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Capítulo 15

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Aunque aún no entendía del todo por qué Karen había estado tan consternada la noche anterior, Elliott se tomó muy en serio sus quejas sobre el poco tiempo que habían pasado juntos últimamente. Ningún trabajo valía tanto como para pagar por él el alto precio de perjudicar su matrimonio. Y aunque las exigencias de un negocio que estaba a punto de abrir eran altas, suponía que ese negocio nunca funcionaría si le preocupaba que pudiera destruir su matrimonio.

Cuando vio a Frances en la clase de mayores se acercó a ella antes de empezar.

—¿Estás libre esta noche, por casualidad? Sé que sueles jugar a las cartas, pero si pudieras recoger a los niños después del colegio y quedártelos, nos estarías haciendo a Karen y a mí un gran favor. Pero si no te viene bien, dímelo.

—Oh, me encantaría.

—Entonces llamaré al colegio para avisarlos —la miró fijamente—. ¿Y no te supondrá mucho problema llevarlos por la mañana? Le diría a mi madre que se los llevara a dormir, pero esta noche tiene un evento en la iglesia y sé que terminará tarde.

—No te preocupes —le aseguró Frances—. Me las arreglaré. ¿Y la ropa del colegio para mañana?

—O Karen o yo te la llevaremos antes de cenar, si te parece bien.

—No podría parecerme mejor. Me iré a casa directa después de clase y les prepararé galletas.

Elliott se rio.

—Sé que les encantará, pero no hace falta que los mimes tanto.

—Tengo que competir con María Cruz, ¿no? Sé cuánto los mima tu madre.

—Por desgracia, es verdad. Gracias, Frances. Eres un regalo caído del cielo.

—Sabes que lo hago tanto por ayudaros como por mí. Es un placer.

En cuanto la clase hubo terminado, llamó a Karen para informarle del plan.

—Pero ¿y la reforma? ¿Seguro que puedes escaparte?

—Ya lo he solucionado y, como podrás imaginarte, Frances está emocionada por quedarse con los niños.

—¿No preferiría cuidarlos en casa?

—Le parece bien que se queden a dormir con ella. Es más, creo que lo está deseando.

—Yo también —dijo Karen en voz baja y entrecortada—. ¡Los dos solos toda una noche! ¿Qué vamos a hacer?

—Oh, seguro que se me ocurren unas cuantas cosas. Luego nos vemos. Te quiero.

—Yo también te quiero.

Elliott no volvió a pensar en el tema hasta las cuatro en punto cuando lo llamó la directora.

—He intentado contactar con la señora Cruz, pero al parecer ha salido antes del trabajo —le explicó la mujer.

—¿Hay algún problema? —preguntó Elliott lamentando una vez más haber optado por ahorrarse el gasto del móvil de Karen que, por los niños, debería estar accesible en cualquier momento.

—Cuando ha llamado antes ha dicho que Frances Wingate vendría a recoger a los niños. El colegio ya ha terminado hace un rato y no sabemos nada de ella. Los niños siguen aquí esperando en mi despacho.

Elliott se sintió como si alguien le hubiera arrancado el corazón del pecho. Los niños estaban a salvo, así que su preocupación era por Frances. No habría faltado a menos que se tratara de una emergencia extrema. ¿Y si se había desmayado después de la clase de gimnasia? ¿O la había atropellado un coche de camino al colegio? Un millón de cosas, y ninguna de ellas buena, se le pasaron por la cabeza.

—Ahora mismo voy —le aseguró a la directora.

De camino allí intentó contactar con Karen.

—Problemas —dijo en cuanto ella contestó en casa—. Frances no ha ido al colegio. Estoy yendo a por los niños, pero creo que tenemos que ir a su casa para asegurarnos de que está bien.

—Yo me encargo —dijo de inmediato con la voz salpicada de miedo—. ¿Puedes preguntarle a Adelia si puede quedarse con los niños y nos vemos en el piso de Frances? No quiero que estén con nosotros si... —se le quebró la voz antes de poder llegar a vocalizar el mismo pensamiento que lo había aterrorizado a él.

—Buena idea. Tardaré lo menos que pueda. Espérame, ¿de acuerdo? Por si acaso... —también dejó en el aire su pensamiento más terrible.

