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Capítulo 4
ОглавлениеA pesar de sus mejores intenciones, Elliott se durmió en el sofá antes de que Karen volviera a casa del trabajo. A la mañana siguiente se habían quedado dormidos y, con las prisas de levantar a los niños para llevarlos al colegio, no llegó a tener oportunidad de hablar con ella sobre el baile de Daisy. Después, se le había pasado.
Dos días más tarde, de nuevo durante un desayuno muy acelerado, fue Daisy la que se lo mencionó a su madre.
—Voy a necesitar un vestido nuevo para el baile, mamá.
Karen la miró perpleja.
—¿Qué baile?
—El baile de padres e hijas del viernes que viene —respondió Daisy lanzándole a Elliott una mirada acusadora—. ¿No se lo has dicho?
—Lo siento. Se me ha olvidado —admitió disgustado—. Lo hablaré con tu madre luego, después de dejaros en el colegio, ¿vale?
Daisy lo miró asustada.
—¿Pero vamos a ir, no? Lo prometiste. Ya he comprado la entrada.
—Vamos a ir —le aseguró evitando la mirada de Karen.
En cuanto dejó a los niños en el colegio, volvió a casa y se encontró a Karen esperándolo en la mesa de la cocina con una taza de café en la mano y gesto serio. Quedaba claro que... una vez más... estaba enfadada.
—Por favor, no hagas un mundo de esto. Daisy me dijo lo del baile hace un par de noches. Tenía miedo de no poder ir, pero le dije que yo la llevaría. Los dos queríamos hablarlo primero contigo, pero me quedé dormido. No me despertaste cuando volviste y se me olvidó.
Ella suspiró.
—Ya veo.
Era evidente que estaba muy molesta, aunque él no sabía muy bien por qué. ¿Era por el hecho de que no hubiera hablado el tema con ella o porque estaba pasándose de la raya al acceder a ir? Últimamente tenían demasiadas conversaciones que parecían ser campos de minas que no sabía cómo esquivar.
—A ver, Karen, ya veo que no te hace mucha gracia esto. ¿Te molesta que haya accedido a ir con Daisy a un baile de padres e hijas? ¿Me he pasado de la raya al hacerlo?
Ella sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no. Lo que me molesta, otra vez, es que ni me lo hayas mencionado.
—Acabo de explicarte lo que pasó.
—Y entiendo que es fácil que cosas así se nos escapen —admitió—. De verdad que sí. No sé por qué dejo que me moleste tanto. Es un baile, ¡por el amor de Dios! Y veo las ganas que tiene de ir. Elliott, siento haber sacado las cosas de quicio. De verdad que sí.
Él la observó fijamente y, a pesar de que había elegido las palabras cuidadosamente, se dio cuenta de que había algo más detrás... Y acabó cayendo en la cuenta de qué era.
—Este baile supone que compremos un vestido nuevo. Un vestido que no entra en nuestro presupuesto.
Karen asintió.
—Es parte del problema. Sé que el tema del dinero me preocupa demasiado, Elliott. No te pareces a Ray en nada, e incluso hemos podido ahorrar para un futuro bebé, pero ¿el vestido además de lo del gimnasio? Es como la gota que colma el vaso. Supongo que esto no es más que una reacción instintiva, pero no sé de qué otro modo actuar cuando surgen estos gastos imprevistos. Me sube el pánico por la garganta y no puedo evitarlo.
Aunque en su familia no había sobrado el dinero, Elliott y sus hermanas nunca habían carecido de nada. Tal vez por eso le había costado un poco entender por lo que había pasado Karen, sobre todo después de que Ray los hubiera abandonado. Había estado en peligro de que la echaran del piso en más de una ocasión, en peligro de que la despidieran de Sullivan’s porque había tenido que marcharse del trabajo con frecuencia dados los problemas que habían surgido con los niños, de los que pasó a ocuparse ella sola. Dada la deuda que Ray le había dejado, se había visto al borde de la bancarrota y evitarlo había consumido toda su energía y sus recursos emocionales.
