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La reaparición del profesor Rosales

Esteban hizo crujir la silla apoyando contra el respaldo sus –hasta donde era capaz de confesar– 120 kilos de peso. Dio una larga chupada al mate hasta hacerlo sonar, y se lo devolvió al Polilla.

–Todas las suecas son putas –sentenció.

Un murmullo de aprobación recorrió el grupo, mayoritariamente masculino.

–Es lo que yo siempre digo –confirmó el Polilla.

La mirada de Porota se cruzó con la de Beba.

–Polilla, vos conocerás muchas putas, pero no viste una sueca ni en una película de Bergman.

El Polilla se incorporó de un salto y se plantó ante Beba sin conseguir dominar la indignación.

–¡Lo único que falta es que, para poder hablar, ahora uno tenga que andar viendo películas de vergas!

Beba sonrió y meneó la cabeza en señal de compasión por la especie humana, género masculino. Era una filósofa estoica. Porota no. Estaba harta. Se puso de pie y caminó a través del cuarto dejando atrás una estela de perfume y una discusión que se iba volviendo a cada instante más abstracta, confusa y acalorada.

–Charly Menditeguy es un representante de la oligarquía –escuchó decir a Esteban antes de cerrar la puerta con la suficiente violencia como para provocar el sorprendido silencio de los muchachos, justo cuando el Tarta comenzaba trabajosamente a explicar algo relacionado con Brigitte Bardot.

No quería escuchar más. Revolvió en su cartera, sacó un paquete de Particulares con filtro y un tubito de lápiz labial Rouge Dior tono 28, el favorito de Grace Kelly y Marlene Dietrich.

–¿Dónde mierda habré metido la carusita? –murmuró.

No había nadie en el amplio balcón interno a quien pedirle fuego. Caminó hacia la escalera, se inclinó sobre la baranda y miró hacia abajo, a tiempo de ver al profesor Rosales entrar al sindicato.

¡Nada menos que el profesor Rosales!

Requintado sobre el ojo derecho, el sombrero tirolés, con una plumita de caburé asomando de la cinta con los colores de San Lorenzo de Almagro, le cubría parte del rostro. Llevaba alzadas las solapas del sobretodo. Por momentos, no obstante el veranito a destiempo, el aire aun parecía conservar algo del frío del invierno, pero no tanto como para andar de abrigo y solapas alzadas. Era evidente que el profesor se estaba escondiendo, aunque sin gran eficacia: con esas prendas, su larga melena de poeta romántico o director de orquesta sinfónica, la blanca y patriarcal barba, el bastón de caña que revoleaba con elegancia y su metro noventa de estatura, pasaba en las calles porteñas tan desapercibido como una cucaracha en un frasco de yogur.

¿Todavía lo buscará la policía?, pensó Porota mientras corría escaleras abajo. Hacía tiempo que quería hablar con el profesor. Tenía una propuesta para hacerle que le parecía sensacional.

Sen-sa-cio-nal, se dijo.

Con frecuencia, los pensamientos se le mezclaban y yuxtaponían anárquicamente, de manera que al tiempo que iba hacia su encuentro, no dejaba de preguntarse cómo había hecho el profesor para escapar de la prisión militar de Magdalena, donde había sido encerrado tras un juicio sumario en que se lo condenó a siete años de cárcel.

Mientras corría escaleras abajo, el profesor la miró primero con sorpresa y luego dibujó una amplia sonrisa de reconocimiento. Tenía los dientes manchados de nicotina y le faltaban un colmillo y uno de los premolares, observó Porota, una fracción de segundo antes de recordar que, unos meses atrás, el día en que Andrés Framini se presentaba en las escalinatas de la entrada de la calle 6 para asumir el gobierno de la provincia de Buenos Aires, el profesor había sido golpeado por la brigada antimotines de la ciudad de La Plata. Recibió el primer bastonazo en momentos en que, en su condición de escribano público nacional, labraba el acta dejando constancia de que la policía había impedido el ingreso a la Casa de Gobierno del gobernador electo Andrés Framini y del vicegobernador Marcos Anglada.

¿Lo habrán ayudado a escapar los militares nacionalistas?, pensó por un momento, antes de recordar que había comprobado que los militares nacionalistas eran tan inexistentes como los chanchos voladores: el ejército había quedado dividido entre los muy gorilas y los recontragorilas. La única diferencia entre unos y otros era que los primeros pensaban que algunos peronistas podían ser útiles para contribuir a la defensa del modo de vida occidental y cristiano amenazado por el peligro de la subversión roja, atea y apátrida. Entre los peronistas patrióticos sobresalía el profesor Rosales, de origen nacionalista y notorio admirador del brigadier general Juan Manuel de Rosas.

Los recontragorilas, en cambio, estaban convencidos de que todos los peronistas eran chorros y comunistas, empezando justamente por el profesor Rosales. Todo lo rojo –desde el sucio trapo soviético con el que se pretendía reemplazar la bandera celeste y blanca de Belgrano y Lavalle, hasta la divisa punzó del Primer Tirano Prófugo– era sinónimo de totalitarismo, insistían los recontragorilas, al parecer inconscientes de que en los enfrentamientos con la otra facción les había tocado en suerte la divisa colorada.

La mente de Porota era una olla a presión en la que resonaban las palabras de Esteban: “De la prisión militar de Magdalena, nunca se escapó nadie”.

