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Capítulo 9
ОглавлениеDurante la cena, Karen estuvo muy pendiente de Daisy y Selena, pero no vio muestras de que las niñas estuvieran seriamente enfadadas. En todo caso, Selena, que por lo general era muy habladora, parecía más callada de lo habitual. No pudo evitar preguntarse si sería porque su padre no había vuelto y su madre había desaparecido antes de la comida, o por la situación con Daisy.
La abrupta marcha de Adelia sin dar ninguna explicación había desatado las lenguas de la familia y fue el tema estrella durante la degustación de los tamales de la señora Cruz.
—Está pasando algo —especuló la señora Cruz—. Algo le pasa a Adelia para que se haya marchado así, sin decirnos ni una palabra.
—¿Y dónde demonios está Ernesto? —preguntó Laurinda, la otra hermana de Elliott, sin alzar la voz en un flojo intento de evitar que Selena lo oyera. Las niñas estaban en la mesa principal del comedor, mientras que los niños más pequeños estaban comiendo en una mesa de picnic en el patio trasero, lejos de la conversación.
—Eso me gustaría saber a mí —apuntó Carolina—. Hace tiempo que no se presenta los domingos.
—¡Ya basta! —ordenó Elliott en voz baja y mirando a Selena de soslayo para que lo entendieran.
Por desgracia, sus hermanas no captaron la indirecta y las especulaciones continuaron. De pronto, Selena se levantó con la cara muy pálida.
—¡Se ha ido! —gritó—. Dejad de hablar de eso, ¿vale? Mi padre se ha marchado, y no creo que vaya a volver nunca.
Un silencio cargado de impacto fue la respuesta a ese anuncio. Selena salió corriendo del comedor con Daisy detrás. Karen iba a seguirlas, pero Elliott se levantó antes de que pudiera dejar la servilleta sobre la mesa.
—Mirad lo que habéis hecho —les dijo a sus hermanas al salir detrás de las niñas.
En cuanto se hubo marchado, los hombres empezaron a ofrecer sus opiniones, la mayoría de las cuales en apoyo a Ernesto, tal como Karen se había imaginado. Al cabo de unos minutos escuchándolos tachar a Adelia de bruja que había echado a su marido de casa y que tenía lo que se merecía, ya sentía que no podía soportarlo más. Y lo peor era que ninguna de sus hermanas, ni siquiera la señora Cruz, salió en su defensa. Ahí se estaba exponiendo la mentalidad de unos hombres machistas y esas mujeres lo estaban permitiendo.
Con el volumen de la discusión elevado, y aprovechando que nadie estaba pendiente de ella, se levantó de la mesa y fue a buscar a Elliott y a las niñas. Lo encontró sentado en el césped en un extremo del jardín con Selena llorando en sus brazos y Daisy a su lado. Se agachó junto a ellos y posó una reconfortante mano sobre la espalda de la niña que, lentamente, empezó a calmarse.
Elliott le lanzó una mirada de agradecimiento y asintió hacia la casa.
—¿Aún siguen con el tema? —preguntó moviendo solo los labios por encima de la cabeza de Selena.
Ella asintió.
—Selena, cielo, ¿por qué no buscas a tus hermanos y nos vamos a casa? —sugirió.
Selena se sorbió la nariz y lo miró.
—¿Y si mamá tampoco está allí?
—Pues entonces nosotros nos quedaremos allí hasta que vuelva, ¿de acuerdo? Aunque tengo la sensación de que la encontraremos allí.
—Vale —terminó diciendo Selena—. Pero no quiero volver a entrar en casa de la abuela. ¿Puedo esperar en el coche?
—Claro —respondió Elliott de inmediato.
—Me quedaré esperando contigo —se ofreció Daisy.
—Yo también —añadió Karen, que no tenía ninguna gana de volver a entrar y arriesgarse a tener que participar en la conversación, ya que dudaba que quisieran oírla—. Elliott, ve a buscar a los niños y trae mi bolso.
—Controlado —le contestó.
Unos minutos después, la camioneta de Elliott estaba abarrotada de niños. Cuando llegaron a casa de Adelia, al ver el coche de Ernesto en el camino de entrada, los más pequeños salieron del coche y corrieron hacia la casa. Solo Selena se quedó atrás, claramente reticente a enfrentarse a lo que pudiera estar pasando.
