, conviene señalar que fue una apuesta personal que no entusiasmó al entorno de la Corte turinesa. Este estatuto, que su hijo el rey Víctor Manuel II extendió a todo el reino de Italia, se convirtió en eje del sistema político italiano hasta 1922, fue conservado –aunque vacío de su significado– durante los años del fascismo y no desapareció hasta la caída de la monarquía italiana tras la Segunda Guerra Mundial y su abolición con el referéndum de 1946.
En resumidas cuentas, no hubo una constitución, estrictamente hablando, elaborada por el Parlamento italiano, en todo el tiempo de vida de la monarquía italiana, sino una carta otorgada. En este sentido, el Statuto albertino ha sido considerado un texto constitucional complejo y ha dado lugar a interpretaciones contradictorias23. Las que parecen prevalecer últimamente son las que sacan a la luz un texto complejo, pero no por ser imperfecto, sino justamente por ser adaptable24.
Quizás por esta ambigüedad, la italiana pudo ser un modelo de “monarquía democrática” para los progresistas que trajeron convencidos al duque de Aosta a reinar en España25 (de hecho, se buscó por dinastías, antes que por personas26). En este sentido, para Amadeo I bien difícil tuvo que resultar el “arte de gobernar”, consciente como era de su falta de formación política específica (su instrucción fue militar), y con una experiencia constitucional ambigua desde su infancia. De ahí que sea desta-cable el ejercicio de su poder en España con respeto escrupuloso a una constitución claramente democrática.
En definitiva, la Constitución de 1869 fue democrática porque los demócratas fueron una parte relevante de la coalición revolucionaria que, a cambio de aceptar la forma de gobierno monárquica, exigió una carta magna que fuera democrática. Mientras que el término “monarquía democrática”, propio de los progresistas, hizo referencia a una monarquía constitucional, con soberanía exclusivamente nacional (no compartida por Rey y Cortes). Un modelo monárquico entre el constitucional y el parlamentario, aunque más próximo al primero en cuanto al título de la Corona y sus competencias.