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Capítulo 3
ОглавлениеFrances no podía recordar dónde había dejado las llaves de su piso. No estaban en el gancho junto a la puerta de la cocina, donde solía dejarlas, ni sobre la encimera. Si llegaba tarde al centro de mayores, Flo y Liz se preocuparían. Siempre había sido la más puntual de todas sus amigas.
Buscó por todas partes, en el fondo del bolso, debajo de los cojines del sofá, miró en el baño y en el aparador. Al final las encontró... en el congelador. Debió de dejarlas ahí cuando estaba sacando la lasaña para cenar. Con las llaves heladas en la mano, frunció el ceño. ¿No decían que uno de los primeros síntomas del Alzheimer era dejarse las cosas en sitios raros? Solo pensarlo fue suficiente para asustarse.
—¡Déjalo ya! —se dijo con brusquedad—. No hagas una montaña de un grano de arena. No es que estas cosas te pasen todos los días.
Intentó sacarse el incidente de la cabeza, aunque más tarde, mientras jugaba la partida de cartas, se lo mencionó a Flo y a Liz sin poder hacer más que reírse de su despiste. Pero, para su asombro, ninguna de las dos pareció compartir la diversión. Es más, se miraron con gesto de preocupación.
Liz, que solo era unos años más joven, le agarró la mano.
—Frances, no quiero alarmarte, pero tal vez deberías ir a consultarlo.
Frances enfureció.
—¿Cuántas veces habéis olvidado dónde habéis dejado las llaves?
—Muchas —admitió Liz—, pero nunca las he encontrado ni en un congelador ni en ningún lugar particularmente raro.
Frances miró a su mejor amiga con consternación.
—¿Qué intentas decirme? No es solo por las llaves, ¿verdad?
—No. Últimamente has dicho y hecho algunas cosas que no tenían mucho sentido. Me he fijado y Flo también.
Flo asintió.
—¿Y habéis estado hablándolo a mis espaldas? —preguntó sabiendo que su indignación no venía a cuento. Eran sus amigas y, por supuesto, estarían preocupadas. Por supuesto habrían intercambiado impresiones antes de arriesgarse a ofenderla mencionando algún incidente que tal vez no significara nada.
—Ninguna estábamos segura de que fuera lo suficientemente importante como para decírtelo —dijo Liz con delicadeza—. Así que decidimos vigilarte de cerca. Ahora que tú misma has notado que algo no va bien, bueno... tal vez lo mejor sería ir a ver a un médico.
Frances se sintió cómo si se le hubiera hundido el mundo. ¿Alzheimer? Ninguna había mencionado la palabra, pero estaba claro. Era la enfermedad más cruel en muchos sentidos. Había visto cómo le había robado sus recuerdos a muchos amigos y, peor aún, cómo los había apartado de sus familias mucho antes de que se hubieran marchado físicamente. Siempre le había resultado desgarrador.
—No te asustes —dijo Flo agarrando con fuerza la mano de Frances—. Iremos contigo al médico y he estado informándome sobre el Alzheimer en Internet. Hay nuevos medicamentos que pueden ayudar. Eso, suponiendo que lo tengas. No nos adelantemos a los acontecimientos. Todas nos estamos volviendo olvidadizas a cada día que pasa. A lo mejor solo es eso.
—Claro que sí —apuntó Liz mirando a Frances con compasión—. Sea lo que sea, nosotras estaremos a tu lado, no estás sola en esto.
—¿Me prometéis que, sea cual sea el diagnóstico, no le diréis ni una palabra a mi familia? —les suplicó Frances—. Yo decidiré cuándo es el momento de decirlo. No quiero que se preocupen sin necesidad o que vengan corriendo a Serenity para encerrarme en una residencia de ancianos.
Ninguna de sus amigas asintió de inmediato.
—¿Qué pasa? ¿Es que ya habéis hablado con Jennifer o con Jeff?