En el colegio, Daisy y Mack estaban perplejos, pero bien por lo demás.

—La profesora nos ha dicho que Frances venía a recogernos. ¿Dónde está?

—Le ha surgido una cosa —dijo Elliott rezando por que no hubiera sido más que eso—. Pero voy a llevaros a casa de Adelia.

—¡Guay! —gritó Daisy encantada—. Selena dice que tiene un novio y quiero que me lo cuente.

—Selena es demasiado pequeña para tener novio —contestó Elliott automáticamente, aunque en ese momento no tenía tiempo de preocuparse por ese problema. El que tenía con Frances ya era demasiado importante.

Frances había reunido los ingredientes para hacer galletas de avena y pasas, había preparado tres hornadas y después había decidido llevarles unas pocas a Liz y a Flo, que quedaron en verse en el piso de la última. En ningún momento se le fue de la cabeza la sensación de que tenía algo más que hacer, pero no tenía nada apuntado en la agen-da.

Como era habitual, su visita a casa de Flo duró casi una hora. Flo siempre tenía mucho que contar, y sus aventuras solían hacer que sus amigas se partieran de risa al intentar imaginarse a ellas mismas comportándose tan escandalosamente a su edad.

Eran casi las cinco cuando volvió a casa y se encontró a Elliott y a Karen caminando desesperados de un lado a otro de la acera frente a su casa. En cuanto los vio, lo supo.

—¡Oh, Dios mío, los niños! —susurró al caminar hacia ellos con lágrimas en los ojos.

—Lo siento mucho —les gritó.

Karen corrió hacia ella y la envolvió en un abrazo tan fuerte que casi la dejó sin aire.

—Estábamos muy preocupados. Como no has ido al colegio, la directora ha llamado a Elliott. No sabíamos qué podía haberte pasado. Te hemos buscado por todas partes.

A Frances le temblaban las rodillas de pensar en el terrible error que había cometido.

—Creo que deberíamos ir dentro, si no os importa. Tengo que sentarme.

—Claro —dijo Karen de inmediato, agarrándola del brazo y yendo hacia el edificio.

Elliott le pidió la llave y abrió.

—¿Quieres un vaso de agua? —le preguntó al entrar en casa.

—Sí, y hay galletas en la encimera —dijo intentando compensar su lapsus de memoria jugando a la perfecta anfitriona.

Se sentó en el sofá con Karen a su lado agarrándole la mano como si le diera miedo soltarla. Solo cuando Elliott volvió con tres vasos de agua y un plato de galletas, la joven la miró directamente a los ojos.

—Frances, ¿puedes decirnos qué ha pasado? —le preguntó con mucho tiento, como si temiera que esa simple pregunta pudiera ser demasiado para la anciana—. ¿Dónde has estado?

Dadas las circunstancias, Frances entendía su cautela y le dio una reconfortante palmadita en la mano.

—He hecho las galletas para los niños, como le he dicho a Elliott que haría. Después he decidido llevarles unas pocas a Flo y a Liz —respiró hondo antes de admitirlo—. Podría mentiros y deciros simplemente que he perdido la noción del tiempo, pero no es así. Me he olvidado por completo de que tenía que recoger a los niños. No lo he recordado hasta que os he visto tan nerviosos delante de casa. ¿Están bien?

—Están en casa de mi hermana y están perfectos. No les ha pasado nada.

Frances era consciente de que Karen estaba observándola fijamente.

—No es la primera vez, ¿verdad? ¿Has olvidado otras cosas?

Frances asintió, al no verle sentido a mentirle a una joven que se había portado con ella tan bien como si fuera su propia hija.

—¿Has ido a ver al médico? —le preguntó Elliott con una expresión tan preocupada que a Frances le entraron ganas de llorar. Eso era exactamente lo que no había querido, que la gente se preocupara y sintiera pena por ella. Aceptarlo de Flo y Liz era una cosa, pero que esos dos jóvenes encantadores, que ya tenían tantas preocupaciones, añadieron eso a su lista no estaba bien.

—Aún no he ido al médico. Una parte de mí no quiere saber qué me está pasando. Si le preguntáis a la mayoría de la gente de mi edad, el Alzheimer es una de las cosas que más temen —se sintió orgullosa de poder pronunciar la palabra en alto.

