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III. PRÁCTICA POLÍTICA DURANTE LA RESTAURACIÓN

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La restauración de los Borbones en la persona del hijo de Isabel II, Alfonso XII, significó el inicio de una nueva etapa en la historia del Liberalismo español. De nuevo, tras la sucesión de Constituciones de partido que significó la ruptura de los años 40, se intentó una Constitución de pacto, en la tradición de 1837. Entonces los Progresistas asumieron lo más significativo del programa Moderado, ahora los Conservadores recogieron en la nueva Constitución lo más relevante del periodo revolucionario. Para ello encontraron en el nuevo y joven rey todo el apoyo necesario. Educado en el exilio, consciente de la necesidad de formarse constitucionalmente, ansioso de ayudar a la conformación de un verdadero régimen constitucional de gobierno parlamentario, según el modelo inglés, desde el principio se preocupó vivamente de acertar en sus decisiones. Si bien se adaptó al proyecto canovista en lo esencial, intentó sus propias soluciones para llegar a una correcta representación parlamentaria; lo que no pudo conseguir por faltarle el apoyo de los jefes políticos. Su prematura muerte tuvo gran trascendencia en la evolución del régimen. Por ella se llegó de una vez al acuerdo entre los partidos y poco a poco a la normativización de los cambios políticos, que restó protagonismo y responsabilidad a la Corona durante la Regencia17.

Si Isabel II no pudo imponerse como árbitro, tanto por falta de todo conocimiento por su parte sobre esa posible función, pues desconoció totalmente su papel político, como por el cerco estrecho en el que quedó encerrada entre los políticos Moderados y la Corte; si el rey del Sexenio, Amadeo I, nos dejó informados en su acta de abdicación de que no servía únicamente la voluntad del rey de ser plenamente constitucional para salvar las carencias del resto de instituciones –lo que queda confirmado con el repaso de las diferentes crisis políticas–; a Alfonso XII, tampoco le fue fácil ni ejercer su voluntad, por muy inteligente y benéfica que pudiera ser, ni dejar de cometer errores o ejercer un papel superior a lo que demandaba la teoría del gobierno parlamentario. Con una educación teórica y práctica en nada comparable a la de su madre, tuvo voluntad decidida de ser un rey constitucional, e incluso echó en falta una formación específica para ello (al contrario que su hijo Alfonso XIII, que ya pudo disfrutar de las enseñanzas del catedrático de Derecho Político y defensor del “poder armónico” del rey, Vicente Santamaría de Paredes); a pesar de que poco antes de su restauración había establecido como objetivo “matar la palabra partido” y cambiarla por la de “regeneración” de la patria para colocar a España a la altura de los demás países europeos.

Alfonso XII es el primer rey español (salvando Amadeo) que es consciente plenamente de la nueva posición de la Monarquía y de la necesidad de conocerla a fondo para actuar en consecuencia. No cabe duda de que en ello influyó su temprano exilio y su formación en diversos países europeos, lo que le permitió hablar diversos idiomas (francés, inglés y alemán). Fue la expulsión de su madre, la reina Isabel II, el 30 de septiembre de 1868, la que lo llevó al exilio a la edad de diez años (faltaban dos meses para que cumpliera los once). Estudió dos cursos en Paris y otros dos en Viena, destinado el curso de 1874 a 1875 en Inglaterra, en la Academia militar de Sandhurst, a su pesar, pues prefería una formación universitaria y constitucional, como le pidió en carta a su madre18.

Alfonso XII ya llegó con la idea de “regenerar” la política española, a la par que manifestaba la unión inextricable entre la monarquía y el régimen representativo; la referencia eran las constituciones previas, desde la de 1812, pero salvando las viejas prácticas; es decir, pretendía reiniciar la historia liberal. Insistió, y dio pruebas de ello al igual que de su poca o nula religiosidad, en su espíritu constitucional, en su carácter de “hombre del siglo” y, por ello, “verdaderamente liberal”; no olvida la alusión a lo que ya va siendo problema preeminente en Europa, las nuevas ideas sociales que iban proliferando entre “las honradas y laboriosas clases populares”, dejando constancia de su cercanía “a los hombres y las cosas de la Europa moderna”.

El título de mi artículo, “Alfonso XII, católico y liberal”19, hace referencia al debate existente en torno a este rey por lo que muchos consideraron su exceso de liberalismo y su falta de religiosidad. El embajador inglés llegó a decir de él, recién inaugurado el reinado, que tenía tendencias liberales que “lo avecinaban a los partidos revolucionarios”, pues ya de tiempo antes había observado su poco interés por las ceremonias religiosas; por ello, ya antes de su vuelta a España circularon “malévolos rumores… acerca de sus creencias religiosas”, teniendo que frenarlos con su asistencia a la iglesia española de Londres a mitad de noviembre de 1874, en una celebración motivada por la marcha del arzobispo Manning a Roma20.

Quizá por eso aparezca de modo relevante como cierre del programa de intenciones del nuevo rey, la significativa frase en el Manifiesto de Sandhurst de quince días después:

“ni dejaré de ser buen español, ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal” (1 de diciembre de 1874).

Pero privadamente manifestó su falta de fe; fue con ocasión de la muerte de su primera esposa, la reina Mercedes, cuando se retiró a El Escorial; lo que allí plasmó en su “Diario de Caza” no deja lugar a dudas:

“en este día en que muerta Mercedes, me he quedado como un cuerpo sin alma, nada me interesa, a nadie veo, paso el tiempo solo, leyendo, despachando los urgentes negocios de Estado… El único descanso moral es contemplar estas sierras tan ásperas o recorrer por este monasterio de San Lorenzo, los sombríos recuerdos de aquel Rey, que al menos tenía la suerte de ser creyente. Él hubiera creído que yo volvería a encontrar a Mercedes en el cielo”21.

Esta circunstancia no fue baladí para controlar a los Moderados en la primera hora, como bien había visto también el propio embajador inglés al observar sus tendencias, pues anotaba que no había de temerse con él una vuelta a la intolerancia religiosa, como puso de relieve cuando en uno de los primeros Consejos de Ministros declaró que no transigiría con suprimir la libertad religiosa; asimismo se lo dijo a Elduayen cuando éste le confesó que había votado en las Cortes Constituyentes la unidad católica, a lo que le contestó el rey: “pues yo no la hubiera votado”; o cuando le contestó al obispo de Salamanca, diciéndole que había que respetar la conciencia de todos:

“es inútil discutir esta cuestión porque Europa ya ha decidido sobre ella”22.

La idea de “rey soldado” como se le conoce en ocasiones, es un tópico que necesita matizaciones, como Espadas Burgos observó ya hace tiempo23. La jefatura de las fuerzas armadas va unida al Jefe de Estado constitucional en términos generales, y en nuestro caso desde la Constitución de 1812; lo que hizo Cánovas fue aprovechar esa circunstancia para escenificar la buscada unión del ejército tras el fin de la última guerra carlista –guerras civiles que venían dificultando la implantación del Estado liberal desde la muerte de Fernando VII–; un ejército desunido, además, por el rosario de pronunciamientos a favor de uno u otro de los partidos políticos. Para ello impulsó Cánovas la formación del rey en la Academia Militar de Sandhurst. Pero era muy poco frecuente que Alfonso XII vistiera el uniforme militar24. Lo que hizo el rey desde el principio fue apoyar incondicionalmente a Cánovas en su lucha por el civilismo y por imponerse al antiguo partido moderado, como muestra todo lo relacionado con la relación de Cánovas y el General Martínez Campos, su enfrentamiento y su llegada al poder25.