El Polilla había dicho que esa era la cárcel de Ushuaia, lo que dio lugar a uno de los largos debates que, aun sin la intervención del Tarta, prolongaban las reuniones hasta bien entrada la noche. Pero en aquella oportunidad, había habido una excepción: una vez que quedó establecido que la cárcel de Ushuaia no estaba ubicada en Magdalena y que todos acordaron en que mientras Magdalena quedaba ahí nomás, a unos pasos de Punta Indio, Ushuaia era tan lejana o más que Córdoba, González –que ahora insistía en que lo llamaran Goyo aunque su nombre fuera Eugenio–, explicó que Ushuaia y Magdalena eran lo mismo.

Ante la afirmación, formulada con la solvente autoridad con que González hablaba de cualquier cosa, Porota no había podido evitar un sobresalto y un grito de sorpresa.

“Nada, nada”, se excusó ante la mirada inquisitiva de González, que una vez más insistió en ser Goyo. Se señaló el esternón. “Tuve una puntadita acá –explicó Porota–. Seguí, seguí”.

“Seguro que es un golpe de aire”, sentenció González. “Últimamente andás muy despechugada”.

Con el puño crispado, aferrando a la vez el cuello de la blusa y del suéter que más que cubrir, realzaba la forma de sus pechos, Porota alisó sus Far West con la mano libre. “Vos meté la trompa en tu propia mierda, querés”.

González (que ahora era Goyo, volvió a recordar Porota) asintió y le devolvió en parte el alma al cuerpo al decir: “Las dos cárceles son iguales: de ninguna nunca se escapó nadie”.

Esto no era verdad, pero de todos modos, mientras seguía bajando atropelladamente las escaleras del sindicato, ya no se sentía tan tranquila: ¿cómo había hecho el profesor para estar ahí si nunca nadie había escapado de la prisión militar de Magdalena?

Ya no había tiempo de pensar más. Llegaba a la planta baja y, en puntas de pie, alzaba sus brazos hacia el cuello del profesor.

–¡Porota! –exclamó el profesor– ¡Mi discípula predilecta!

Porota lo dejó pasar: en ningún momento de los cinco años de escuela Normal, ni en los dos que mal o bien llevaba en la facultad, había sido alumna del profesor, pero lo sentía su maestro. El suyo y el de toda su generación.

Por una fracción de segundo le pareció que la mano del maestro se había deslizado varios centímetros por debajo de su cadera, pero la sensación había durado apenas un instante y se sacó la idea de la cabeza. El profesor Rosales era un historiador serio y un hombre grande y venerable; jamás se atrevería...

La mano del profesor se posó en su cintura.

–Venga, Porota. Mientras me acompaña al despacho del secretario general cuénteme cómo le ha ido últimamente. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?

Porota recordó la alegre reunión en el sindicato de los textiles, en plena campaña electoral de Framini. No bien Frondizi les entornó la puertita de servicio, los peronistas habían entrado en tropel al comedor y ya hacían asados con el parqué de roble de Eslavonia.

“Hace ocho meses, cuando cumplí veintidos años”, recordó, pero dijo en cambio:

–Profesor, ¿se anima a escribir un libro de texto de historia argentina en base a la currícula del ministerio?

–Por supuesto –repuso el profesor Rosales–. Delo por hecho.

–¿En serio...?

El profesor la miró con severidad.

–¡Porota! ¡Mi palabra es un documento!

Y sin dejar de llevarla por la cintura la hizo pasar al despacho del secretario general. Porota volvió a tener la sensación de que un dedo del profesor se deslizaba hacia el inicio del hueco entre sus nalgas, pero ya Jorge se había puesto de pie y avanzaba hacia el profesor extendiendo los brazos en señal de bienvenida.

Jorge abrazó al profesor y luego adelantó su mejilla hacia Porota, quien le ofreció la suya haciendo la mímica de un beso. Mientras el secretario general la tomaba del hombro, Porota volvió a sentir los dedos del profesor incursionando más decididamente entre sus nalgas. Se volvió violentamente, decidida a darle vuelta la cara de un cachetazo.

Hubo un destello de alarma en las pálidas pupilas del profesor Rosales al advertir el rostro crispado de Porota, que torcía en una mueca feroz sus labios pintados con el rabioso tono 28 en un gesto que, ni en sus más intensos papeles, la propia Marlene Dietrich hubiera conseguido remedar.

–¿Sabía, Jorge –dijo sorpresivamente el profesor, antes de volverse hacia la desconcertada Porota, para agregar–, también a usted, Porota, esto le va a interesar, que don Juan Manuel tuvo una prolongada relación amorosa con una muchacha de la edad de su hija Manuelita?

–La verdad que no –respondió, algo confundido, el secretario general.

Porota había enmudecido ante la desfachatez del profesor, que tras tocarle el culo, no tenía mejor idea para desviar la atención que ponerse a contar vaya una a saber qué chismes sobre Rosas.

–Luego de la muerte de doña Encarnación, naturalmente –aclaraba con énfasis el profesor.

–Por supuesto –convino el secretario general, a esa altura más perdido y confundido que Porota. Y eso que el profesor no le había tocado nada.

“Pero viejo hijo de puta”, pensaba Porota.

Ahora puede contarse

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