Cuando se habían casado, ella había insistido en que planificaran un presupuesto conjunto y estricto y se había obsesionado con los gastos que se salían de sus estimaciones. Entendía que necesitara tenerlo todo bajo control, pero también entendía que los niños necesitaban algo de flexibilidad para cosas como ese baile.
—Tenemos un fondo para imprevistos —le recordó.
—Para emergencias, no para un vestido.
—Para Daisy esto es una emergencia. Le importa mucho ir a ese baile. No se trata de una fiesta, se trata de tener un padre.
Karen lo miró con desazón.
—Sé que tienes razón.
Lo dejó estupefacto que hubiera transigido.
—¿Por qué no le pregunto a Adelia si Selena tiene algún vestido de fiesta que le quede pequeño? —propuso—. Esa niña tiene el armario de una princesa. Y ya que Daisy la idolatra, puede que no se sienta como si fuera de prestado. ¿Qué te parece?
Inmediatamente, a Karen se le iluminó la cara.
—Es una idea perfecta.
—¿No crees que Daisy se decepcionará si no va de compras contigo?
—Puede que un poco —admitió—. Y yo también, pero así son las cosas. Habla con Adelia a ver qué te dice.
—Eso haré —prometió dándole un beso en la frente—. Otra crisis esquivada.
—¿Crees que llegará el día en que no tengamos ninguna? —le preguntó apesadumbrada.
—Con dos niños y a la espera de tener más, no es muy probable —le respondió sinceramente—. Pero la vida es impredecible. Es lo que hace que sea interesante.
Ella se rio.
—A veces me gustaría que las cosas fueran un poco menos interesantes.
—¿Por qué no hablamos de eso mañana mientras cenamos? Algo sencillo que no nos deje sin blanca —sugirió de manera impulsiva—. Puedo llamar a Frances para ver si está libre. ¿Y tú qué? ¿Estás disponible?
Ella asintió.
—Sí, que yo sepa.
—Pues entonces hecho. Te quiero.
Karen le sonrió cuando la besó.
—Yo también te quiero.
Elliott contaba con que ese amor los ayudara a superar esos baches. Ya fueran grandes o pequeños, no importaba porque eran pruebas y él estaba dispuesto a asegurarse de superarlas todas. No hacerlo era inaceptable.
Frances se había quedado encantada cuando Elliott la había llamado para que cuidara de Daisy y de Mack. En ese momento toda distracción era bien recibida. No había podido sacarse de la cabeza la conversación que había mantenido con Liz y Flo, aunque sí que había logrado evitar llamar al médico. Cada vez que alguna de las dos le había recordado la promesa que les había hecho, las había ignorado. Ahora se encontraba bien y no se habían producido más incidentes inquietantes. Estaba convencida de que se habían preocupado por nada.
Sin embargo, sí que le pidió a Elliott que fuera a recogerla.
—Ya no me gusta conducir de noche —le había confesado.
Sobraba decir que la nueva urbanización a las afueras de Serenity donde la pareja se había comprado la casa le resultaba de lo más confusa con todas sus calles sin salida. Ya era difícil andar por allí a plena luz del día, así que por la noche era imposible para alguien que no conociera la zona.
Estaba preparada con una caja de galletas recién hechas cuando Elliott llegó. El joven sonrió al verlas.
—¿Sabes que su madre es chef, verdad? —bromeó.
—¿Y cuándo fue la última vez que tuvo tiempo para hacer galletas en casa? Además, a Daisy y a Mack les encantan mis galletas de avena y pasas.
—A mí también —le dijo Elliott guiñándole un ojo—. La última vez que nos hiciste, engordé un kilo.
La mujer le lanzó una mirada cargada de ironía.
—¿Un kilo? Yo engordo casi tres si no me controlo.
—Los niños están deseando verte, y Karen y yo estamos súper agradecidos de que estés dispuesta a quedarte con ellos un par de horas.
—Un placer. Los echo de menos. Pero aseguraos de informarme de todas las normas para no dejar que se salgan con la suya. No he olvidado lo astutos que pueden ser los niños a esa edad. Suelen traer locos a los profesores sustitutos y a las niñeras intentando sobrepasar los límites.