Karen lo comprendía por completo. Intercambió una mirada con su marido y murmuró:
—No hay suficiente dinero en el mundo para hacerme entrar ahí. ¿Y tú?
—Yo preferiría comer barro, pero tengo que entrar para asegurarme de que todo marcha bien. Si quieres esperar aquí, créeme que lo entiendo.
—Me quedo con Karen —dijo Selena dirigiéndole una suplicante mirada—. Si te parece bien.
—Claro que sí —le respondió dándole un apretón en la mano.
—Quiero entrar —dijo Mack desde el asiento trasero.
—No —contestó Karen de inmediato—. En cuanto Elliott vuelva, nos marchamos.
Ante sus palabras, Selena se puso recta y de pronto pareció demasiado adulta para su edad.
—Entonces puede que ahora sí que quiera ir con Elliott —dijo con resignación.
Elliott extendió la mano y la agarró.
—Pues vamos.
Daisy se quedó sumida en un extraño silencio cuando la niña se marchó.
—Me sorprende que no quieras ir con Selena. Podrías pasar con ellos solo un segundo y así le darías apoyo moral.
Daisy negó con la cabeza.
—No me cae bien Ernesto. Siento que haya vuelto.
Sorprendida por su reacción, Karen observó a su hija.
—¿Es por lo que pasó en el baile?
—No puedo decirlo —le contestó muy tercamente.
—¿Qué significa eso? —le preguntó Karen frunciendo el ceño—. ¿Es que ha hecho alguna otra cosa? Daisy, si has visto o has oído algo, no pasa nada porque me lo cuentes. Es más, es importante que hables con un adulto si otro adulto hace algo desagradable o inapropiado.
Karen estaba dividida entre llegar al fondo de lo que fuera que Daisy había visto u oído o permitirle mantener la promesa que estaba claro que le había hecho a alguien, probablemente a Selena. Pero al final concluyó que tenía que saber la verdad.
—Cielo, esta no es una de esas situaciones en las que puedes guardar un secreto, por mucho que lo hayas prometido. Tienes que contármelo. ¿Qué te ha dicho Selena? ¿O acaso es que has visto u oído algo?
Daisy se quedó en silencio un rato largo, batallando con su apenas desarrollada moral.
—Selena me lo ha contado —acabó diciendo—. Pero es una cosa que no debería saber, por eso me dijo que guardara el secreto.
—Pero a mí me lo puedes contar —dijo Karen con firmeza.
—Dile a Mack que salga del coche y te lo contaré. Si lo oye, se lo contará a todo el mundo.
—¡No lo diré! —protestó el niño con actitud rebelde—. Y no pienso salir del coche.
—Solo un minuto —le pidió Karen, entendiendo que Daisy quisiera guardarse la información todo lo posible—. Por favor. Si no, no tomaremos helado en el lago cuando vuelva Elliott.
Mack le puso mala cara a su hermana, pero el helado era un capricho demasiado poco habitual como para arriesgarse a perdérselo. Se bajó de su alzador y cerró la puerta de golpe.
Karen se fijó en el gesto abatido de su hija y esperó. Sabía que Daisy seguía sopesando la lealtad contra una orden de su madre. Al final susurró:
—Selena dice que Ernesto tiene una novia y que está en su casa con ella.
Karen tuvo que controlarse para no soltar un grito ahogado, no solo por la noticia, sino por el hecho de que la niña de doce años supiera algo así de su padre. Aunque no dudaba ni por un segundo que pudiera ser verdad, no podía imaginar que Ernesto hubiera tenido tan poca discreción.
—A lo mejor Selena ha malinterpretado algo.
Daisy sacudió la cabeza categóricamente.
—Los ha visto juntos. Se estaban besando.
—¿Dónde?
—Delante de la casa de la novia, supongo. Selena volvía a casa caminando desde la parada de autobús del cole y el coche de Ernesto estaba aparcado en la casa. Estaban fuera, besándose en el coche, y luego entraron en la casa agarrados de la mano. Selena me dijo que aunque estaba castigada, por la noche se escapó y volvió. El coche de su padre seguía allí —la miró con preocupación—. ¿No le vas a contar a Adelia que se escapó, verdad?
Karen tenía un millón de preguntas, pero no pensaba expresárselas a su hija de nueve años. Estaba claro que Daisy no entendía del todo las implicaciones de lo que Selena le había contado, o al menos eso esperaba, pero parecía que Selena sí.