—Pero Frances, podrían ser otras cosas —dijo Elliott—. A lo mejor no es tan grave como el Alzheimer. Puede que sea algún desequilibrio químico que se pueda corregir fácilmente. A lo mejor tus medicinas están interactuando negativamente.

—Tienes que averiguarlo —dijo Karen y añadió con decisión—: Yo misma llamaré al médico y te acompañaré.

—Los dos iremos contigo.

Las lágrimas salpicaron las mejillas de Frances.

—Sois unos cielos por preocuparos tanto por mí.

—No digas tonterías. Es lo mínimo que podemos hacer después de todo lo que has hecho por mí, por nosotros —dijo Karen—. O, si lo prefieres, puedo llamar a alguno de tus hijos, contarles lo que ha pasado para que te acompañen ellos.

—Rotundamente no. Me meterían en un asilo corriendo. Y yo quiero manejarme sola todo el tiempo posible. Hasta ahora ni he quemado la casa ni me he perdido de camino al centro de mayores.

Su intento de darle un toque de humor a la situación resultó en vano. Es más, Karen parecía estar al borde del llanto. Frances le dio un apretón de mano.

—Deja de mirarme como si fuera el fin del mundo —le ordenó—. Liz y Flo saben lo que está pasando y se encargarán de que no cometa ninguna tontería. Tengo intención de seguir aquí mucho, mucho tiempo y, con suerte, con mi cabeza intacta.

—¡Pero es tan injusto! —susurró Karen—. Has hecho mucho por mucha gente. No deberías tener que enfrentarte a algo así.

—Todos tenemos cruces que llevar —la consoló Frances. Y, por extraño que pareciera, vio que intentar reconfortarla calmó su propio miedo, aunque no podía imaginar por qué, ya que el incidente de aquel día era una indicación clara de que tenía que obtener respuestas lo antes posible.

Karen se acurrucó contra ella. Costaba ver quién estaba consolando a quién.

—Quiero ir al médico contigo —repitió—. Sé que tienes a Liz y a Flo, pero para mí eres como una madre, Frances. Quiero hacer lo que pueda por ayudarte.

—Trátame como lo has hecho siempre. Quiero aferrarme al último hilo de dignidad durante todo el tiempo posible.

Vio a Karen mirar a Elliott, aunque no supo interpretar bien qué se estaban diciendo. También se fijó en que él asintió.

—Esta noche me quedo aquí —le dijo Karen en voz baja aunque con decisión—. Y mañana iremos al médico.

—No creo que nos den cita tan pronto —protestó Frances, que aún no estaba preparada para oír el veredicto médico.

—Nos verán. Se lo diré a Liz, y nadie le dice no a Liz cuando se le mete algo en la cabeza.

A pesar de su nerviosismo, Frances se rio.

—Es verdad. De acuerdo, iremos mañana, pero no hace falta que te quedes esta noche.

—Puede que tú no necesites que me quede, pero yo sí necesito quedarme.

—Y yo estoy de acuerdo —añadió Elliott.

Frances esbozó una débil sonrisa.

—Pues supongo que está decidido —miró a Elliott con gesto de disculpa—. Siento haberos estropeado los planes de esta noche.

—Nos importas mucho más que una cita —le aseguró él—. Eres parte de nuestra familia. Y ahora será mejor que vaya a casa a por las cosas de Karen, y después iré a recoger a los niños. ¿Quieres que los traiga para que os den las buenas noches o sería demasiado?

—Oh, por favor, tráelos. Seguro que se están preguntando qué habrá pasado. Tengo que disculparme y puede que tengan que ver que estoy bien.

Karen asintió.

—Me parece una gran idea.

—Pues hecho —dijo Elliott, dándole un beso a Frances en la frente antes de besar a su mujer.

Aunque se sentía fatal por haberles arruinado la noche, Frances no podía evitar sentirse agradecida de que Karen fuera a quedarse allí. A pesar de su intento de disimular lo que había pasado, el incidente la había impactado más que ninguno de los otros lapsus que había tenido. Estando los niños de por medio, las cosas podrían haber sido mucho peores. Esa noche tendría que dar gracias a Dios por haberlos mantenido a salvo en el colegio. Sabía que en algunas ciudades con unos empleados de colegio menos atentos, podrían haberlos dejado salir solos, y entonces, ¿quién sabía lo que podría haber pasado?