Significativamente, la llegada de Alfonso XII vino acompañada con la compra de una selección de obras constitucionales básicas para la función constitucional de la monarquía, entre ellas la obra clásica de Benjamin Constant: Cours de Politique constitutionnelle, y la lectura básica hasta nuestros días de los reyes ingleses –y de los herederos en su formación–: The English Constitution, de William Bagehot; se adquirieron en febrero de 1875 para la Real Biblioteca de Palacio; de esta obra, que se había publicado ocho años antes, y de la que había salido una segunda edición hacía tres años, se adquirió la traducción francesa de M. Gaulhiac, de 1869 que tiene una interesante introducción del propio autor26.

Para Alfonso XII “constitucional” nunca significó dejación de los asuntos del gobierno, sino, por el contrario, extenso conocimiento de los mismos, a la par que de sus capacidades y límites para intervenir en ellos. Para ello no dudó en pedir toda la información precisa, extensa, sobre todos los temas y las prácticas constitucionales, como hizo con Layard, el embajador inglés en su larga entrevista de octubre de 1875 entre ambos sin testigos –algo excepcional en el protocolo del palacio y que maravilló al propio embajador, debido al control a que estaba sometido; según su criterio con el fin de evitar que se le pudiera contar la verdad sobre los asuntos públicos; la justificación última sin embargo estaba en no dar pie a intrigas–. Antes había pedido a su madre una formación universitaria y constitucional, una “formación profesional”, cuando todavía el desarrollo de los acontecimientos no lo habían llevado a las responsabilidades de la Corona, para “estudiar detalladamente en este tiempo la historia y la literatura española”, pues, “no se puede negar que para mí es esencial también estudiar y saber qué son Cortes, qué es Constitución, qué es Gobierno”27.

Eso no evitó, sino todo lo contrario, que Alfonso XII, como luego haría Mª Cristina quisiera intervenir más en la gobernación del país; y es que ya para entonces se denunciaba el “secuestro de la regia prerrogativa”, los “favoritos ministeriales, la “dictadura ministerial”, amparada en las deficiencias de la administración, totalmente politizada hasta en los oficios de portero de los ministerios. Esa acusación partió de las filas constitucionales en la época del predominio absoluto de Cánovas. Por ello Alfonso XII no quiso quedar prisionero de un partido o de un Gobierno, y exigió que se le hicieran conocer los temas que debía firmar con la suficiente ante-lación para poder juzgar con criterio; estaba dispuesto a ser plenamente constitucional, le decía al embajador inglés, pero también a imponer ese tipo de Gobierno en España tal y como él lo había visto en Inglaterra, por lo que, sin enfrentarse a sus ministros, quiso conocer el medio que tendría para poder influir en el futuro político28. En principio su tarea consistía en presidir una vez a la semana los consejos de ministros –los jueves por la tarde usualmente– y recibir a los ministros todas las semanas, por parejas o tríos –únicamente el presidente despachaba diariamente y sólo–, en sus turnos correspondientes. Estas limitaciones le decepcionaban.

En ese contexto, la denominada dictadura canovista de la primera hora, Alfonso XII intervino más de lo previsto, lo que sirvió para que Cánovas y Sagasta le advirtieran más o menos velada o abiertamente de los límites del poder real, sobre todo en la práctica, porque se podía quedar solo con sus responsabilidades políticas; así sucedió demasiadas veces, lo que se denunció como defecto de la época y de los políticos monárquicos, que amenazaron incluso con el retraimiento. Los políticos, especialmente Cánovas, le advirtieron de que no debía tomar al pie de la letra el artículo constitucional que le daba plena libertad para nombrar a sus ministros. De hecho Cánovas se quejó pronto diciendo que “tenemos un amo”, pero él mismo utilizaba cuando le venía bien la prerrogativa regia o la doctrina parlamentaria según conveniencia29.

Lo cierto es que la primera llegada de los liberales al poder fue debida a la decisión de Alfonso XII y frente al consejo de Cánovas, como ya quedó demostrado frente a lo que recogía la historiografía tradicional, que no se responsabilizó de esa decisión del rey, al que mostró en las Cortes enfrentado al poder parlamentario, aunque le facilitó los medios (desacuerdo entre el rey y su gobierno por un R.D. como el propio Cánovas contó en el Congreso), resolviéndose la crisis sin consultas y velozmente. Desde tan pronto como 1875 lo venía solicitando el rey, y por fin fue en 1881 cuando la suma de circunstancias hizo posible que sucediera. Antes, en 1879, había intentado un gobierno electoral, de amplia conciliación, para evitar el control de las elecciones y el fraude, lo que dio pie a discutir ampliamente y establecer el procedimiento para un cambio de gobierno, y, lo que es lo mismo, la posición del rey30.

Fue en el reinado de Alfonso XII cuando la lucha política estaba plan-teada en torno al “despotismo ministerial” y al control de las elecciones; su prematura muerte acabó con esa discusión y con las posibilidades, hasta entonces abiertas, de que la lucha de partidos se centrara en la mejora de la representación y del propio régimen. Así es que es sólo a partir de 1885 cuando se puede hablar de turno pacífico, como reconoció el propio Diario conservador La Época, desde entonces el modelo de cambio político pactado entre los partidos protegió mucho mejor la irresponsabilidad constitucional del monarca, pero a costa de la sinceridad electoral.

El balance del reinado de Alfonso XII parece bastante equilibrado: ni Cánovas lo pudo todo, ni el rey utilizó todos los poderes que tenía. De los siete cambios de presidente que hubo, incluyendo el intermedio de Jovellar, dos claramente fueron decididos por el rey sin existir ninguna situación parlamentaria que indicara ese cambio: la llegada de Sagasta en 1881 y la de Posada Herrera en 1883; dos fueron consecuencia de una derrota parlamentaria: las llegadas de Cánovas en 1879 y en 1884, a pesar de que el resultado de esta última crisis pudo haber sido en el sentido que indicaba la derrota y no fue, ya de acuerdo a lo que iba a ser usual en este régimen; dos claramente fueron decisión de Cánovas como presidente, crisis internas del Gobierno: la llegada de Jovellar y el retorno de Cánovas en 1875, aunque ya para volver se tuvo que enfrentar al deseo de Alfonso XII de llevar a cabo una política más liberal, amenazando incluso con dejar la política e irse al extranjero. Desde el principio se hizo evidente el deseo de Cánovas de que los Gobiernos se impusieran al rey. Y finalmente la llegada de Martínez Campos en 1879 fue el resultado de la conjugación de su presión sobre el Gobierno y el rey y la astucia de Cánovas que quiso solucionar varios problemas en un único movimiento, evitando la llamada de los Constitucionales de Sagasta.