—Gracias por contármelo —le dijo dándole un reconfortante apretón de manos—. Y ahora deja de preocuparte por esto. Los mayores lo arreglarán. Tú solo intenta ser más comprensiva con Selena a partir de ahora, ¿vale? Esta pasando por unos momentos muy difíciles para ella.
Daisy asintió.
—Ahora lo entiendo un poco. Quiero decir, entiendo que Selena esté disgustada a veces. Le da mucho miedo que su madre y su padre se divorcien.
Karen pensó en ello. ¿Podría Adelia ignorar algo así, fingir que no estaba sucediendo? Porque si era cierto que Selena había llegado a esa casa andando, estaba claro que lo estaban haciendo delante de sus narices. Karen sabía que ella misma no podría, pero las mujeres Cruz tenían una visión distinta del matrimonio y diferentes expectativas sobre el comportamiento de sus maridos. ¿Aplicarían eso también a una infidelidad tan descarada?
Aún seguía dándole vueltas al tema cuando Elliott y Mack subieron al coche.
—¿Todo bien? —preguntó ella.
Elliott se encogió de hombros.
—Aparentemente —miró hacia el asiento trasero y con una forzada voz de alegría, preguntó—: ¿Vamos al lago?
—¡Sí! —respondió Mack con entusiasmo.
Hasta Daisy esbozó una sonrisa para Elliott.
—Mamá ha dicho que podemos tomar helado.
Elliott sonrió.
—Pues entonces lo tomaremos —respondió guiñándole un ojo—. Cuando tu madre hace una promesa, siempre la cumple.
Karen le agarró la mano y la apretó con fuerza. Elliott también mantenía sus promesas y en ese momento estaba más agradecida por ello de lo que él podía llegar a imaginar.
Elliott se sentía completamente exprimido emocionalmente después del revuelo que se había formado en casa de su madre, del arrebato de Selena y, más tarde, de la tensión en casa de los Hernández cuando había ido a dejar a los niños. Incluso aunque los más pequeños habían gritado de alegría al ver que su padre había vuelto a casa, había podido ver la intranquilidad en el rostro de su hermana y cómo Selena se había mantenido apartada con gesto furioso. Cuando Elliott había intentado hablar a solas con Adelia, ella lo había ignorado.
—Vete —había insistido—. No hagas esperar a Karen y los niños.
—Si me necesitas, llámame —le dijo más como una orden que como una petición. Se le hacía imposible dejar de preocuparse tan rápidamente como ella parecía querer.
—Lo prometo —le había dicho, aunque él sabía muy bien que no podía creerla. Tenía claro que últimamente se estaba guardando muchas cosas e intentando solucionarlas ella sola. Así no era como se hacían las cosas en su familia, y lo frustraba pensar que Adelia pudiera necesitar ayuda y fuera demasiado orgullosa para pedirla.
Aun así, se había marchado, ya que no le había dado elección, y para cuando llegó al pequeño lago en el centro de Serenity, lo único que quería era pasar un rato tranquilo sentado al lado de su mujer y dando gracias de que sus problemas, por muy complicados que pudieran ser, no fueran nada comparados con los de su hermana.
—Lo que ha pasado hoy te ha afectado mucho, ¿verdad? —le preguntó Karen mientras se comían el helado en un banco bajo la sombra de un gigantesco roble de los pantanos cubierto de musgo español.
—Me preocupan Adelia y su familia. Pasa algo muy grave y creo que necesita apoyo, pero ha rechazado mi ayuda.
—Ella es así, ¿no? —le recordó con delicadeza—. Sabe que cualquiera de vosotros se volcaría si os lo pidiera. Pero si no lo está pidiendo, alguna razón tendrá.
Hubo algo en su tono de voz que lo alertó.
—¿Sabes algo, verdad?
—No de primera mano —respondió lentamente—. Y Daisy me ha contado en secreto lo que Selena le ha contado. Si te lo digo tienes que prometer que no te vas a subir al coche para ir a por Ernesto.
Elliott se quedó paralizado ante la sombría expresión de su mujer. Si temía que pudiera ir a buscar a su cuñado, entonces tenía que ser algo malo.
—¿Qué? —preguntó nervioso.
