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Una auténtica morocha argentina

En la sede del sindicato, completamente ajenos a Bertelli, Angelito o Aponte, así como a la trascendente reunión de la juventud peronista que estaba teniendo lugar en el primer piso, Jorge y Porota seguían pendientes del relato del profesor Rosales.

–La relación entre don Juan Manuel y doña Encarnación fue ejemplar –decía el profesor–, de amorosa camaradería e intensa sociedad política. Pero quiso la fatalidad que la Heroína de la Confederación fuese llamada a la vera del Señor a sus 42 años, en la flor de la vida, dejando al Restaurador desconsolado, solo y teniendo que hacerse cargo de los serios problemas que afligían a la patria y las graves acechanzas que se cernían sobre ella. Imaginen nomás que en los momentos en que doña Encarnación pasaba a la inmortalidad, la flota francesa acababa de tomar la isla Martín García y estaba a las puertas de Buenos Aires.

¿Cómo que a la inmortalidad?, murmuró Porota. A la inmortalidad...

El secretario general, por su parte, parpadeaba sin conseguir cerrar la boca.

–Fue recién entonces, y conste que ni un instante antes, que don Juan Manuel posó su briosa y viril mirada en la joven y, permítanme abundar, bella Eugenia Castro, huérfana del comandante Esteban Gregorio Castro, quien por testamento había nombrado al Restaurador tutor de su hija. Luego de una desafortunada experiencia como criada en casa de una familia de la oligarquía mercantil pro-británica, la niña fue llevada a la casona de los Ezcurra, donde hizo las veces de dama de compañía de doña Encarnación, ya gravemente enferma, a quien cuidó con esmero y abnegación hasta el instante mismo de su muerte.

“A este viejo de mierda le voy a dar una patada en los huevos”, seguía pensando Porota.

–Pero mire usted... –atinaba a comentar el secretario general.

–Eugenia era una muchacha morena y vivaz, con la intensa sensualidad propia de las hijas de esta tierra. Una auténtica morocha argentina –Porota tuvo la impresión de que la mirada del profesor se había apartado por un instante del secretario general para posarse en sus pechos, que comprimidos por el suéter de cachemira, se agitaban al ritmo de la respiración. Pero al menos por esta vez, los dedos del profesor se habían conservado en su sitio–, y don Juan Manuel, que no era de hierro, se encontraba en la plenitud de sus vigorosos 45 años. Además, como bien dice el gran Giovanni Bocaccio –el profesor se quitó el sombrero y con un ademán sorprendentemente juvenil, agitó su blanca melena de poeta o director de orquesta–, el hombre es como el puerro: puede tener blanca la cabeza, ¡pero conservará el rabo siempre verde!

El secretario general correspondió a las palabras del profesor con una incómoda risita de compromiso. Porota sintió que el rubor y la indignación coloreaban sus mejillas y humedecían sus labios. En cualquier momento empezaría a echar espuma por la boca.

El profesor no le dio tiempo. Tras una profunda chupada a su pipa, prosiguió:

–Que conste que la muchacha ya había perdido la inocencia, se dice que a manos de un Ezcurra, sobrino de doña Encarnación, y dado a luz a una niña, Nicolasa Castro.

–No la reconoció –apuntó el secretario general.

Por un momento fue el profesor quien pareció confundido.

–¿Don Juan Manuel? ¿Por qué habría de hacerlo, si no era el padre?

–No, Ezcurra, el sobrino.

–Sobrino político –precisó el profesor al tiempo que avanzaba un paso hacia el escritorio del secretario general para golpear con fuerza la cazoleta de la pipa contra el borde de un cenicero–. Pero dice usted bien, compañero Jorge –metió la mano en un bolsillo interno del abrigo, del que sacó un paquete de tabaco. Comenzó a llenar la pipa con parsimonia–, pues tampoco don Juan Manuel reconoció a los cuatro hijos que luego tendría con la bella Eugenia: Angelita, Justina, Joaquín y Adrián. Todos llevaron el apellido Castro. La predilecta de don Juan Manuel era Angelita, a quien el Restaurador llamaba cariñosamente “El Soldadito”. Es debilidad de los hombres –agregó, en tono soñador–, a medida que nos hacemos grandes, el tener siempre al lado una predilecta, una niña que se ha vuelto la luz de nuestros ojos.

Perpleja, Porota advirtió que el profesor le ofrecía una galante aunque muy discreta inclinación de cabeza. Y nuevamente sin darle tiempo a reaccionar, continuó:

–Don Juan Manuel siempre trató con mucho cariño a los hijos que había tenido con Eugenia, y aunque no los reconociera oficialmente, nunca dejó de considerarlos hijos suyos. Eugenia, entre tanto, había hecho íntima amistad con Manuelita y otra bella joven de la sociedad porteña, la bulliciosa, jovial y pizpireta Juanita Sosa, que encendía corazones masculinos a su sensual paso por los salones de la Confederación.

El profesor hizo un prologado silencio y frunció el ceño.

–Demás está decir que esta Juanita Sosa carece de la menor relación con quien fuera la santa madre de nuestro añorado General.

Porota se sorprendió aprobando la aclaración del profesor.

–Claro, claro –se escuchó decir.

–¡A quién se le ocurriría pensarlo! –exclamó el secretario general.

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