—Claro que no —respondió Liz—, pero si considero que ha llegado el momento de que lo sepan y veo que aún no se lo has dicho, no puedo prometerte que no vaya a hacerlo. Primero te animaré a hacerlo tú, por supuesto, pero no permitiré que te pase algo terrible por negligencia mía.
Frances se giró hacia Flo.
—¿Y tú?
—Estoy con Liz. Respetaremos tus deseos siempre que estés bien y a salvo. Y no lo digo solo por ti. Tu hija, tu hijo y tus nietos querrían saberlo si hay algún problema. Querrán pasar contigo todo el tiempo posible.
Frances suspiró. Tenían razón, como de costumbre.
—Me parece bien —dijo con reticencia—. Pero lo más probable es que nos estemos preocupando por nada. A veces meter las llaves en el congelador es solo una señal de tener demasiadas cosas en la cabeza, no señal de estar perdiéndola —pensó en sus previas conversaciones con Elliott y Karen, en lo muy preocupada que estaba por esa pareja que le importaba tanto como por sus propios hijos y supuso que tal vez eso lo explicaba todo, que había estado más pendiente de sus problemas que de ella misma.
—Por supuesto —dijo Liz mientras Flo asentía.
—Creo que me voy a casa —dijo Frances de pronto más agotada de lo que se había sentido en años.
—Te llevo en el coche —se ofreció Flo de inmediato.
—Aún puedo caminar unas cuantas manzanas —le contestó Frances irritada—. No creo que vaya a perderme en un pueblo donde llevo viviendo toda mi vida.
Liz le lanzó una mirada de reprensión.
—A mí también va a llevarme a casa y la tuya nos pilla de camino.
Frances miró a Flo con gesto de disculpa.
—Siento haber reaccionado de forma tan exagerada.
—Lo entiendo —respondió Flo—. Cualquiera de nosotras nos asustaríamos solo de pensar que algo así pudiera pasarnos.
Y Frances sabía que era verdad. Según habían ido envejeciendo, sus amigas y ella habían hablado de todas las enfermedades posibles en algún que otro momento, pero siempre parecía que esa era la que más temían.
Sin embargo, aunque agradecía su empatía, había una cosa que nunca podrían comprender porque le estaba pasando a ella, no a ellas. Y hablar en teoría era muy distinto del miedo ciego que la había invadido esa noche.
Ya era por la mañana cuando, finalmente, Elliott decidió reservar el tiempo suficiente para detallarle a Karen los planes para el gimnasio, ya que la noche anterior se habían desviado del tema por completo.
Había llamado a sus dos primeros clientes para cancelar sus citas y estaba en la cocina haciendo el desayuno cuando ella entró ataviada únicamente con una de sus viejas camisetas. Se le secó la boca al verla y se preguntó si Karen siempre había tenido el poder de arrebatarle el aliento.
Ella lo rodeó por detrás.
—¿Sabes lo sexy que te pones cuando estás cocinando? —le preguntó apoyando la mejilla en su espalda.
—Te sentirías atraída por cualquiera que te preparara una comida después de pasarte todo el tiempo en la cocina de Sullivan’s —bromeó.
—No, es por ti. Eres un tío bueno que parece un modelo de portada con esos abdominales de acero y aquí estás, con el torso desnudo y uno de mis delantales. No se puede estar más sexy —sonrió—. Hay que ser muy hombre para atreverse con los volantes.
Él se rio.
—Uno de estos días tengo que comprarme un delantal de esos para barbacoa que son más masculinos. Si nuestros amigos me pillan así algún día, no me van a dejar en paz con las bromitas. Por cierto, hay zumo de naranja recién hecho en la nevera.
—Me consientes demasiado —le dijo ella soltándolo. Sirvió dos vasos y los puso sobre la mesa—. ¿Cuándo fue la última vez que desayunamos los dos solos tranquilamente?
—Creo que antes de que nos casáramos. Desde entonces todo ha sido un poco locura.