Karen no durmió nada aquella noche. Aunque Frances no había mostrado más signos de falta de memoria, a Karen la había impactado mucho que hubiera olvidado ir a recoger a los niños. Tanto si era Alzheimer como otra cosa menos grave, el lapsus no era buena señal y la idea de ver a su amiga sumida en una lenta y larga decadencia le partía el corazón.

Después de una noche agitada en la habitación de invitados, terminó por quedarse dormida casi al amanecer y se despertó con el olor a beicon frito y café. En la era de los microondas y las cafeteras eléctricas, los dos aromas mezclados a la antigua usanza le hicieron la boca agua.

Encontró a Frances en la cocina, ya vestida y oliendo a lirios del valle, su perfume favorito.

—Parece que has dormido bien —le dijo Karen.

—Sí —admitió Frances—. Mejor que en mucho tiempo —miró a Karen fijamente—. En cambio tú no tienes pinta de haber pegado ojo.

—No lograba desconectar ni relajar la mente —admitió.

—Y en cambio la mía parece no estar funcionando la mitad del tiempo.

—¿Cómo puedes bromear con algo así?

—¿Y qué otra cosa voy a hacer? No es que pueda cambiar lo que hay.

—Pero hay medicamentos —protestó Karen antes de darse cuenta de que eso no lo sabía en realidad. Añadió con menos certeza—: Debe de haberlos.

—Nada de eso puede cambiar el curso de esto. Créeme, Flo lleva semanas mirando en Internet. Hay unas pocas cosas prometedoras que podrían ralentizar el progreso, pero no son definitivas.

—¿Y ha mirado Flo otros diagnósticos posibles? —le preguntó Karen queriendo creer que no había realizado una búsqueda completa a pesar de que no sería lo más probable tratándose de la madre de la compulsivamente organizada Helen Decatur-Whitney.

—Tendrás que preguntarle. Liz y ella llegarán en un momento. Van a desayunar con nosotras.

—Ya decía yo que estabas haciendo beicon para un regimiento.

—Creemos que ya estamos demasiado mayores para preocuparnos por el colesterol. ¿A esta edad, cuántas semanas o minutos de vida puede robarnos? Ya he tenido una vida plena y Liz también, aunque a Flo probablemente le queden unos buenos años aún antes de que empiece a aceptar lo inevitable, como nos pasa a Liz y a mí.

—Me gustaría que dejaras de hablar como si la muerte estuviera al otro lado de la esquina —dijo Karen estremeciéndose.

Frances le lanzó una mirada de disculpa, aunque no retiró lo dicho.

—Cielo, todos vamos a morir. Una vez llegas a mi edad la única pregunta es si nos iremos armando mucho jaleo o sin quejarnos.

Karen intentó contener la pena.

—Espero que te vayas peleando.

Frances se rio.

—Haré lo que pueda. Y ahora ya basta de esta charla tan tétrica. ¿Sabes que Flo tiene novio?

Karen no pudo evitarlo y se quedó con la boca abierta.

—¿Lo sabe Helen?

—No, si Flo se ha salido con la suya —le confió Frances—. Está muy segura de que a su hija le daría un infarto si se enterara.

—Pues entonces ten por seguro que no seré yo la que se lo cuente —dijo Karen que, impulsivamente, se levantó y abrazó a Frances—. ¿Te extraña que te admire tanto? Liz, Flo y tú me inspiráis. Cuando sea mayor, quiero ser como vosotras.

—Oh, mi niña, tú eres como eres y, si quieres saber mi opinión, eres fantástica tal cual.

—Y esa es la otra razón por la que te quiero. Hasta que te conocí, no supe lo que era el amor incondicional.

Frances la miró con tristeza.

—Seguro que tu madre...

—Sabes bien que no, pero te tengo a ti, y es una de las cosas por las que doy gracias cada día.

¿Y qué demonios haría si perdiera ese apoyo tan inquebrantable, a la mujer que había sido su tabla de salvación y su mayor protectora en todo momento? Sin ella, las perspectivas de futuro eran demasiado desalentadoras como para soportarlas.