—¡Como que tú ibas a dejarles! Conozco tu reputación. Puede que seas más estricta que nosotros.
—Eso fue hace mucho. Ahora me he ablandado, sobre todo con esos dos niños —suspiró—. Se están haciendo muy mayores. Recuerdo cuando Karen se mudó al piso de enfrente. Apenas eran unos bebés. Qué momentos más duros vivieron.
—Y tú fuiste un regalo caído del cielo. No sé cómo habría podido salir adelante sin ti. Y creo que ahora vuelves al rescate con nosotros.
Frances lo miró con curiosidad.
—¿Aún no se han solucionado las cosas entonces?
—Básicamente todo está bien. Nos estamos adaptando, eso es todo.
—Sois conscientes de que eso es algo que conlleva el matrimonio, ¿verdad? Tenéis que estar adaptándoos constantemente según vuestra familia va creciendo y las prioridades cambian. Ser muy inflexible puede ser letal.
—Ojalá Karen lo entendiera. Comprendo por qué siente la necesidad de ser tan estricta con los gastos y todas esas cosas, y hasta estoy de acuerdo, pero es que la veo preocupándose todo el tiempo y no sé cómo convencerla de que estamos bien. Ve los extractos bancarios y firma los cheques igual que yo, así que tiene que saberlo.
—Saberlo y tener el bagaje emocional que ha tenido ella son dos cosas muy distintas —le recordó Frances—. Dale un respiro. Cada mes que pase y hayáis pagado vuestras facturas y sigáis bien alimentados y felices, se sentirá más segura. El hecho de que entiendas por qué se preocupa ayudará a mantener esto en perspectiva. Sería una pena que su pasado os causara problemas ahora.
—No permitiré que eso pase —juró Elliott al acceder al camino de entrada.
Frances le tocó el brazo.
—Confío en que la hagas feliz, Elliott. Dio un gran salto de fe al permitirse enamorarse de ti.
Él asintió.
—Lo sé, y pretendo hacer todo lo que pueda para no defraudaros nunca a las dos.
—Precisamente por eso, me aseguraré de que los niños os dejen algunas de estas galletas —le prometió.
Karen estaba en la puerta momentos antes de que Elliott y ella fueran a salir; tenía la mirada puesta en Frances, que estaba en el sofá con Daisy y Mack a cada lado. Mientras engullían galletas, los niños le contaban cómo les iba todo mientras la anciana no dejaba de reír.
—Mira cuánto la adoran —le susurró a Elliott—. Tienen mucha suerte de tenerla en sus vidas.
—Creo que es ella la que se considera afortunada. Es una pena que sus nietos no vengan a visitarla a menudo. Está hecha para estar rodeada de niños. Sus alumnos llenaban ese vacío, pero ya lleva jubilada mucho tiempo.
De camino al centro del pueblo para una cena informal en Rosalina’s, Karen expresó la preocupación que llevaba un tiempo guardándose.
—¿Cuánto tiempo crees que la tendremos a nuestro la-do?
—No hay forma de predecir algo así. Lo único que podemos hacer es dar gracias por cada minuto que tenemos.
—Pero creo que está apagándose. No me había fijado antes, y esta noche la he visto un poco vacilante.
Elliott frunció el ceño.
—¿Vacilante?
—No sé si puedo explicarlo. Aunque ya había estado en casa antes, parecía un poco insegura, como si no supiera dónde están las cosas. ¿No te has fijado? Y que te haya dicho que la recogieras es una novedad. Normalmente conduce a todas partes.
—Me ha dicho que ya no le gusta conducir cuando ha oscurecido. Hay mucha gente de su edad que tiene problemas de visión por la noche. Las farolas y los faros los deslumbran, y hay que admitir que nuestro vecindario no es de los más sencillos de recorrer.
—Supongo que será eso —dijo Karen antes de mirarlo con una sonrisa—. Ya vale de ser agoreros e intentar adelantarnos a lo que está en manos de Dios. Tenemos una cita esta noche, ¿no es genial?