—¿Cómo es que esta mañana vas más tarde a trabajar? Normalmente a estas horas ya te has ido –le preguntó Karen.
—He cambiado la cita con un par de clientes.
—¿Se han enfadado?
—No, y me ha servido como lección. Ahora sé que puedo sacar más tiempo para los dos si me lo propongo.
—Yo también. Tenemos que hacer esto más a menudo. Es bueno para el espíritu —se sirvió una taza de café, dio un sorbo y puso una mueca de disgusto.
—¿Demasiado fuerte?
Ella se rio.
—No lo puedes evitar. Creo que llevas en los genes que el café no es bueno a menos que te ponga los pelos de punta. Le echaré medio cartón de leche, de ese modo, ya estará bien.
Cuando Elliott terminó de servir sus platos de tortilla de verduras, clara de huevo y tostadas integrales, se sentó frente a ella.
—Bueno, de esto trata lo del gimnasio. Será una división de The Corner Spa. En total seremos seis socios a partes iguales.
—¿Quiénes?
—Cal, Ronnie y Erik, además de Travis, Tom McDonald y yo.
—¿Cuánto dinero tenéis que poner?
—Aún estamos concretando todo eso, pero yo solo haré una inversión mínima en comparación con ellos. Yo contribuiré, básicamente, con trabajo. Creo que así es como lo hicieron cuando Maddie se asoció con Dana Sue y Helen en el spa. Yo llevaré el día a día del negocio bajo la supervisión de Maddie, al menos al principio, y seguiré atendiendo a mis clientes como entrenador personal.
Karen parecía sorprendida.
—¿Vas a dejar que Maddie te mande?
Elliott se rio.
—¿Y qué crees que hace ahora?
—No es lo mismo. Eres un trabajador autónomo, no un empleado del spa. Si te fastidiara mucho, podrías llevarte tus clientes a Dexter’s. Y hablando de esos clientes, ¿vas a abandonarlos?
—No, claro que no. Seguiré dando las clases para mayores y veré a mis clientes habituales. Solo tendré que aligerar un poco las horas que paso allí para poder pasar la mayor parte del tiempo en el gimnasio. Y están hablando de contratar a alguien para que esté cuando no esté yo y puedan tener abierto más horas. Aquí salimos ganando todos, Karen. Podremos prosperar económicamente con parte de los beneficios y yo además podré tener más clientes porque allí puedo trabajar con hombres y seguir manteniendo las clases para mujeres que tengo en el spa.
—Entonces no existe ningún riesgo económico —concluyó ella aparentemente aliviada.
Elliott sabía que podía permitirle pensar eso, aunque después de lo que ya había pasado, sabía que no podía dejar pasar el comentario.
—Pero sí que tengo que aportar algo de dinero —le recordó—. Una inversión inicial a corto plazo para poner las cosas en marcha.
Ella frunció el ceño.
—¿Entonces sí que hay riesgo?
—Venga, ya sabes que ninguno estaríamos haciendo esto si pensáramos que es un riesgo, pero claro, cualquier negocio puede tener dificultades inesperadas.
—¿Cuánto dinero, Elliott?
—Aún estamos estudiándolo.
Lo miró fijamente.
—¿Cuánto? —repitió al captar que Elliott estaba siendo evasivo deliberadamente.
—Diez mil, tal vez quince —acabó diciendo justo antes de ver su expresión de alarma.
—¿Nuestros ahorros para el bebé? —le preguntó con voz temblorosa—. ¿Todo?
—Sé que te parece mucho.
—Es que es mucho. Es todo lo que tenemos.
—Pero la recompensa... —comenzó a decir aunque ella lo interrumpió.
—Si es que la hay. ¿Y si no la hay?
A Elliott se le empezaron a crispar los nervios.
—¿Es que no tienes fe en mí? Eres mi esposa. ¿No deberías creer en mí como hacen las esposas de Cal, Ronnie, Erik y los demás?