Adelia se sobresaltó cuando la puerta de la casa se cerró de un golpe. Un minuto después, Ernesto entró en la cocina lleno de furia.

—¿Qué es esto? —preguntó tirándole una tarjeta de crédito sobre la mesa—. ¿Crees que estoy forrado de dinero?

Durante demasiados años, Adelia se había acobardado bajo esa mirada y enseguida se había ofrecido a devolver lo que fuera que lo había enfurecido. Pero ya no. Por mucho que él se ocupara de sus cuentas, sabía hasta el último centavo que tenían en el banco.

—¿Algún problema? —le preguntó con firmeza.

—Te has gastado cientos de dólares en ese gimnasio donde trabaja tu hermano solo en una semana. Y ya que no veo que hayas perdido ni un gramo, ¿en qué te lo has estado gastando?

—Pues resulta que he perdido dos kilos —dijo con orgullo, y como no pudo aguantarse, añadió—: He pensado que debía ponerme en forma para lo que me surja, o quien me surja.

El comentario lo dejó atónito.

—¿Cómo dices? ¿Qué significa eso?

—Tú has seguido con tu vida, ¿por qué no iba a hacerlo yo?

Él se sonrojó ante el desdeñoso comentario.

—Si me entero de que estás engañándome...

Adelia lo miró y lo desafió a terminar.

—¿Sí? ¿Qué vas a hacer? ¿Quejarte de lo indigno que sería eso? ¿Divorciarte de mí? Eso sí que nos daría una experiencia de lo más animada en los tribunales.

La miró fijamente.

—¿Qué te ha pasado?

—Que he descubierto que tengo agallas —le contestó con inconfundible orgullo—. Te advertí que podía pasar. Ahora tienes que pensar cómo vas a actuar ante esto.

Él abrió la boca para hablar, pero sacudió la cabeza, se giró y se fue.

Adelia lo vio marcharse y una sensación de bienestar la invadió. Unos meses atrás, incluso semanas atrás, la habría aterrorizado haberle hablado con tanto atrevimiento, con tanta terquedad. Ahora se sentía triunfante. Tal vez era demasiado tarde para recuperar su matrimonio, pero estaba claro que no era demasiado tarde para encontrarse a sí misma.

Elliott había hablado con Karen a primera hora de la mañana para ver cómo había ido la cita con el médico, pero por desgracia no podían darle un diagnóstico definitivo sin realizarle más pruebas y les había recomendado un especialista en Columbia. Pasarían un par de semanas hasta que lo supieran con certeza.

Aún seguía preocupado no solo por Frances, sino por el impacto que lo que le sucediera tendría en Karen. Eso era lo que estaba pensando mientras iba del spa al gimnasio. Cuando entró, le sorprendió ver que las paredes de la sala principal estaban terminadas y lucían un jovial tono verde salvia. Por él habrían sido verde pálido, pero Maddie le había convencido de que incluso a los hombres les gustaría ese toque de color.

—Si las ponéis grises, con todas las máquinas en gris acero y negro, pronto esto tendrá un aspecto tan sórdido como el Dexter’s —había insistido.

Al mirar a su alrededor tuvo que admitir que había tenido razón. Resultaba limpio y acogedor. Costaba creer que en otro par de semanas las puertas estuvieran abiertas. Por fin tendría un negocio con beneficios potenciales y decentes y a lo mejor hasta Karen podía dejar atrás su preocupación por el dinero.

Encontró a los demás tomándose un descanso en la terraza trasera.

—¿Qué hacéis aquí todos holgazaneando? Aún hay trabajo por hacer.

Ronnie levantó una cerveza a modo de saludo.

—Estamos en pleno proceso de tormenta de ideas y la cerveza ayuda.

Elliott asintió.

—Pues dadme una y así os ayudo yo también con las ideas. ¿Sobre qué tema?

—Tenemos que encontrar un nombre para el local —dijo Cal—. Maddie está histérica porque no puede hacer la publicidad ni encargar un rótulo sin un nombre. Se niega a llamarlo The Club, que es lo que le propuse.

—Y no me extraña —dijo Travis—. Hasta yo puedo ver que tendría sus inconvenientes, como por ejemplo que la gente no sabría qué clase de club es. Podríamos estar celebrando partidas ilegales de póquer o tener salas llenas de humo de tabaco.