María Cristina de Habsburgo, regente de su hijo todavía por nacer a la prematura muerte de Alfonso XII en 1885, en el contrapunto de Isabel II en cuanto a conocimientos, moralidad y carácter, acabó ejerciendo también un importante papel político, a pesar de que entonces ya los partidos decidieron controlar a la Corona a través del pacto político y el mutuo acuerdo en las prácticas admitidas. María Cristina vivió circunstancias difíciles, a la par que se benefició de la calma producida por el pacto a la muerte del rey.

La segunda llamada de Sagasta, en 1885, tras la muerte del rey y el desenvolvimiento de su gobierno largo, proporcionó la ocasión para ir diseñando las normas no escritas para los dos partidos, adaptadas a las exigencias del gobierno parlamentario, y al papel del rey que si bien se mantenía fuerte en la teoría, para las posibles contingencias, debía estar perfectamente limitado en la práctica por los partidos políticos, sus jefes incuestionables y las Cortes.

El pacto llevado a cabo a la muerte del rey31 significó cambios acordados y rítmicos, jefaturas estables y relación armónica entre el gobierno y la oposición, nunca conocida hasta entonces, materializada en las notas informativas para informar a la oposición de los asuntos más relevantes. A pesar de ello, en el contexto de la crisis fin de siglo, tras la pérdida de las colonias, la tendencia clerical de la Regente, y parece que también su seguimiento de la doctrina social de la Iglesia le hizo favorecer, esta vez, a las nuevas corrientes dentro del partido conservador, a Silvela frente a Cánovas. Cánovas estuvo dispuesto al retraimiento e incluso a dejar la política; se quejó amargamente de la regente; ésta dejó de resultarle fiable, con sus condescendencias, dijo, “podría perder al país”. Pero el propio Cánovas para esa fecha estaba ya “desconocido y descanonizado”. Si los límites de la política de Sagasta se vieron en la crisis de julio de 1890, los límites de la política canovista se descubrieron en la crisis de noviembre de 1891, en la que la lucha de Cánovas frente a Silvela, miembro de su propio partido, mostró su peor cara, incapaz de aceptar a alguien que se colocara a su mismo nivel y pretendiera sustituir su pensamiento y su vieja política32.

Y es que seguía faltando la brújula de una representación veraz, y un rey sin la brújula de elecciones sinceras sólo debía atenerse al acuerdo de los jefes de los partidos y las normas establecidas, actuando más o menos mecánicamente; de lo contrario, no se podía salvar su responsabilidad. Más tarde, en la crisis del 98, Mª Cristina dio voz a todos los grupos disidentes, saliéndose definitivamente de una norma básica del turno, como era la de no otorgar beligerancia (no conceder existencia política) a los grupos que surgieran dentro de los grandes partidos y los dividieran, siempre en beneficio del bipartidismo y de la unidad y fortaleza de sus jefaturas.

María Cristina también quiso dejar a su hijo, Alfonso XIII, una situación arreglada tras la crisis del 98 y de los partidos; trabajó para conseguir nuevos partidos para el nuevo reinado, considerando ya el fracaso de Sagasta y la imposibilidad ya entonces de Silvela para una nueva política “por sus muchos y antiguos compromisos”; quiso contar con un “nuevo Bismarck” capaz de llevar a cabo una política social conserva-dora, pasando así la Corona a ser la protagonista de todos los afanes de renovación, que se manifestaron en los primeros intentos de gobiernos de concentración. Era el momento ya de la desconfianza en los Gobiernos del turno, y con ella creció la necesidad de buscar amparo y refugio en la institución monárquica, contrastando la juventud del nuevo portador de la Corona con el acrecentamiento de sus responsabilidades33.

El propio Cánovas había reconocido las debilidades del papel de la monarquía en este régimen; y el problema se agravó por la llegada de un nuevo rey, jovencísimo y sin experiencia, justamente en el contexto de cambio de siglo, cuando el parlamentarismo entraba en crisis, cuando surgió una necesidad creciente de Ejecutivos fuertes; en ese contexto se temió lo peor; y lo peor no era precisamente el peligro de su intervención en política, sino todo lo contrario, el peligro se encontraba en su posible ductilidad y en dejarse llevar sin criterio.

Por ello se preguntaba Gamazo si

“¿habrá quien pretenda, digo, que al nuevo monarca se le reserve como ensayo la resolución de las crisis políticas posibles sin la brújula indispensable del Parlamento y la opinión? Eso sería una demencia”.

También Maura alertó del peligro de que perdiera vigencia las convenciones asumidas sobre el papel del rey, pidiendo previsoramente la limitación de la prerrogativa regia

“tan sólo en aquello que la adolescencia del futuro Rey permita creer que se ejercerá suficientemente”,

en una especie de puesta al día de la política iniciada tras el pacto en el inicio de la Regencia, ya que

“el poder real” (se hallaba) “asediado por todos, bloqueado por todos, con intentos de sugestión por todos lados y teniendo que suplir las deficiencias o la atrofia de otros órganos constitucionales”;

por ello, en un análisis que partía del debilitamiento de los partidos, advertía que:

“no esperemos, no mintamos, porque no lo creería nadie, que un niño de diez y seis años, no sólo va a poder ejercer las prerrogativas propias de la Corona según la Constitución, sino que va a poder suplir y reemplazar la esencia o la cooperación de las Cortes, de los comicios, de la opinión, de la prensa y de los partidos”.

Su conclusión no dejaba lugar a dudas:

“una de dos: o vamos para dentro de pocos meses a una dictadura militar, a la ruina de la Constitución, el retroceso de España a la mitad del siglo pasado…, o… ha de ser el Parlamento quien, representando genuina y verdaderamente a la Nación, supla las deficiencias, las flaquezas, la crisis providencial e inevitable de la realeza”34.

En fin, cuando Alfonso XIII llegaba a su mayoría de edad, la visión no podía ser más pesimista, volviendo en demasiados casos la vista al rey como única tabla de salvación:

“extraordinario contraste que resulta a nuestra vista entre la mocedad del Monarca… y la decrepitud del mundo político…/ La realeza es la que ahora descuella en la institución de nuestro Estado…/ y, un niño, resulta el baluarte más potente… en esa sorprendente, complicadísima y sin igual tarea de arte real que aquí lleva la Corona, teniendo que fabricar régimen parlamentario a pesar de las mayorías del Parlamento”.

“el verdadero litigio que se está ahora sustanciando… es… si ha de venir en su lugar un régimen presidencial o cesarista que… subordine o anule los poderes del Parlamento ante un poder personal de más enérgica y poderosa iniciativa”35.

Esta cita explicita mejor que ninguna otra toda la debilidad y las carencias del régimen en aquellas fechas, y la delicada posición del rey en el mismo. Canals decía en mayo de 1902 que

“(había) dos hechos de singular fuerza: el descrédito de los partidos monárquicos y los recelos que infunde el próximo reinado de un niño”36.

