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La mano de la Virgen

Al llegar a la bocacalle, el automóvil dio la vuelta en U y cuando iba a retomar Canalejas, se frenó. Era un Fiat 1100. Fue entonces que Coronel, que estaba parado en la esquina de Trelles, lo vio venir. El joven acababa de cruzar Donato Álvarez y caminaba por Canalejas. Antes de que llegara a la esquina, de una estanciera bajaron varios desconocidos que se lanzaron sobre él, mientras del 1100 descendió un hombre robusto, morocho y de bigotes, con una 45 en la mano. Según Coronel, los tipos, que ya había identificado como policías, eran ocho. Rodearon a Vallese, que se defendió primero a las trompadas, pero, viéndose superado, se agarró al árbol y empezó a gritar pidiendo ayuda, hasta que uno de los policías le pegó en la cabeza con la culata de un arma. Todavía pueden verse manchas de sangre en el árbol...

El Tarta hizo un alto y consultó las anotaciones que había apuntado en un cuaderno Laprida de tapa dura.

“... frente al 1776 de Canalejas”.

El relato se formaba terso y fluido en su mente, perfectamente dactilografiado en la prolija tipografía de una Lexicon 80 y parecía zumbar en sus oídos en el envolvente susurro de Santiago Gómez Cou, pero no se trasladaba de la misma manera a la esfera sonora.

“Lleva más de diez minutos tratando de decir Trelles”, calculó Porota, consciente de que no debía impacientarse ni mostrar signos de la ansiedad y la exasperación que a veces le provocaba el Tarta.

“Tenés que mirarlo a los ojos”, se dijo, “alentarlo, reforzar la conversación, sonreírle. Asentir con la cabeza hasta que de una puta vez termine de decir Trelles, y me cago en la madre que lo parió”.

Porota no podía evitar la sensación de que algo estaba mal, empezando por su irritación. Se juzgaba malvada e injusta, sabiendo perfectamente que el Tarta era cien veces más inteligente que ella y que sólo necesitaba un poco más de tiempo para hablar que la mayoría de las personas, pero pronto comprendió que su enojo y malestar no tenían nada que ver con la dificultades del Tarta para terminar de decir “Trelles”. Ni con ese bar en que la habían citado, aunque era bastante rasposo y, en lugar de llevarlo en un platito, el mozo había dejado el especial de crudo y queso sobre un pedazo de papel de estraza. Sin embargo, el sánguche tenía buen aspecto y no le habían mezquinado fiambre.

El problema del bar no estaba en el papel de estraza, la mugre del piso, las mesas destartaladas y un mozo que se rascaba el sobaco con la misma mano con que luego llevaría el sánguche. Con ser calamitoso, nada de esto significaba gran cosa de comparase con el lugar: Rivera y Capdevila, frente a la plaza Echeverría.

Nunca antes había pensado en la posibilidad de que Rivera y Capdevila pudieran llegar a tener alguna relación con su vida. Ni que fueran calles. Ni que se cruzaran. Ni que en la puta esquina de Rivera y Capdevila hubiera un bar de mierda en el que el mozo se rascaba los sobacos mientras servía los sánguches en papel de estraza. Ni, mucho menos, de que eso quedara en Villa Urquiza.

¿Qué estaba haciendo en Villa Urquiza? había empezado por preguntarse, apenas bajó en Triunvirato y Monroe del segundo de los colectivos que debió tomar para llegar a ese auténtico culo del mundo. ¿Por qué no se habían reunido en el sindicato, como siempre, a menos de diez minutos de la facultad y a quince cuadras de su casa?

Esta innovación llevaba el sello de Goyo, siempre tan aficionado a los misterios, secretos y conspiraciones.

–Nos vemos en lo del Gordo, pero por seguridad no se puede dar la dirección –dijo Goyo.

–Por supuesto –respondió Beba antes de que Porota alcanzara a reaccionar–. Para llegar rezamos cuatro padrenuestros y treinta avemarías. Y listo el pollo: la Virgen nos conducirá con su invisible mano.

Porota rió. Goyo, no.

–El Tarta va a estar esperando en Rivera y Capdevila. Traten de ser puntuales –Goyo la miró con toda la seriedad de que era capaz–. Y vos vení menos despechugada.

Porota sintió curiosidad.

–Decime, González, ¿nunca se te ocurrió irte al carajo por tu cuenta, sin necesidad de que te manden?

Pero le hizo caso. El desconcertante comportamiento del profesor Rosales la terminó de convencer de un fenómeno que siempre había sospechado pero que todavía no parecía haber comprendido del todo: los hombres, del primero al último, casi sin excepción, ni distinción de edad, credo, color de pelo o nacionalidad, eran unos pelotudos de campeonato olímpico. Mina que veían, mina que se consideraban en la obligación de querer coger, o de decir que se querían coger, que se cogerían o que se habían cogido. Puro bla bla, porque debían tener el pito así chiquito, más o menos de tamaño y consistencia de una de esas babosas que salían de abajo de las macetas.