Elliott agarró su cerveza y se sentó contra la baranda de la terraza.

—¿Alguna otra opción de momento?

—¿Qué vamos a ser? —preguntó Tom—. Un gimnasio, ¿no? Para hombres. ¿Y cómo podemos hilarlo? Es muy simple.

—Las mujeres optaron por lo simple con The Corner Spa —comentó Erik—. Spa alude a algo con clase. The Corner Spa le da el toque de acogedor, de familiar. Resulta que es la combinación perfecta.

—Bueno, pero nosotros no estamos en una esquina y no creo que pudiera valer algo cómo «El gimnasio en mitad de la calle» —bromeó Travis.

—El de Dexter se llamaba simplemente «Dexter’s» —apuntó Elliott.

—Pero era el dueño del local —contestó Ronnie—. Nosotros tenemos una sociedad.

Ronnie sacudió la cabeza.

—¿Quién se pensó que ponerle nombre a este sitio iba a ser más complicado que reformarlo?

—Eso es porque para las reformas hace falta mucha fuerza y de eso nos sobra —dijo Cal—. Un nombre requiere finura, y puede que ese no sea nuestro mejor atributo.

—Eso lo dirás por ti —dijo Travis sonriendo—. Yo soy todo finura. Pregúntale a Sarah.

—Podríamos pedirle opinión a las chicas —propuso Tom.

—¿Y admitir que no tenemos ni idea? —protestó Ronnie—. Pues entonces nos lo estarán recordando toda la vida.

—Creo que Tom tiene razón —dijo Cal—. Deberíamos comprarles una mezcla de margaritas y tequila, dejar que tengan una de sus famosas noches de margaritas y que se encarguen ellas.

—Pero entonces le pondrán un nombre demasiado femenino —objetó Ronnie—. Os lo garantizo. Lo harán para fastidiarnos.

—¿Tienes alguna alternativa masculina? —le preguntó Cal.

Ronnie le lanzó una mirada avinagrada.

—Si la tuviera, ¿crees que no lo habría dicho ya?

Elliott escuchó la discusión con cada vez más diversión. Después de crecer en una casa ocupada en su mayoría por mujeres, solo había tenido el ejemplo de su padre para fijarse en el comportamiento de los hombres. Como Karen le había sugerido alguna que otra vez, era un actitud machista que podría echar para atrás a una mujer moderna, pero esos hombres le estaban mostrando un camino distinto. Y aunque su estatus como hombres sexys, viriles y fuertes no podría ponerse nunca en duda, sabían cuando admitir la derrota y compartir el poder con sus medias naranjas.

—¿De verdad no os importa que nos lo vayan a recordar siempre si les pedimos ayuda?

—Si nos equivocamos, nunca dejarán de recordárnoslo —dijo Cal encogiéndose de hombros—. Creo que así es mejor.

—Estoy de acuerdo —dijo Tom.

Travis, Erik y Elliott también accedieron, dejando a Ronnie como el único que tenía dudas.

—Venga, ¡qué diablos! —terminó diciendo Ronnie—. Si todos podéis soportar sus sonrisitas de satisfacción, yo también. Ahora volvamos dentro para hacer algo que requiera esa fuerza bruta que alguien ha mencionado antes. Mi nivel de testosterona necesita una inyección importante.

—Elliott, ¿vas a hablar con Maddie? —le preguntó Cal cuando entraron—. Puede que haya sido idea mía, pero la verdad es que no quiero ser yo el que tenga que admitir ante mi mujer que no sabemos qué hacer.

Elliott se rio.

—Me alegra ver que tenéis limitaciones. Por un momento me estaba empezando a preocupar.

—Hazme caso, cuando lleves unos años casado, estarás más que dispuesto a concederle ciertas cosas a tu mujer —dijo Cal mientras los demás asentían—. Hay vaivenes a la hora de equilibrar el poder. Al final, suele funcionar en tu favor.

Y, una vez más, a Elliott le impactó lo difícil que era esa filosofía del modo en que lo habían educado a él. Sin duda era algo que tenía que tener en cuenta cuando Karen le lanzara una de esas miradas con las que le decía que estaba pisoteando su capacidad de pensar por sí misma.

E-Pack HQN Sherryl Woods 2

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