Él la miró de arriba abajo; fue una mirada que hizo que a Karen le hirviera la sangre.
—¿Una cita, eh? ¿Significa eso que podemos montárnoslo en el coche antes de que te lleve a casa?
Ella le sonrió.
—Eso depende de cómo vaya la cita. ¿Aún recuerdas cómo cortejarme?
Elliott le guiñó un ojo.
—Sin duda haré todo lo que pueda, sobre todo con la recompensa que podrías darme —le agarró la mano y se la acercó a los labios sin apartar los ojos de la carretera.
Después de besarla, dejó la mano sobre su muslo y la cubrió con su mano. Ella sintió su involuntaria excitación y el calor de su piel. Ver el efecto que producía en él la hizo sentirse muy femenina y poderosa.
Después de que Elliott entrara en el aparcamiento y apagara el motor, se giró hacia ella con gesto serio y le dijo:
—Recuerda que no debes intentar averiguar los ingredientes secretos ni colarte en la cocina. Esto es una cita, no una oportunidad clandestina de vigilar a la competencia.
Karen se rio.
—Hace años que descubrí todos los ingredientes secretos de Rosalina’s. Aquí no hago labores de espionaje, así que puedo relajarme y disfrutar de mi comida.
—Ah, entonces solo tengo que preocuparme de qué estarás haciendo cuando dices que vas al baño en los restaurantes de Charleston y Columbia —bromeó—. De eso, y de si te interesa más la comida que yo.
—A mí siempre me interesarás más que ninguna otra cosa —le aseguró, aunque añadió—: A menos que alguien tenga el suflé de chocolate perfecto en su carta. Me encantaría aprender a hacerlo muy bien.
—No dejes que Erik se entere nunca de que el suyo no te parece perfecto —la advirtió—. Se supone que su talento con la repostería es legendario, al menos por Carolina del Sur.
—Tartas, pasteles, cobblers de frutas... Vale, admito que los hace muy bien, pero hacer un suflé es un arte. Y si te paras a pensarlo, en Sullivan’s no lo tienen ni en la carta. Eso es porque Erik sabe que el suyo no es perfecto. Me encantaría poder llegar a superar su talento algún día.
—Búscalo en Google —le sugirió Elliott—. Encuentra dónde está el mejor obrador de suflés de chocolate del estado y te llevaré allí.
Ella lo miró asombrada.
—¿Lo harías?
—Haría cualquier cosa que te hiciera feliz. ¿Es que no lo sabes a estas alturas?
Ella sonrió. Sí que lo sabía, pero tampoco estaba mal que se lo recordaran de vez en cuando.
La cita fue un éxito enorme. Karen se sentía llena de ilusión y energía después de toda una noche con su marido sin ninguna crisis de por medio. Los niños le suplicaron que Frances se quedara a pasar la noche, así que le dejó un camisón y la acomodó en la habitación de invitados. La mujer prometió preparar tostadas francesas para desayunar antes de que todos salieran de casa a la mañana siguiente.
Cuando Karen se levantó por la mañana, la encontró en la cocina ya vestida. Había reunido los ingredientes para las tostadas que había hecho habitualmente para los niños cuando habían sido vecinos, pero estaba allí de pie mirándolo todo con expresión de perplejidad.
—¿Frances? —le preguntó con voz suave e intentando no sobresaltarla—. ¿Va todo bien?
Frances dio un respingo con gesto de consternación.
—Oh, Dios mío, querida, me has asustado. No te he oído entrar.
Karen la abrazó.
—Te veo un poco distraída.
—Supongo que me he quedado un poco dispersa, pero estoy genial.
Aunque sus palabras eran reconfortantes, Karen no se quedó muy convencida. Intentando actuar con naturalidad, empezó a preparar el café y le preguntó:
—¿Te parece bien que te eche una mano? Podría batir los huevos con la canela y la leche.
Su propuesta pareció despertar una inesperada reacción en Frances.
—¡Rotundamente no! —respondió con brusquedad—. Llevo años haciendo tostadas francesas. Puedo apañarme sola.