—No es cuestión de no creer en ti —insistió—. Son nuestros ahorros, Elliott. ¿Qué pasa con lo de tener un bebé? Creía que te importaba.
—Y tendremos un bebé y más dinero para mantenerlo.
—Eso contando con que esto salga como lo habéis previsto —le contestó casi al borde de las lágrimas.
—Va a funcionar —insistió—. Ten un poco de fe.
—Eso quiero —le respondió con amargura.
—Piensa en ello —le suplicó—. Habla con Maddie o con Dana Sue. Pregúntale a Erik. Confías en él, ¿verdad? Todos tienen confianza en esto.
—Supongo que podría hacerlo —admitió aun con renuencia y sin dejar de darle vueltas a la cabeza—. ¿Y si todo se va al traste, Elliott? ¿Estáis protegidos en ese caso?
—Tendré que hablarlo con Helen, pero creo que sí.
—Asegúrate, Elliott. ¿Y si os surge alguna demanda o algo?
—Tendremos un seguro de responsabilidad. Deja de preocuparte. Helen nos protegerá. Puedes estar segura.
—Sabes que le confiaría hasta mi vida. Después de todo, acogió a mis hijos cuando yo no pude hacerme cargo de ellos hace unos años. No hay nadie en quien confíe más.
—Pues entonces discute todo esto con ella. Y si no te quedas convencida de que todo irá bien, seguiremos hablando del tema hasta que lo estés. No quiero que te asustes, Karen, pero tienes que entender que es nuestra gran oportunidad de avanzar.
—Lo entiendo —respondió sonando resignada aunque no convencida del todo.
—Tú y yo, ¿estamos bien? —le preguntó Elliott buscándole la mirada.
—Estamos bien —le respondió muy despacio y mirándolo fijamente.
—No pareces muy convencida. ¿A qué viene eso?
—El problema va más allá del gimnasio, Elliott. No nos hemos estado comunicando, no como deberían hacerlo las parejas de verdad. Y sé que lo intentas, pero no creo que entiendas del todo lo mucho que me asusta el tema del dinero.
—¿No acabo de decir que lo entiendo? —le preguntó frustrado.
—Pero después lo ignoras. Prométeme que cuando se trate de cosas importantes, nos comunicaremos mejor.
—Nos hemos estado comunicando muy bien casi toda la noche —le dijo intentando despertarle una sonrisa.
—No me refiero a eso, y lo sabes. En ningún momento me has dicho que estabas dándole clase a Frances y sabes lo mucho que me importa esa mujer. Eso me hace preguntarme cuántas otras cosas me has ocultado. Tu padre...
—¡Mi padre no tiene nada que ver en esto! —le contestó con brusquedad ante la injusta comparación—. Y eso de que te oculto cosas es una exageración, ¿no crees? Apenas pasamos tiempo juntos y a veces pasan días sin que hayamos mantenido una verdadera conversación, así que para entonces ya he olvidado las cosas que pretendía contarte. No hagas una montaña de esto.
Ella se mostró tan dolida por su desdeñoso tono que él se aplacó al instante y, en el fondo, la entendió.
—Intentaré hacerlo mejor —prometió—. Sé que para ti la comunicación es un tema casi tan peliagudo como el de la economía. No debería haberte ocultado lo del gimnasio, ni siquiera para evitar que te preocuparas. Y, créeme, entiendo lo del dinero. Puede que no haya pasado por una situación tan brutal como la tuya, pero vi con mis propios ojos lo que supuso para ti.
—Gracias. Y, como te dije anoche, Frances ha prometido ayudarnos a tener más tiempo para los dos. Si, además, podemos tener estos desayunos de vez en cuando, puede que las cosas mejoren.
—Claro que mejorarán —y él se aseguraría de que así fuera porque nunca nadie le había importado tanto como esa mujer que conoció cuando pasaba por una época terrible y que ahora se había transformado en una compañera, amante y esposa formidable. Era su gran amor y haría todo lo que hiciera falta para que siempre lo supiera. Ojalá pudiera estar seguro de que con eso bastaría.