En esas circunstancias, Silvela creyó oportuno, ya en 1900, ir dejando caer entre sus oyentes las capacidades del futuro rey, y así le contaba a Dato su intervención para mejorar la imagen del joven Alfonso XIII, dán-dole las ideas adecuadas a un periodista para hacer el correspondiente artículo:

“con apariencias de indiscreción y encargando el secreto le cuento a todo el mundo lo que he observado del Rey, su perspicacia, su resolución de mandar cuando llegue su mayor edad, lo que él me dijo tomando un cigarro de ‘dentro a año y medio’… y así se va desvaneciendo la idea… y eso lo ha traducido bien Quejana (‘le di algunas ideas con las que hizo su artículo’)”37.

Asi es que el joven Alfonso XIII se encontró teniendo que aparentar, en primer lugar, una fortaleza de carácter (la decisión de Silvela de mostrarle fumando) acorde con lo que entonces se esperaba del rey.

Y es que a finales del siglo se mezclaron en España la crítica a un parlamentarismo falseado por unos Gobiernos omnipotentes, alejados de la sociedad, con el anhelo de un Ejecutivo más fuerte en el contexto del ambiente internacional de crecimiento de potencias coloniales, la lucha por la presencia en el mundo, al lado de la crítica feroz a la política turnista tras lo que se consideró la muestra final de su inoperancia y corrupción: las pérdidas de las colonias y el embarque en una guerra en la que quedó demostrado la debilidad del ejército español que no parecía beneficiarse de los presupuestos elevados –al menos tanto o más que en Italia con una Armada moderna, se denunciaba– en Guerra y Marina. En el cambio de siglo parecía que sólo existía una esperanza: el rey, y el gran temor era su juventud, por lo que se trató de mostrarlo mucho más fuerte de lo que su edad podía hacer prever, y con una personalidad decidida a no dejarse gobernar por sus ministros.

Entonces se habló de la crisis del Estado Moderno, y la mayoría de las soluciones, tanto conservadoras como liberales pasaban por el organicismo; también la redefinición del Liberalismo que, conjugado con la democracia del número, se veía como la forma más prudente de acercar la sociedad al Estado38.

Alfonso XIII en esa coyuntura, pudo, por su carácter, por las circunstancias del tiempo en que le tocó reinar, y por la debilidad de las Cortes y los partidos, seguir siendo protagonista excesivo del proceso histórico, con las consecuencias siempre negativas para la monarquía y la propia estabilidad política.

Fue el momento en que prácticamente en la primera crisis que tuvo que resolver Alfonso XIII, en 1903, Urzáiz habló de “crisis a la oriental… como pudiera efectuarse en pueblo regido por el Sultán de Turquía”, en referencia al descuido de las normas establecidas para la actuación del rey, puesto que en el Palacio se resolvían tradicionalmente todas las crisis y con referencia a la clásica distinción de Montesquieu entre despotismo y monarquía39; así pues, con un sentido mucho más fuerte del que nos ha explicado tradicionalmente la historiografía desde la obra de Seco Serrano, y siguen recogiendo miméticamente algunas publicaciones40. De tal modo que esta crisis, en el comienzo del reinado, se calificó directamente de despótica, originada por el capricho personal del rey, impropia de una monarquía siquiera limitada.

Es la ideología político-constitucional y el contexto en que se producen los acontecimientos, lo que da la medida para la interpretación de lo que se pide a un rey y lo que éste se cree obligado a dar. Y así se puede confirmar que un presidente de Gobierno fuerte, como Maura, pero también Canalejas que tenía una idea más activa de la monarquía, pero más moderna, podía imponerse al rey, y éste no se atrevía a oponérsele41. Por el contrario, los políticos débiles o cortesanos, al menos sin otra expectativa que la consecución y conservación del poder, más bien vinieron a perjudicar la imagen del rey, adulándolo y dándole un más amplio campo de acción. Como muy sagazmente argumenta Morgan Hall al hablar de las tres etapas en que diferencia la imagen que la prensa vierte del rey, “No deja de ser significativo el hecho de que estas tres etapas coincidan con los ciclos de estabilidad e inestabilidad en la organización de los partidos políticos durante el reinado”. Estas tres etapas muestran eficazmente la evolución del reinado: la primera, al inicio de su reinado, del “adolescente enérgico, popular y extrovertido, aunque propenso a enfrentarse con sus ministros”, al que, como ya se advirtió, los propios ministros intentaron mostrarle lo suficientemente fuerte para conservar la confianza en el Estado y la monarquía, y que coincidió con los años de las crisis “a la oriental”; la segunda desde su boda en 1906 más familiar y con menos presencia en el escenario público, coincidente con la mayor estabilidad política de la etapa de Maura y Canalejas; y la tercera desde 1913 cuando “el rey surgió de repente como una verdadera fuerza política. Recibió a importantes intelectuales republicanos en Palacio y, tras el inicio de la Gran Guerra, organizó una campaña humanitaria para ayudar a las víctimas de la conflagración.”, coincidente con la gradual desintegración de los partidos tras la desaparición de los liderazgos de Maura y Canalejas; lo que se acentuó “en los tumultuosos años de la posguerra, cuando se lanzó a hablar en público sobre cuestiones políticas, provocando así la censura de las izquierdas antidinásticas.”; rematando este proceso con la dictadura de Primo de Rivera42.

Esta misma idea se confirma en el caso de Romanones, con el que el rey se extralimitaba en su poder personal; y en sentido opuesto con Primo de Rivera, cuya voluntad decidida frenaba al rey43. Hay que tener en cuenta, además, que la excesiva deferencia de los políticos y su servidumbre hacia el monarca se avenía mal con las prácticas establecidas en su momento por Cánovas y Sagasta, las más cercanas posibles, dadas las viciosas prácticas electorales, a las admitidas para el gobierno parlamentario. Era el único modo de salvar la irresponsabilidad constitucional del rey. Sin embargo, en demasiadas ocasiones la monarquía se utilizó por los políticos para satisfacer el interés propio, sin ocuparse de la longevidad de la institución.

Esas actitudes deferentes se enmarcan bien en el nuevo clima político y las exigencias al rey tras el desastre, en el avance de la idea de urgente regeneración. La coyuntura crítica del cambio de siglo, de regeneracionismo, de crisis del parlamentarismo, de crítica feroz en muchos casos a la vieja política; todo ello parece que hubiera inhibido a los políticos en favor del rey, al que dejaron la batuta y la responsabilidad salvo excepciones. Lo que unido a la desintegración de los partidos, cuya unidad y jefatura indiscutible había sido la clave del sistema, llevó a la gran debilidad del mismo en este reinado; de nuevo el análisis de Morgan Hall está en la línea de lo que pude yo misma analizar para los anteriores reinados y el comienzo de éste, no en vano hace referencia a las normas que estudié para la Restauración:

“En mi opinión, las causas tanto de la inestabilidad del reinado como de los caprichos de la personalidad pública del rey radican fundamental-mente en estas fluctuaciones en la cohesión de los partidos y en la consiguiente falta de dirección unificada que caracterizó a la Monarquía. Esto se hizo patente tanto en la vida como en la cultura política, ya que los minis-tros del rey dejaron de promover la imagen de la Monarquía de manera coherente. De hecho, algunos políticos utilizaron al monarca en beneficio propio sin preocuparse por la viabilidad de la institución a largo plazo.”44

Y es que estos políticos estaban inmersos en su propia lucha por el poder, en plena crisis de “versos sueltos”45, de modo que quizá no supieron entender o abordar la crisis del parlamentarismo, y sólo atendieron al afán de fortalecer el ejecutivo como compensación a las debilidades del sistema que había que ir corrigiendo. En esta época se observaba con interés el modelo presidencialista norteamericano; el problema es que no se puede plantear una Monarquía presidencialista sin riesgo mortal para la institución. Es sintomática la solución que en sus últimos días aporta Maura: un sistema presidencialista con el rey como moderador, lo que evidencia la necesidad y la tendencia, a la vez que su confianza en el papel de la institución monárquica como moderadora no tanto de la política como de las tendencias sociales. Ese fue, quizá, el principal error de plan-teamiento en el reinado de Alfonso XIII, incluso por parte de algunos eminentes políticos liberales.