Pero a pesar de sus palabras, pareció vacilar al ponerse a trabajar, como si se estuviera pensando mucho cada cosa que hacía.
Al final, las tostadas quedaron perfectas y los niños las engulleron con ruidoso entusiasmo. Elliott, que normalmente se limitaba a unas saludables claras de huevo o a cereales con alto contenido en fibra, también se comió su ración.
En cuanto los platos estuvieron en el lavavajillas, él se ofreció a llevar a los niños al colegio.
—Frances, ¿por qué no te llevo a ti también?
—Ya la llevo yo —dijo Karen al querer pasar algo más de tiempo con ella para ver por qué había notado algo extraño durante esa visita—. Necesito tener mi ración de Frances antes de que la dejemos volver a su rutina —miró a su amiga—. ¿Te parece bien? ¿Tienes prisa? Estaré lista en media hora.
—La verdad es que creo que mejor me iré con Elliott —le respondió evitándole la mirada—. Tengo cosas que hacer.
Karen captó la mentira; era una excusa para esquivar sus preguntas.
—Claro, si te viene mejor así... A lo mejor la próxima vez podrías quedarte a pasar el fin de semana. Nos encantaría a todos, ¿verdad, niños?
La entusiasta respuesta a coro de Daisy y Mack le arrancó una sonrisa a Frances.
—Pues entonces eso haremos. Mack, podrías enseñarme a jugar con ese vídeo juego del que me has hablado. Y Daisy, querré que me lo cuentes todo sobre ese baile para padres e hijas al que irás con Elliott.
Elliott los llevó a todos hacia la puerta y le lanzó a Karen una mirada cargada de curiosidad.
—¿Va todo bien? —murmuró.
—La verdad es que no estoy segura —le respondió sin molestarse en ocultar su frustración—. Pero será mejor que te vayas. Ya hablaremos luego.
Él la besó y, murmurando contra su boca, dijo con una pícara mirada:
—Una cita genial.
—Aunque llegar a casa fue mejor —respondió ella pensando en la ternura con que le había hecho el amor antes de que se durmieran el uno en brazos del otro.
Elliott sonrió.
—Sí, es verdad —le agarró suavemente la barbilla y la miró fijamente—. Hoy llamaré a Adelia para preguntarle lo de los vestidos, ¿o prefieres hacerlo tú?
Ella le lanzó una mirada irónica.
—¿Que le pida un favor a tu hermana? Aún no hemos llegado a ese nivel. Todavía me odia.
—No te odia —protestó él—. Es que es demasiada protectora conmigo. La llamaré yo.
Justo en ese momento, alguien desde dentro del coche tocó el claxon para meterle prisa. Elliott se rio.
—Será mejor que me vaya antes de que alguno de los niños se piense que ya es mayor para darse una vuelta en coche.
—No te preocupes, Frances jamás les dejaría hacerlo —dijo Karen aunque, a la vez que pronunció esas palabras, se preguntó si sería verdad. Había visto señales de que Frances estaba cambiando y, aunque no sabía qué podían significar, sospechaba que no debía de ser nada bueno.
Elliott llamó a su hermana mayor a media mañana durante un descanso entre la clase de spinning y la de danza aeróbica. Adelia respondió al teléfono con el mismo tono impaciente que había mostrado en casa de su madre hacía unos días.
—Parece que en la casa de los Hernández las cosas no están muy animadas esta mañana. ¿Qué pasa, Adelia?
—Nada —respondió con voz entrecortada—. ¿Por qué llamas?
—La verdad es que necesito un favor para Daisy.
—Claro —dijo de inmediato porque, aunque no había recibido muy bien a Karen en la familia, sí que les había abierto su corazón a los niños—. ¿Qué necesita?
—¿Sabes lo del baile para padres e hijas del colegio?
—Selena no habla de otra cosa. Dice que es un rollo, pero no deja de suplicarle a su padre que la lleve. A Ernesto no le hace mucha gracia, pero ha accedido. Ahora depende de mí que no se eche atrás en el último momento y la decepcione. ¿Vas a llevar a Daisy?
—Me lo ha pedido.