Cuando Karen llegó a Sullivan’s encontró a Dana Sue frenética.
—¿Qué pasa? ¿Dónde está Erik?
—Sara Beth está enferma y Helen está en el juzgado, así que tiene que quedarse en casa con Sara —le respondió desde la cámara frigorífica—. He intentado contactar con Tina para preguntarle si podía venir antes porque ya le ha enseñado casi todos los postres, pero no puede venir hasta esta tarde.
Salió a la cocina con las mejillas rojas por el frío de la cámara.
—¿Te puedes creer que no quede ni una sola tarta? Creo que vamos a tener que poner helado en la carta, aunque sea para el almuerzo.
—¿Y brownies? —preguntó Karen—. Son bastante fáciles. Los hacías siempre hasta que Erik se ocupó de los postres. Si puedes hacerlos, yo puedo ponerme con el plato del día. Lo haremos sencillo para el almuerzo. ¿Qué te parecen esos panini de jamón y queso que Annie te convenció para meter en la carta? Llamarlos «sándwiches de queso glorificados» fue una auténtica genialidad. ¿Y qué me dices de la ensalada de pollo con nuez y arándanos? Ayer hice la cacerola de estofado de judías, así que no hay problema.
Dana Sue suspiró claramente aliviada.
—Gracias por devolverme a la tierra. No sé por qué me ha entrado este ataque de pánico.
—Porque eres adicta a esa planificación que tienes colgada en la pared de tu despacho —bromeó Karen—. Y en cuanto hay que desviarse del plan te vuelves un poco loca.
—¿Estás sugiriendo que soy una maniática del control? —le preguntó con un divertido brillo en los ojos.
—Sé que lo eres —respondió Karen justo cuando Ronnie entró en la cocina.
—He oído que tenemos una crisis —dijo deteniéndose a darle a su mujer un intenso beso—. No estás tan histérica como parecías por teléfono. ¿Han mejorado ahora las cosas?
—Totalmente —respondió Dana Sue—, pero ha sido Karen, y no tú, la que me ha devuelto la cordura.
—¿Entonces ya no necesitas que eche una mano? —preguntó aliviado.
Dana Sue sonrió.
—Dado que no servimos tortitas en Sullivan’s más que los domingos por la mañana y que son tu única especialidad, no tengo ni idea de por qué te he llamado.
—Porque solo verme ya te calma.
Dana Sue se rio.
—Sí, seguro que es por eso.
—Si necesitas aquí a Erik, puedo ir a quedarme con Sara Beth —se ofreció él—. Tengo ayuda en la ferretería hasta media tarde.
—No, nos apañaremos. A Karen se le ha ocurrido un plan.
—Pues entonces me voy para encargarme de mi propio negocio —dijo guiñándole uno ojo a Karen—. Llama si ves que empieza a ponerse histérica otra vez.
Una vez se hubo marchado, Karen miró a Dana Sue con envidia.
—Me encanta que haya estado dispuesto a dejarlo todo por venir a rescatarte.
—Elliott haría lo mismo por ti —insistió Dana Sue mientras empezaba a reunir los ingredientes para los brownies—. Por cierto, ¿qué tal fueron las cosas anoche? ¿Arreglasteis vuestras diferencias sobre el tema del gimnasio?
—No estoy del todo segura de que no vayamos a afrontar más responsabilidades económicas de las que nos podemos permitir. No estamos en la misma posición que todos vosotros, así que para mí la inversión inicial que tiene que aportar es enorme. Pero cuando se lo he dicho, se ha puesto a la defensiva y ha dado por hecho que no tengo fe en él —miró a Dana con frustración—. Y no es eso en absoluto.
—No, aquí el problema es tu experiencia previa. Seguro que lo entiende.