Se puede seguir el rastro de la pervivencia de los elementos que conformaron el pacto entre los partidos a la muerte de Alfonso XII; así sucede en el caso del intercambio de información entre el gobierno y la oposición, que, aunque se constata al menos en 1906, ya no aparece en una fecha clave como la de 1917 en asuntos de política exterior –y en el contexto de la primera Guerra Mundial–46. En relación con la frecuencia con que el rey viste el traje militar, hay una diferencia clara entre Alfonso XIII y Alfonso XII, que era reacio a utilizarlo, para disgusto de su esposa y madre de Alfonso XIII, María Cristina. El retorno del problema militar a la Restauración se había iniciado en los 90, cuando los militares, especialmente los destinados a las colonias, comenzaron a ser muy críticos con la política colonial de los partidos del turno. Desde el asunto Dabán se puede observar ya el deseo del ejército de independizarse del poder civil, al que consideraban corrupto e ineficaz; y desde 1895, cuando se produjo el asalto a la prensa, resurgió el pretorianismo; fue entonces cuando se pidió por primera vez que los delitos de prensa que afectaran al ejército pasaran a jurisdicción militar. Fue tras la pérdida de las colonias cuando se produjo el momento álgido en este retorno de lo militar al protagonismo político, tan pronto como en la marcha de Silvela del Gobierno en 1900. Estos datos son relevantes para entender las dudas del rey entre el poder civil, desprestigiado en el cambio de siglo, y el militar, cada vez más alterado47. Lo cierto es que, en 1906, y tras un nuevo asalto a los periódicos, se aprobó la Ley de Jurisdicciones en el sentido deseado por los militares, de mano de un ministro liberal, Moret; y pocos años después, en 1914, se consiguió la relación directa del rey y los oficiales del ejército sin intermediación alguna, ni siquiera del Gobierno, justamente lo que había causado aquella crisis de 190048.

Alfonso XIII, siguiendo la tendencia surgida en los 90, socavó la auto-ridad civil al apoyar las reivindicaciones militares, incluso las Juntas de Defensa. El rey siguió esa vía que seguramente consideraba más segura para la monarquía, ante un ejército cada vez más descaradamente belicoso en la política interna. De ese modo, al contrario que Alfonso XII con Cánovas y Martínez Campos, Alfonso XIII no dio claramente apoyo al poder civil frente al militar, a Romanones frente a Milans del Bosch, en la situación difícil de la Cataluña de 191949. En las responsabilidades de Annual, demostró que estaba de acuerdo con los Generales que desde finales de siglo criticaban la política colonial; entonces habían sido Martínez Campos o Polavieja quienes creían firmemente que se colocaban los asuntos políticos por encima de los intereses nacionales y de la propia eficacia. Alfonso XIII parece que llegó a creer lo mismo, lo cual no era privativo del rey, por otra parte, sino que llegó a estar extraordinariamente extendido; no hay que olvidar que la opinión pública era una variable principal a tener en cuenta en las decisiones del rey constitucional, en la práctica admitida durante la Restauración. Aunque tampoco hay que olvidar que “la influencia de la Corte o de la opinión militar prevaleció sobre el criterio del Gobierno solamente cuando éste no contaba con una mayoría parlamentaria fuerte y unida”; el problema es que éste fue el caso de la mayoría de los gobiernos desde 191250.

Entre 1917 y 1921, época especialmente conflictiva, el rey osciló entre la intervención y la abstención. Desde 1917 pareció desconfiar de los militares, recién formadas las Juntas de Defensa, y volvió a la confianza de sus ministros, pero según Morgan Hall “está claro que intervenía con poca gana y casi exclusivamente con el fin de propiciar un Gobierno capaz de superar crisis sucesivas”51. Fue desde 1921 cuando “el rey dejó de colaborar de modo eficaz con sus ministros”.

En el reinado influyó también, como no podía ser menos, el cambio de cultura política que se produjo después de la IGM, la caída de las monarquías tras la guerra, y los Catorce Puntos de Wilson que implicaban una valoración genérica y global de lo que significaba un sistema democrático, permitió contrastar la realidad y socavar la irresponsabilidad del rey y la protección a la institución, de modo que las críticas fueron cada vez más abiertas contra la Corona; fue a partir del desastre de Annual cuando la crítica al sistema pasó a ser lo mismo que la crítica al rey, al contrario de lo que poco tiempo atrás sostenían liberales y socialistas52.

En realidad, la falta de elecciones libres impedía tener una visión desinteresada de la voluntad nacional, y al rey sólo le quedaba atenerse a las versiones interesadas del propio gobierno, las Cortes y la prensa de partido. Al rey se le pedía al mismo tiempo intervenir y no intervenir, atenerse a la voluntad nacional, incluso frente a su gobierno si se le estaba criticando, a la par que no sobrepasarse en su actuación. La prerrogativa regia era el instrumento de poder más codiciado por los partidos, de modo que tan malo podía ser la acción como la inacción del rey, tan perjudicial podía ser seguir la política de su gobierno como evitarla, pues por medio siempre estaba la amenaza de alejarse de la nación. Desde finales del XIX los “viejos partidos” eran el objetivo a batir, y esa crisis de confianza y legitimidad dejó al rey sin instrumentos que garantizaran su irresponsabilidad y su conexión con la nación, pues la amenaza de la revolución y de grandes desastres que sólo dependían de la actuación del rey, se sucedían53.

El recurso a la Corona se agudizó tras la crisis de fin de siglo, especial-mente por aquellos que aspiraban a las jefaturas vacantes, y se convirtió en moneda corriente en el reinado de Alfonso XIII. El propio Lerroux en un artículo de noviembre de1918, que fue censurado y entregado al embajador norteamericano, acusaba a los dinásticos de torpedear la monarquía por sus propios intereses políticos; lo que contrasta con la reconocida popularidad del rey al inicio del reinado que Maura sí explotó retomando los viajes reales. Éstos fueron pocos durante el reinado porque su organización y responsabilidad dependía del gobierno –dada la modesta lista civil–, y a éstos les “faltaba la voluntad, los recursos y la duración en el poder necesarios para planificar y organizar estos viajes”; a la vez que faltaba coordinación con la Corte, donde había resistencias al proceso demo-cratizador de nacionalizar la monarquía54. De hecho, el grado de erosión de la legitimidad del rey y la monarquía, llegó a un grado sin retorno tras el desastre de Annual en 192155.