Goyo bizqueó ante el índice y el pulgar de Porota, separados uno del otro apenas un par de centímetros, pero no había hecho ningún comentario.

–Sean puntuales –fue todo lo que se le ocurrió decir.

Y Porota le hizo caso, lo que, de todos modos, no le había sido de gran ayuda. Desde que bajó del colectivo, cruzó las vías –diciéndose que probablemente le hubiera convenido venir en tren– y empezó a caminar por Triunvirato hacia la plaza, los tipos no habían dejado de darse vuelta, chiflarle y decirle piropos. Estos cosos no debían ver una mina ni en una cajita de fósforos, pensó. Por empezar, se había calzado los Far West –de hombre, con bragueta y no con ese estúpido cierre al costado– y llevaba una muy decente camisa de color rojo y, encima, un blazer azul con botones dorados y un ridículo escudo de maricón inglés bordado en el bolsillo superior. Además, las alpargatas de yute no hacían nada por mejorar su silueta, estilizarle las piernas y pararle el culo.

Pero si había algo que decididamente estaba mal, no era el bar, ni el papel de estraza, ni el mozo, ni Villa Urquiza ni la cantidad de tarados que yiraban al pedo por Triunvirato, entre la plaza y las vías del ferrocarril. Mientras trataba de comprender qué era lo que estaba fuera de lugar, advirtió que quien había venido despechugada era Beba. Aprovechando el veranito tan fuera de época, Beba se había quitado el cardigan mostrando –no supo si orgullosa o inconscientemente– el nacimiento de sus pechos por encima del amplio escote de una remera bordó.

A su pesar, con envidia, admiró las tetas de Beba. Son preciosas, se dijo, y no había nada raro en admirarlas. Lo raro era otra cosa. Por ejemplo, que en ningún momento el Tarta apartara la mirada del hueco entre los pechos que la escotada remera de Beba dejaba al descubierto.

–Oíme, Tarta –dijo Porota, apenas el Tarta había dado el segundo mordisco al sandwich– ¿no eras puto, vos?

El Tarta masticó el bocado con tranquilidad.

–P-p-puto, no. Homo-sec-c-c-sual.

–No veo la diferencia.

El Tarta demoró un buen rato en responder que no pensaba explicársela, al menos en ese momento, cuando comía un especial de crudo y queso, tomaba un porrón y –notó, molesta, Porota– seguía mirando las tetas de Beba.

–Pero te gustan los tipos ¿no?

El Tarta asintió.

–Alg-g-g-gunos.

–Entonces ¿por qué no dejás de mirarle las tetas a Beba? Si hasta parece que se las quisieras comer.

Beba lanzó una carcajada que sorprendió a Porota. Porota sonrió y se la quedó mirando. Beba era realmente hermosa, pensó. Si hasta los putos se la querían coger.

Trató de sacarse de la cabeza la imagen de Beba retorciéndose desnuda debajo del desnudo cuerpo del Tarta. Se había empezado a excitar, incómoda, sin saber si era a causa del movedizo culo del Tarta o de las tetas de Beba. Las tetas de Beba se sacudían visibles a través de la transparente espalda del Tarta.

Trató de conjurar la visión:

–¿Estamos esperando a tu novio?

El Tarta contestó que no, pues esa sería una reunión especial.

–¿Secreta? –aventuró Beba.

–N-n-no, d-d-d...

Beba lo miró expectante.

–¡Discreta! –exclamó Porota.

El Tarta asintió.

–¿Y qué esperamos para irnos?

El Tarta alzó la mano con el sanguche y le dio un nuevo mordisco. Debían esperar a Goyo, explicó.

Sí, volvió a decirse Porota, toda esta pavada del secreto y la discreción llevaba la firma inconfundible de González.

–¿Él sabe dónde vamos?

El Tarta negó con un cabeceo, con la mente en otro lado: pensaba en las diferentes versiones del tiroteo de la fábrica de baterías que había leído en La Razón. Metió la mano en el bolsillo para sacar la cajita de fósforos que alcanzó a Porota. Porota siempre perdía el encendedor y olvidaba comprar fósforos.

–Ahí viene –anunció Beba.

Goyo había llegado a la esquina de la plaza y se disponía a cruzar la calle. Al entrar al bar, palmeó al Tarta, saludó a Porota con un gesto de aprobación –“Así me gusta”, pareció decir, “discreta y recatada”– y tomó por los hombros a Beba, que se había puesto de pie para saludarlo.

Los pechos de Beba parecían avanzar por su cuenta hacia Goyo. Porota se demoró admirando la curva de su cintura y el nacimiento del culo, visible debajo del ruedo de la remera, arquéandose hacia atrás.

–Estás preciosa –dijo Goyo–. Des-pam-pa-nante. ¡Un minón!

“La puta que te parió”, murmuró Porota.

El Tarta pagó la consumición –incluidos los dos cafés que habían tomado las chicas– y salieron del bar por la puerta que daba a Capdevila.

Ahora puede contarse

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