—Dice que sí —respondió y, encogiéndose de hombros, añadió—: Ya veremos. Aunque sigue sin hacerme mucha gracia que no me hubiera hablado del tema. Pero lo sabe, así que supongo que tendremos que ver si vuelve a dejarme al margen.
—Dudo que lo haya hecho intencionadamente. Los hombres no piensan como nosotras. Les gusta fijarse en todos los detalles, considerar todas las posibilidades, anticiparse a nuestras objeciones y después ofrecernos lo que ellos creen que es un hecho consumado infalible.
—¿Y eso te parece bien?
Dana Sue se rio.
—No mucho. Soy una maniática del control, ¿lo recuerdas? Solo Helen me supera en eso. Y puede que también Maddie.
—Pero Ronnie y tú habéis encontrado un modo de solucionarlo, ¿no?
—Ronnie y yo llevamos muchos años juntos, separándonos y volviendo a juntarnos. No ha sido una balsa de aceite, Karen. Lo sabes.
Se detuvo mientras removía la masa del brownie con expresión triste.
—Cuando me enteré de que me engañaba, por mucho que me juró que solo había sido una vez y en un momento de estupidez, lo odié. No confiaba en él ni un ápice. Quería que se fuera y Helen se aseguró de que lo hiciera. Mirando atrás, puede que no fuera lo mejor, y menos para Annie.
Se encogió de hombros.
—Pero al final nos encontramos otra vez. Desde que éramos niños supe que era el hombre perfecto para mí e incluso cuando estuve enfadadísima, una parte de mí no podía dejar de amarlo. Supongo que a eso es a lo que se refiere la gente cuando habla de almas gemelas. Nada las separa de verdad, al menos, no durante mucho tiempo.
Karen asintió.
—¿Es posible encontrar a tu alma gemela a la segunda? Porque seguro que yo no la encontré en Ray.
—Creo que todos vimos algo especial entre Elliott y tú desde el principio. Así que, sí, diría que es tu alma gemela, lo cual no significa que sea perfecto —la miró fijamente—. O que tú lo seas.
Karen se rio.
—Créeme, lo entiendo. ¿Pero sabes qué es lo más asombroso? Que Elliott se piensa que lo soy.
—¡Oh, vamos! —exclamó Dana Sue riéndose—. Entonces está claro que tienes que conservar a este hombre. Dale un respiro, ¿me oyes?
Y Karen oyó lo que le dijo. Y hasta supo que, probablemente, tenía razón. Pero también sabía que si Elliott seguía dejándola al margen de decisiones importantes, sobre todo si había consecuencias económicas de por medio, no podría dejarlo pasar bajo ningún concepto.
Elliott terminó la clase con su última clienta del día a media tarde. Estaba deseoso de ir a recoger a los niños a casa de su madre, adonde habían vuelto tras el colegio, llevarlos a casa, darles la cena y después relajarse un poco y, tal vez, tomarse una copa con su mujer. Ya estaba al tanto de la crisis que se había producido en Sullivan’s, sabía que llegaría tarde y que necesitaría algo con lo que desconectar. Después de la noche anterior y de la charla que habían mantenido esa mañana, había decidido que, en lugar de echarse a dormir como de costumbre, estaría esperándola después de un largo día de trabajo. Era un intento más para solucionar las cosas entre los dos.
Pero cuando llegó a casa de su madre, encontró a su hermana mayor sentada en el porche delantero con gesto de abatimiento mientras veía a los niños correr por el jardín.
—¿Va todo bien? —le preguntó a Adelia intentando tantear qué le pasaba.
—Muy bien.
—¿Dónde está mamá?
—Ha salido, gracias a Dios. Estaba haciéndome demasiadas preguntas —dijo mirándolo fijamente y como lanzándole una indirecta.
—Ah, ¿entonces debería hacer como si no viera que tienes muy mala cara?
—Exacto.
—Pues entonces tal vez te iría mejor si lograras sonreír un poco.
—Que te den —le respondió—. Ahora que estás aquí, me marcho con mis hijos.