El distanciamiento mutuo entre el rey y las élites políticas comenzó durante la Gran Guerra, desarrollándose entonces su “incontinencia verbal” sin mostrar la discreción correspondiente a un rey constitucional, en una deconstrucción paralela a la que sufrían los partidos políticos, que se desintegraban sin evolucionar hacia una organización moderna. Desde el desastre de Annual todo se complicó, y el casi general entusiasmo con que se recibió la presidencia primero y la dictadura después de Primo de Rivera, vinieron a mostrar la pérdida de legitimidad que en general había sufrido el sistema y con él la monarquía.

En definitiva, como estamos hablando de un sistema constitucional, en el que los partidos políticos debieron haber hecho su camino durante su ya larga vida de más de un siglo en España, durante la cual les dio tiempo a establecer qué apoyo se requería para sostener este sistema, hoy parece algo simplista personalizar las responsabilidades del fracaso en una única persona, aunque ésta sea el rey. Tanto Cabrera como Hall nos dejan entrever la poca preocupación por la constitucionalidad de los actos del rey cuando eran beneficiosos y, sobre todo, cuando, como en el caso de 1909 y el “Maura no”, se le consideró más capacitado que a las propias Cortes para interpretar correctamente la opinión pública56. Lo que no puede extrañarnos cuando el propio Canalejas lo quería decidido a intervenir a favor de la democratización57, o cuando los mismos reformistas se deshacían en alabanzas al rey por decisiones que, a pesar de ser criticadas por Maura, mostraban su independencia del político conservador. Cuando, en fin, la necesaria regeneración que domina el cambio de siglo exige al rey un compromiso político. Eso no es óbice para que más adelante se le critique duramente ante expresiones que se entienden como desprecio al Parlamento; es el caso de la reacción de los parlamentarios socialistas ante el discurso de Córdoba de 1921. Claro que, a la vez, el republicano Lerroux en 1923 denunciaba la merma de talla política de los consejeros del rey que lo utilizaban como escudo detrás del que resguardarse; mien-tras que los propios ministros recurrían a “todos los tratadistas políticos” para justificar la intervención regia, haciendo buena así la acusación58.

Pero fue precisamente ese protagonismo político que “la élite política dinástica permitió, con escaso cuidado por la Constitución”, e incapaces de articular las reformas necesarias que exigía la sociedad en transformación, el que cobró la factura a la monarquía en 1931, como señala Hall59. Es clave la comprensión de la complicada situación de la monarquía en el inicio del reinado y la falta de una política monárquica definida. Es conveniente tener siempre presente que, para entonces, se deseaba más que se temía la presencia de un rey fuerte que no se dejara gobernar por sus políticos como el propio monarca escribió en su diario y Silvela se preocupó de mostrar ante las dudas que planteaba el reinado de un adolescente.

1. Lo desarrollé ampliamente en “Monarquía y Constitución”, Capítulo I de El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la Restauración (1875–1902), Madrid, UNED-Biblioteca Nueva 1999, pp. 30-104, además de otros artículos, de los que pueden citarse: “El modelo liberal español”, Revista de Estudios Políticos, n.° 122 (2003), y “Monarquía Constitucional y Gobierno Parlamentario”, Revista de Estudios Políticos, n.° 106 (1999).

2. W. BAGEHOT, The English Constitution, primera edición de 1867, la segunda se hizo en 1872, y añadió un capítulo. Al español la tradujo Adolfo POSADA, sin fecha, y en algunos casos más bien la interpreta; se utiliza la edición inglesa de 1949, que conserva la introducción de 1872 y añade otra de BALFOUR de 1927. También interesante la introducción que hace Bagehot para la edición francesa de 1869, en la que analiza la obra de Prévost-Paradol y las comparaciones entre Inglaterra y Francia, resaltando la bondad del gobierno de gabinete y el error de 1848 en Francia, que había vuelto a intentar la separación estricta de poderes; explicando por qué esto, sin embargo, funcionaba en Estados Unidos. Hoy, dice Vernon BOGDANOR, se sabe que la ha estudiado el actual Príncipe de Gales, la propia reina Isabel II y Jorge VI y V, por lo menos: The monarchy: The monarchy and the Constitution. Oxford, 1995, p. 41. Los cambios posteriores a la reina Victoria, dice este autor, ya sólo fueron en grados: id. Los matices a Bagehot en muchos autores, como M. HAURIOU que contradice, citando el derecho de disolución, la “confusión” de poderes que vió el inglés y que Carré de Malberg denominó “régimen monista”, esto es, el Gobierno como comité del legislativo: Principios de Derecho público y constitucional. Traduc. de la edic. francesa por C. Ruiz del Castillo, Madrid, 1922, pp. 398-99.

3. La cita de Orlando en Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, Espasa-Calpe, Madrid (1914–1923), t. 35, p. 1219: “modernamente”, dice, tiende a sustituirse el término prerrogativa por atribución, con menos resabios. J. PÉREZ ROYO, cita a Constant: la soberanía no es ilimitada, lo que justifica la necesidad de moderar los poderes: “La Jefatura del Estado en la Monarquía y en la República”, en Lucas Verdú, P., La Corona y la Monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978, Univ. Complu-tense, Madrid 1983, p. 101 El poder moderador lo había inventado Siéyès para el Senado: LEÓN Y CASTILLO, “Irresponsabilidad del rey y responsabilidad de los ministros en los países de representación falseada, discurso de recepción” en la RACMyP (26 de enero de 1896), Madrid, 1896, p. 29. B. CONSTANT, Principes de Politique applicables à tous les Gouvernements représentatifs et particulièrement à la Constitution actuelle de la France, Paris, Hocquet, 1815

4. Los autores franceses más relevantes definieron el sistema parlamentario como una dualidad de poderes, diciendo León DUGUIT que es la negación misma de la separación de poderes, Traité de Droit Constitutionnel, 2v., Paris 1911, I, pp. 397, 399. Como para este autor es contradictoria la convivencia entre soberanía nacional y monarquía, por hereditaria, ve a toda monarquía moderna como fruto de esta contradicción, denominando Monarquía limitada tanto a la de 1791 francesa como a la alemana, aunque, eso sí, la última sería el tipo más puro: pp. 395-400. La característica principal del sistema parlamentario es el gobierno de gabinete y la doble confianza: Carré de MALBERG, Contribution à la théorie générale de l’État, 2 v., Paris, 1922, pp. 68, 75-78.

5. B. CONSTANT, Principios de política, Introduc. de J. ÁLVAREZ JUNCO, Aguilar, Madrid 1970, pp. 18-25. En España A. POSADA y SANTAMARÍA DE PAREDES, a diferencia de COLMEIRO, delimitaron los poderes del rey en su faceta de jefe del Ejecutivo y en la de Poder Moderador, cit. por A. MENÉNDEZ REXACH, La Jefatura del Estado en el Derecho Público español. I.N.A.P., Madrid 1979, pp. 205-211. El Poder armónico aparece como “inherente al jefe del Estado” “y sus funciones las correspondientes al Rey”: Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, Espasa-Calpe, Madrid (1914–1923), t. 36, p. 41.