—Recuerda que es algo que ha visto Selena—le advirtió—. Podría haberlo malinterpretado.
—Tú cuéntamelo.
—Cree que la está engañando con una mujer que vive cerca de su casa. Los ha visto besándose y se escapó de casa por la noche, fue allí y vio que el coche de su padre seguía aparcado. Cree que ha estado ahí desde que se marchó de casa de Adelia.
Elliott sintió cómo la rabia que bramó en su interior fue aplastando todos sus músculos.
—¿En el mismo vecindario donde vive su familia?
Karen frunció el ceño ante la elección de sus palabras.
—¿Te parece que es lo único malo de la situación?
—No, por supuesto que no. Solo digo que es mucho más grave que haga algo así en las narices de su mujer y sus hijos. ¿Crees que Adelia lo sabe?
Karen asintió.
—No me ha dicho ni una palabra, pero creo que sí. Las mujeres solemos saber estas cosas a menos que elijamos no hacerlo. Eso explicaría por qué ha estado tan tensa.
—Dios mío —murmuró Elliott—. ¡Qué desastre!
Estaba a punto de levantarse cuando Karen lo sujetó del brazo.
—Me has prometido que no irías.
—Se trata de mi hermana. Nadie la trata con tanta falta de respeto.
—Estoy de acuerdo, pero Adelia tiene que pedirte ayuda —le dijo con sensatez—. De lo contrario, lo único que harás será humillarla. No puedes presentarte allí y montar una escena delante de los niños.
Aunque hacer eso iba en contra de su instinto de protección, se quedó donde estaba.
—Odio esto.
—Yo también —contestó Karen agarrándole la mano.
—¿Qué deberíamos hacer? ¿Al menos podría ir a buscar a Ernesto mañana y darle una paliza? —preguntó medio esperándose que Karen le dijera que era algo perfectamente lógico.
Ella sonrió.
—Creo que ya sabes mi respuesta a eso.
—Pero es que no soporto que se salga con la suya.
—Estoy de acuerdo, pero lo mejor que puedes hacer es vigilar a tu hermana y estar ahí cuando todo esto estalle. No creo que lo sepa aún, pero es una mujer fuerte y no va a quedarse sentada y tolerar esto para siempre.
A Elliott le pareció detectar el mensaje que esas palabras llevaban implícito.
—¿Divorcio?
—¿Se te ocurre otra opción?
—Tiene que haberla. El divorcio es inaceptable.
—¿Querrías que siguiera con un hombre que le falta al respeto con ese descaro? —le preguntó sin poder creer lo que oía—. ¿Es eso lo que habrías querido para mí?
—Claro que no —dijo refiriéndose a la situación de Karen—. Ray te abandonó y tú no podías quedarte en un limbo.
—¿Y Ernesto? ¿Cómo llamarías a lo que está haciendo?
Elliott vaciló. Por primera vez estaba viendo claramente la inmensidad del dilema. La fuerte fe de su familia se enfrentaba contra la realidad de un matrimonio sumiéndose en la desesperación. Cuando el problema golpeaba a los suyos, las respuestas ya no parecían tan claras o tan simples como siempre había creído.
El miércoles, Frances llegó quince minutos tarde a la clase semanal de gimnasia para mayores de The Corner Spa. Al entrar, vio la mirada inquisitiva de Flo, pero por suerte, Elliott encendió el reproductor de CD y dio comienzo a los ejercicios de baile que se habían convertido en la parte favorita de la clase. Con la música a todo volumen, Flo no podía hacer todas las preguntas que, claramente, tenía en la punta de la lengua. Y para cuando hicieron el descanso, todas estaban demasiado agotadas como para hablar.
Cuando la clase terminó, Frances corrió a buscar a Elliott para preguntarle por Karen y los niños, tal y como hacía cada semana. Y, si tenía que ser totalmente sincera, también para eludir a Flo.
—¿Necesitáis que os haga de canguro esta semana? —le preguntó esperanzada. A pesar de algunos momentos desconcertantes, el tiempo que pasaba con los niños era especial para ella porque llenaba el vacío que deberían haber llenado sus propios nietos. Se sentía mejor cuando estaba rodeada de la lozanía y la alegría de la juventud.