Frunciendo el ceño, él le agarró la mano.
—Adelia, ¿qué pasa? Te lo pregunto en serio.
—Todo —le contestó con amargura—. En serio.
Pero antes de que él pudiera proseguir, su hermana llamó a sus hijos, los metió en el coche y se marchó. Elliott se quedó mirando. No era propio de Adelia hablarle así. Tal vez sus otras hermanas sí que tenían mal genio de vez en cuando, y hasta podían resultar insoportables, pero Adelia siempre había parecido feliz. Se había casado con Ernesto Hernández muy enamorada y había tenido a su primer hijo siete meses después. Los otros tres habían llegado con una diferencia de diez meses. Se había esperado que su hermana estuviera agotada, pero la maternidad la había hecho resplandecer, al menos hasta hacía poco. Ahora estaba empezando a aparentar cada uno de los cuarenta y dos años que tenía.
—¿Nos vamos a casa ya? —preguntó Mack sentándose a su lado e interrumpiendo sus pensamientos.
—Sí —respondió Elliott levantándose y agarrando al niño de siete años para lanzarlo al aire hasta hacerlo reír.
—A mí también —le pidió Daisy mirándolo con los ojos como platos y recordándole tanto a su madre que él no pudo evitar sonreír.
—A las señoritas no se las lanza por el aire. Son tranquilas y sosegadas.
—Yo no —respondió la niña con descaro—. Voy a ser como Selena.
La referencia a su sobrina mayor lo hizo estremecerse un poco. Selena, de doce años, no era solo un chicazo al borde de la adolescencia, sino que ya empezaba a mostrar una vena rebelde que les traería muchos quebraderos de cabeza a Adelia y Ernesto.
—No. Tú vas a ser Daisy, una personita única y especial. No necesitas imitar a nadie.
—Pero Selena es guay —protestó Daisy—. Y ya le han comprado su primer sujetador.
Tal vez Elliott podía manejar y controlar a las solteras senior del spa con sus comentarios carentes de pudor, pero estaba seguro de que la franqueza de Daisy iba a matarlo.
—Jovencita, aún quedan unos años para que empieces a pensar en sujetadores.
—Pero Selena dice que a los chicos solo les gustan las chicas con tetas grandes —dijo y después lo miró con gesto de perplejidad—. ¿Qué significa eso, Elliott? ¿Crees que tiene razón?
—Significa que Selena tiene que establecer sus prioridades —respondió decidido a comentárselo a su hermana. Como poco, su sobrina tenía que ser más discreta cuando hablara con Daisy, que solo tenía nueve años, ¡por favor! Tenía que estar pensando en muñecas, no en sujetadores y chicos. Sin embargo, tenía la sensación de que, por desgracia, no era así.
—¿Podemos ir al McDonald’s esta noche otra vez? —le suplicó Mack siempre ansioso por ir al restaurante de comida rápida que habían abierto en el pueblo de al lado hacía unos años.
Elliott se estremeció. Había tomado la fea costumbre de llevarlos allí porque era más sencillo que prepararles la cena, por mucho que sabía que Karen odiaba que comieran comida rápida. Iba en contra de su propio código también, pero a veces las mejores intenciones se perdían en pro de lo más práctico.
—Esta noche no, colega. Vamos a cenar spaghetti y ensalada.
—¡Pero odio la ensalada! —gritó Mack.
—Y los spaghetti engordan —añadió Daisy—. Me lo ha dicho Selena.
—Selena no sabe lo que dice. Y a ti te gustará esta ensalada, Mack. La ha hecho mamá.
Mack se quedó como si nada, pero al menos no discutió. Y una vez en casa, se comió la ensalada y los spaghetti como si se estuviera muriendo de hambre. Daisy picoteó un poco de cada cosa.
—¿Puedo levantarme? —preguntó la niña al cabo de un rato—. Tengo que hacer deberes.