—¡Cuánto me alegro! Me temía que fuera a sentirse apartada.
—La cuestión es que necesita un vestido de fiesta y nuestro presupuesto está muy ajustado últimamente.
—Además, Selena tiene un armario lleno de vestidos —dijo Adelia, al comprenderlo de inmediato—. ¿Qué te parece si elijo unos cuantos y te los llevo al spa? Puede probárselos en casa esta noche.
—Si te resulta más fácil, puedes llevarlos a casa de mamá —le propuso.
—¿Y que Selena se dé cuenta y haga algún comentario inapropiado sobre el hecho de que Daisy se ponga su ropa usada? Mala idea.
—Claro —dijo Elliott deseando no haber olvidado la posibilidad de que hirieran los sentimientos de la niña—. Estaré aquí el resto del día. Pásate cuando quieras y, ya de paso, puedes aprovechar y dar una clase de gimnasia.
El silencio fue la respuesta a su ofrecimiento.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Estás sugiriendo que he engordado?
Elliott tuvo la sensación de haberse colado en otro de esos campos de minas que existían entre las mujeres de su vida.
—Yo jamás sugeriría algo así. ¿Es que Ernesto te ha dicho algo? Porque, si lo ha hecho, va a tener una pequeña charla con su cuñado sobre cómo mostrarle algo de respeto a su mujer. ¿Qué pasa porque te hayan quedado unos kilos de más por haber tenido unos embarazos tan seguidos? Eran sus hijos los que llevabas dentro.
—Parece que, últimamente, Ernesto tiene muchas opiniones que dar —dijo Adelia con una nada habitual amargura—. Ya he dejado de escucharlo.
Ahora Elliott sabía que estaba atrapado en mitad del campo de minas. Pisara donde pisara, había peligro.
—¿Quieres hablar de ello? —le preguntó con tacto.
—No —respondió ella secamente—. Me pasaré luego con algunos vestidos.
Aprovechando, él dejó pasar el asunto.
—Gracias.
Adelia vaciló antes de añadir:
—Es muy dulce lo que estás haciendo por Daisy.
—No es dulce. Es que no quiero que se pierda cosas por no tener a su padre.
—Y eso es dulce —insistió Adelia—. ¿Cuándo vais a tener un bebé Karen y tú?
Era una pregunta que su madre y sus hermanas no habían dejado de hacerle de manera habitual desde que se habían casado.
—Cuando llegue el momento adecuado —le dijo como decía siempre. Decirle que se metiera en sus asuntos no servía de nada.
Al menos esa respuesta pareció hacerla callar, aunque no por mucho tiempo.
—¿Y cuándo será eso?
—Adelia, como mi hermana mayor, estarás entre los primeros en saberlo —le aseguró—. Te enterarás justo después de mamá.
—Quiero ser la primera —bromeó—. ¿Quién te enseñó todo lo que sabes sobre las mujeres? ¿Quién te protegió de los abusones del colegio?
—Tú no, eso seguro —respondió él riéndose—. Tú no hacías más que hablar y casi me metiste en más problemas de los que podía gestionar con esa bocaza descarada que tienes.
Su hermana se rio; fue el primer sonido verdaderamente alegre que había oído desde que había comenzado la conversación.
—Pero te hizo fuerte, ¿verdad? Y tenías mucho éxito entre las chicas porque te conté lo que nos gusta a las mujeres.
—Supongo que es una forma de verlo. Hasta luego.
—Te quiero, hermano —le dijo en español.
—Yo también te quiero.
Aunque sus hermanas tenían la capacidad de volverlo loco, no podía imaginarse la vida sin ellas. Quería que Karen se beneficiara de todo ese amor también, pero hasta el momento el proceso había sido muy lento. Aunque la abierta hostilidad de sus hermanas se había disipado, aún la miraban con cierto recelo. Un día de estos tendría que encontrar el modo de acercar posiciones entre todas.
Karen tenía muchas amigas y podía apoyarse en ellas como si fueran familia, pero sabía que el amor y la familia hacían más llevaderos los problemas que surgían en la vida.