—La verdad es que no tengo ni idea de cómo va a ir la semana —respondió Elliott con clara frustración—. Íbamos a hablar el domingo cuando llevamos a los niños al lago, pero al final surgió otra cosa y no pudimos conversar de nada de lo que teníamos pendiente.
—Pues parece que necesitáis otra noche para salir. Tengo la agenda libre, menos esta noche que voy a jugar a las cartas. Llamadme si queréis que vaya o si preferís llevarme a los niños a casa.
Elliott se agachó y la besó en la mejilla, despertando las risas de las mujeres que aún no habían salido de la sala.
—¡Ey, nada de favoritismos! —gritó Garnet Rogers.
—Y si buscas a una mujer mayor, yo soy mejor opción —bromeó Flo.
Frances volteó la mirada.
—Señoras, comportaos, que sois mayorcitas.
—¿Y por qué íbamos a hacer eso? —respondió Garnet—. Cuanto más pueda recuperar la juventud, más disfrutaré.
Elliott volvió a besar a Frances, claramente para echar más leña al fuego, y después les guiñó un ojo antes de salir para dar la siguiente clase.
Cuando Frances se giró para marcharse, Flo le cortó el paso.
—Sé lo que estás haciendo —la acusó—. Intentas evitarme. Y también a Liz.
—Claro que no —dijo con la indignación justa y calculada.
—La semana pasada no fuiste a jugar a las cartas.
—Estaba ocupada.
—Y hoy has llegado tarde a propósito para que no pudiera preguntarte si ya has pedido cita con el doctor. Y esa charlita que has tenido con Elliott también entraba en la estrategia. Hacías tiempo para que yo me fuera.
—Bueno, pues si era una estrategia, no ha funcionado, ¿no?
Flo la miró fijamente.
—No puedes estar esquivándonos para siempre —le dijo con voz calmada—. Y tampoco puedes seguir posponiendo la cita con el médico. No es propio de ti fingir que todo va bien cuando sabes que no es así. ¿No sería mejor saberlo por si pueden darte tratamiento y hacer lo que haya que hacer?
—Creo que todas estamos exagerando —contestó, aunque sabía demasiado bien que había habido un par más de incidentes preocupantes, incluido el embarazoso momento que había vivido mientras hablaba con el sacerdote el domingo después de misa y había perdido un poco el hilo. A mucha gente le pasaba, pero eso no evitó que se asustara.
El problema era que había veces, como ahora después de la clase de gimnasia, en las que se sentía mejor que nunca. Su fortaleza física era asombrosa para una mujer de casi noventa años y todos, incluido el médico que la había visto el año anterior por una gripe, estaba de acuerdo.
—Las dos sabemos que nadie ha exagerado. Y comprendo que puedas estar asustada.
—No estoy asustada —la corrigió—. Aterrorizada.
—¿Pero no es mejor saberlo? —repitió claramente frustrada por la terquedad de su amiga.
Frances miró directamente a los compasivos ojos de Flo.
—¿Has encontrado alguna cura cuando has mirado en el ordenador?
—No, pero...
Frances la interrumpió.
—¿Entonces qué más da que me entere ahora o dentro de unos meses?
—Hay medicamentos que pueden ayudar un tiempo, al menos, y eso te podría ahorrar tiempo para estar con tu familia y, además, puede que ni siquiera tengas Alzheimer. Piensa en el alivio que te supondría ese diagnóstico.
—Las dos sabemos que no es nada probable.
—No lo harás hasta que estés preparada, ¿verdad? —preguntó finalmente Flo con resignación.
Frances asintió.
—Eso es, y yo decidiré cuándo.
A Flo se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo único que queremos Liz y yo es que estés bien.
—¿Y no creéis que lo sé? —le respondió dándole un impulsivo abrazo—. Sois las dos mejores amigas que podría tener. Sé que os preocupáis por mí, y os lo agradezco de verdad. Si sucede algún incidente más, iré a ver al médico. Lo prometo.
Flo le lanzó una mirada cargada de dudas.
—¿Y tendremos que presenciar ese incidente para que cuente o mantendrás la promesa aunque nosotras no lo hayamos visto?
—Da igual quién lo vea. Mantendré la promesa.
Porque aunque quería pensar que esos lapsus no eran los primeros signos del Alzheimer, no estaba dispuesta a poner a nadie en peligro por ser tan tonta de negarse a aceptar la posibilidad de que su salud se estuviera deteriorando.