—Podrás cuando te hayas terminado la cena —le respondió Elliott con firmeza.
—Pero...
—Ya conoces las reglas. Mack, ¿tú tienes deberes?
—Solo ortografía y mates. Pero los he hecho en casa de la abuela Cruz.
Elliott tenía sus dudas.
—¿Puedo verlos, por favor?
Para su sorpresa, los problemas de matemáticas estaban hechos y bien. Repasó la ortografía con Mack y el niño acertó todas las palabras.
—Eran fáciles —dijo Daisy con tono malicioso.
—No lo eran —respondió Mack dispuesto a pelear.
—Ya vale —interpuso Elliott—. Mack, ve a darte una ducha y luego puedes ver una hora de tele antes de irte a la cama —miró el plato de Daisy y asintió—. Buen trabajo. Termina los deberes y después puedes ir a ducharte y a dormir.
—Quiero esperar a mamá —protestó.
—Ya veremos. Ahora, venga, corre.
Solo después de que los dos niños se hubieran marchado, respiró aliviado. Había adorado a Daisy y a Mack desde que había iniciado su relación con Karen, pero ser su padrastro seguía siendo un desafío. Sus personalidades ya estaban bien formadas cuando había entrado en sus vidas, y aún fluctuaba entre imponerles una disciplina férrea y ser una especie de extraño para ellos.
En un principio se había ofrecido a adoptarlos, pero Karen se había mostrado algo reacia a la idea y por eso lo había dejado pasar. Suponía que no tenía tanta importancia siempre que los niños supieran que los quería como si fueran sus propios hijos. Además, después de alguna vacilación inicial, su madre los había acogido como a sus propios nietos, los colmaba de abrazos y los alimentaba con infinitas raciones de galletas de chocolate. A veces le parecía que era el único que se sentía inseguro con el papel que desempeñaba en sus vidas.
Justo cuando estaba empezando a ponerse nervioso con el tema otra vez, Daisy salió de su habitación, entró en la cocina y lo abrazó con un gesto impulsivo que se estaba volviendo cada vez menos frecuente a medida que se hacía mayor.
—Te quiero —susurró contra su pecho—. Ojalá fueras mi padre.
Abrazándola fuerte, Elliott sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Soy tu padre en todos los sentidos, pequeña. Siempre puedes contar conmigo.
Ella lo miró con esos ojazos que tenía.
—¿Me acompañarás al baile de padres e hijas del cole? No iba a ir porque ni siquiera sé dónde está mi padre, pero si me acompañaras, estaría muy bien.
Vio esa sorprendente expresión de temor en su mirada y supo que la niña pensaba si estaría pidiéndole demasiado, una muestra más de que a pesar de todo el tiempo que había pasado, sus roles no estaban tan definidos.
—Sería un honor —le aseguró profundamente conmovido por la invitación.
—¿Crees que a mamá le parecerá bien?
La pregunta lo hizo detenerse. Suponía que Karen no pondría pegas porque seguro que no querría que Daisy se sintiera inferior al resto de niñas en una ocasión tan especial.
—Lo hablaré con ella —le prometió—. ¿Cuándo es ese baile?
—El viernes que viene. Tengo que sacar la entrada mañana.
—¿Cuánto necesitas?
—Solo diez dólares.
Elliott le dio el dinero y le dijo:
—Hablaré con tu madre esta noche. ¿Por eso querías esperarla despierta? ¿Querías hablarlo con ella primero?
La niña asintió.
—A veces se pone triste cuando le pregunto cosas así, como si se sintiera mal porque me ha decepcionado —lo miró con expresión muy seria—. Pero no es verdad. No es culpa suya que papá se fuera. Y, además, te encontró a ti.
—¿Y soy la mejor alternativa, no? —le dijo con un tono irónico que, probablemente, la niña no captó.
—No, eres el mejor en general y punto —le contestó con rotundidad.
Y con eso, Daisy le arrebató un pedacito más de su corazón para siempre.