6. A.V. DICEY, Introduction to the study of the law of the Constitution (1885), 3ª edición, Londres, 1889, dedica la tercera parte a “The connection between the law of the constitution and the conventions of the constitution”, y su capítulo XIV se titula “Nature of conventions of the constitution”. Véase J. VARELA SUANZES-CARPEGNA, “La Monarquía en la teoría constitucional británica durante el primer tercio del siglo XIX”, en Revista de Estudios Politicos, n° 96 (1997), p. 40.

7. Véase “Poder Ejecutivo, Poder Moderador. La Prerrogativa Regia”, en A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula, op. cit., capitulo I.1, pp. 46-57.

8. “Sous une monarchie, le Roi doit posséder toute la puissance qui est compatible avec la liberté, et cette puissance doit être revêtue de formes imposantes et majestueuses… la faiblesse d’une partie quelconque du Gouvernement est toujours un mal” (Benjamin de CONSTANT, Réflexions sur les Constitutions. La distribution des pouvoirs, et les garanties, dans une monarchie constitutionnelle, Paris, 1814, p. VIII-IX). Este opúsculo salió a la luz pocos días antes de entrar en vigor la Carta francesa de 1814, en el que adaptó para la monarquía su doctrina del poder neutro (de la época del Consulado), y que dará forma más acabada en su obra del año siguiente, 1815, Principes de Politique: ob. cit., hace referencia a ese momento de la publicación de las Réflexions en su obra Principes de Politique applicables à tous les Gouvernements représentatifs et particulièrement à la Constitution actuelle de la France, Paris, Hocquet, 1815, Capítulo II, p. 34. J. VARELA SUANZES, “La monarquía en el pensamiento de Benjamin Constant (Inglaterra como modelo)”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, n° 10 (1991), p. 121.

9. Véase A. LARIO, “El lugar del rey. La configuración del lugar del rey a partir de la Constitución de 1837”, en Un lugar para el rey: conceptos, imágenes y atribuciones de la monarquía en el siglo XIX. Alcores, 21, 2017, pp. 21-50. Alcores, n° 21, 2017.

10. El conde de Toreno decía con contundencia el 13 de septiembre de1811: “¿cómo puede imaginarse que una Cámara alta sea la que ponga freno y coto al despotismo?” Y Guerreiro en Portugal el 22 de febrero de 1821 en el mismo sentido: “Duas Camaras não as posso admittir… Duas Camaras tenderião a dissolver a unidade que deve haver. O estabelecimento de duas Camaras facilita muito mais ao Poder Executivo, o poder de ascender á arbitrariedade”, en A. LARIO, “El pacto en el constitucionalismo ibérico. La Constitución como pacto”, Aportes, n° 92 (2016), p. 14.

11. Moura el 8 de marzo de 1821, en ibíd., p. 16. Para el caso portugués puede verse: A. LARIO, “Monarchy and Republic in Contemporary Portugal: From Revolution to the Rise of Executive Power”, Portuguese Studies vol. 33 no. 2 (2017), 159-84.

12. La cita de Constant en “Réflexions sur les constitutions…”, ob. cit., p. IX. J. RICO Y AMAT, Historia política y parlamentaria, Madrid, Imprenta de las Escuelas Pías, 1865, v. III, cuyo capítulo XLIII dedica a la Constitución de 1837 que reproduce íntegra, pp. 62-65.

13. C. MARICHAL, La Revolución liberal y los primeros partidos políticos en España, 1834-1844, Madrid, Cátedra 1980, pp. 138-139.

14. DSC, Vicente Sancho, 19 de marzo y 21 de abril de 1837, pp. 2251 y 2896, respectivamente.

15. Dictamen de la comisión de Constitución proponiendo a las cortes las bases de la reforma que cree debe hacerse en la Constitución de 1812, leído en la sesión del 30 de noviembre de 1836: DSC, apéndice primero al número 43. p. 5. Para ver en extenso el carácter de la posición del rey a partir de 1837, véase mi artículo citado: A. LARIO, “El lugar del rey. La configuración del lugar del rey a partir de la Constitución de 1837”.

16. Para esta referencia del “traje constitucional de la monarquía” puede verse: A. LARIO, “Repúblicas monárquicas y monarquías republicanas en la constitución del mundo ibérico”, Estudos iberoamericanos, Porto Alegre, v. 43, n. 3 (2017), pp. 626-641.

17. A. LARIO, “The Consolidation of the Constitutional Monarchical System (1874-1902)”, David San Narciso, Margarita Barral Martínez, Carolina Armenteros Rout-ledge (ed.), Monarchy, Liberalism and the Struggle for Spain’s Modernisation, 1780-1931, Londres, Routledge, 2021

18. Véase A. LARIO, “Alfonso XII. El Rey que quiso ser constitucional”, Ayer, n° 52 (2003).

19. A. LARIO, “Alfonso XII, católico y liberal”, Bulletin d’histoire contemporaine de l’Espagne, ISSN 0987-4135, N.° 32-36, 2003, pp. 171-178.

20. Public Record Office. Foreign Offfice (PRO. FO), 72/1412, Layard a Derby el 25 de octubre de 1875, cit.

21. Real Biblioteca de Palacio (RBP), Manuscritos, II/4051, “Diario de Caza de Alfonso XII”, anotación de 31 de julio de 1878. Desarrollo del tema en A. LARIO, “Alfonso XII. El rey que quiso ser constitucional”.

22. F. SILVELA, “Los Partidos Políticos”, Revista Nuestro Tiempo, mayo de 1902, n° 17, supl., p. 723.

23. M. ESPADAS BURGOS, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, CSIC, Madrid 1975, p. 268

24. Sus pretendidos afanes militares, sobre todo en su estrecha relación con la monarquía alemana, ya fueron tratados por mí en A. LARIO, “Alfonso XII. El Rey que quiso ser constitucional”. Son estudiados específicamente por I. SCHULZE, El sistema informático de Bismarck: su proyección sobre la política y prensa española, Ed. Univ. Complutense, Madrid, 1987, II. Véase R.M. FORSTING, “Military habitus and networks in Prince Alfonso de Borbón education (1857–1874)”, Aportes, n° 96 (1/2018), pp. 127-148.

25. Véase el apartado “Cánovas, el rey y Martínez Campos”, en El Rey, piloto sin brújula.

26. Para las obras compradas véase “Alfonso XII. El Rey que quiso ser constitucional”, p. 25.

27. Entrevista de LAYARD con Alfonso XII: PRO, FO, 72/1412, LAYARD a Derby el 25 de octubre de 1875. Véase A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula, capítulo II.

28. Entrevista de LAYARD con Alfonso XII, op. cit.

29. A. LARIO, “Alfonso XII. El Rey que quiso ser constitucional”.

30. Véase el apartado “El Rey, Sagasta y la monarquía restaurada” en el primer caso (especialmente pp. 143 y 149 y ss.), y el apartado “Alfonso XII y el ‘Gobierno electoral’. ¿Un ‘Ministerio de Corte’?” en A. LARIO, El rey, piloto sin brújula.

31. Véase el apartado “el acuerdo entre los partidos a la muerte del rey”, en El Rey, piloto sin brújula.

32. Véase el apartado “Cánovas desconocido y descanonizado”, Cap. IV.1 de El Rey, piloto sin brújula. En id. Para Cascajares, pp. 268, 271, 274, 296 y desde 315 el apartado “El gobierno del rencor y los silvelistas”.

33. Vease el apartado de Conclusiones “Restaurar la política: el nuevo papel de la Corona”, pp. 469– en A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula.

34. DSC, leg. 1900-1901, t. I, GAMAZO el 10 de diciembre de 1900, donde también hablaba de “absolutismo ministerial” que “daña por igual a la Nación… y a la monarquía”. MAURA, el 15 de julio de 1901: DSC, leg. 1901-1902, t. I.

35. SÁNCHEZ DE TOCA, “El Rey en la patria española”, Revista Nuestro Tiempo, 1902. La segunda cita es del mismo autor en Del Gobierno, 1890, I, 441.

36. En El Rey, piloto sin brújula”, p. 470.

37. Archivo Dato (AD), SILVELA a Dato el 20 de septiembre de 1900: véase El Rey, piloto sin brújula, en el capítulo VI y último, “Cánovas, la monarquía y la política pactada”, p. 450.

38. Sobre el “Nuevo Liberalismo” puede verse, LARIO, A., “La crisis ideológica de la Restauración: El Nuevo Liberalismo en el Diario Independiente “El Sol”. 1917-1923”, n° 1-2, Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Pau (Francia), 1985. También M. SUÁREZ CORTINA, El reformismo en España: republicanos y reformistas bajo la monarquía de Alfonso XIII, Siglo Veintiuno de España, 1986. S. FORNER, Canalejas y el Partido Liberal Democrático (1900–1910), Cátedra 1993.

39. AP, caja 12.941/13, nota al rey de marzo de 1906 (prob. de Moret): “Urzáiz es el autor de la frase “crisis orientales”, que hubo de explicar malamente después de haberla pronunciado” (era director de El Correo). L. MOROTE, El pulso de España, p. 85: Urzáiz calificó de “crisis oriental” la de julio de 1903 en los términos recogidos en la cita. Hay que añadir que en la época no se encuentra nunca por escrito la denominación “ Palacio de Oriente”: A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula, pp. 97 –nota 177–, p. 480 –nota 69–. Igualmente, SÁNCHEZ DE TOCA, Del Gobierno, habla del “intolerable despotismo” que resultaría de no ajustarse la acción del Rey al estilo parlamentario: pp. 468-469, 475, y alude a la “monarquía oriental de los sátrapas” como ejemplo de la “unidad y concentración del poder soberano”: p. 493. Ya F. MARTÍNEZ MARINA, en su obra Discurso sobre el origen de la Monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español (1813). Edición y estudio Preliminar de J.A. MARAVALL, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957, p. 151 alude a Asia como cuna del despotismo, en la tradición de Montesquieu que pasó a caracterizar los sistemas orientales.

40. C. SECO SERRANO, Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, Ediciones Rialp, 1979, 3ª edición revisada (1ª en Ariel, 1969), p. 71. P.C. GONZÁLEZ CUEVAS, “El rey en la Corte”, en Javier Moreno Luzón (ed.) Alfonso XIII: Un político en el Trono, Marcial Pons, 2003, p. 208.

41. J. TUSELL, J., G. QUEIPO DE LLANO, Alfonso XIII. El Rey polémico, Taurus, Madrid 2001. MORENO LUZÓN, J. (ed.), “El rey de los liberales”, en Moreno Luzón, Alfonso XIII, un político en el trono, p. 169. HALL, M. “El rey imaginado”, ibidem., p. 64. M. GONZÁLEZ HERNÁNDEZ, “El rey de los conservadores”, ibidem., pp. 117-120. También C. FERRERA, “Formación de la imagen monárquica e intervencionismo regio: los comienzos del reinado de Alfonso XIII (1902–1910)”, Hispania, LXIV/1, núm. 216 (2004) 237-266.

42. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional española (1902–1923)”, Historia y Política, n° 2 (1999), pp. 167-168. A. LARIO, “Historia y Monarquía, situación historiográfica actual”, Historia Constitucional, (revista electrónica), n. 6, 2005. http://hc.rediris.es/06/index.html, prf. 40 y 41.

43. A. NIÑO, “El rey embajador: Alfonso XIII en la política internacional”, y J.L. GÓMEZ NAVARRO, “El rey en la dictadura”, en Moreno Luzón, Alfonso XIII, un político en el trono.

44. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional española (1902–1923)”, p. 168. En un sentido parecido de crítica “a la clase dirigente en su conjunto”: J. TUSELL, G. QUEIPO DE LLANO, Alfonso XIII. El Rey polémico, pp. 408, 301.

45. En palabras de Sagasta en referencia a las múltiples disidencias: LA ÉPOCA, 12 de enero de 1902, “Los partidos y el turno”, recuerda con gracejo ese término de Sagasta “metido a última hora, con asombro de las gentes, en el jardín de las metáforas poéticas”. Id. 16 de enero, “Marejada política”: “Mejor sería nombrar de una vez los diputados de Real orden”.

46. A. NIÑO, “El rey embajador. Alfonso XIII en la política internacional”.

47. A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula, pp. 234-235, 391-403.

48. A. LARIO, El Rey, piloto sin brújula, pp. 300-313.

49. J. MORENO LUZÓN, “El rey de los liberales”, p. 178.

50. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional española (1902–1923)”, pp. 170; en la p. 180 escribe el autor significativamente: “con cada crisis sucesiva, Don Alfonso mostraba menos confianza en la capacidad del sistema para continuar sorteando los retos de cada día. Así se explica la búsqueda, por parte del rey, de alter-nativas como un Gobierno Maura-Cambó, su propia abdicación, o el proyecto, nunca realizado, de un plebiscito para averiguar el nivel de apoyo popular con que gozaría la propuesta de una dictadura real”.

51. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional española (1902–1923)”, pp. 179-180: “como en el caso de la formación del Gobierno Nacional de Maura, o con el objetivo de resolver un pleito interno del Ejército que amenazaba con derribar al Gobierno. Temía, como toda la España acomodada, el fantasma de la revolución, y añoraba la relativa tranquilidad y los frutos parlamentarios de los gobiernos de Maura y Canalejas.”

52. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional…”, pp. 184-185.

53. A. LARIO, El rey, piloto sin brújula…, pp. 321 y ss., esp. 324.

54. M. HALL, “Alfonso XIII y la Monarquía Constitucional…”, pp. 187-190.

55. M. HALL, Alfonso XIII y el ocaso de la monarquía liberal 1902-1923, Madrid, Alianza 2005, pp. 24-30.

56. M. CABRERA, “El rey constitucional”, p. 92.

57. M. HALL, “El rey imaginado: la construcción política de la imagen de Alfonso XIII”, en Moreno Luzón, J., op cit., p. 64.

58. M. CABRERA, “El rey constitucional”, p. 105.

59. M. HALL, “El rey imaginado…”, p. 62.

El Rey como problema constitucional. Historia y actualidad de una controversia jurídica

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