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Molina

El teniente coronel Zambone se dirigió a una biblioteca enteramente ocupada por lo que parecía una cantidad infinita de carpetas de cartulina, tamaño oficio, de diferentes colores, alineadas en los estantes.

Desde luego, no eran infinitas, pero le resultaba imposible llevar la cuenta de cuántos legajos había acumulado a lo largo de los últimos ocho años. Empezó aun antes de que, desde la revolución, le fuera posible actuar más abiertamente, lo que era apenas un modo de decir: Zambone jamás había actuado ni actuaría de alguna forma que pudiera ser considerada “abierta”. No era justamente eso lo que se esperaba de un oficial de Inteligencia, pero era cierto que durante más de un año, en los días finales del gobierno peronista, había centrado su atención en los militares afectos al régimen. Después de septiembre, el seguimiento de peronistas sí se hizo abierto, extendiéndose a los suboficiales y, con el correr del tiempo, también a numerosos civiles. Paralelamente, siempre previsor, anticipándose a los acontecimientos, desde el mismo 23 de septiembre había incorporado a sus archivos numerosas carpetas de cartulina rosa con información de militares cercanos a Lonardi.

Miró detenidamente la estantería y, alzándose sobre la punta de los pies, del estante superior, sin la menor vacilación, extrajo una carpeta verde. Se sentó en su butaca y colocó la carpeta sobre el escritorio.

El trabajo de inteligencia había sido sencillo: bastaba con hacer foco en los oficiales que habían sido castigados o bien por su adhesión al Tirano o por sus difusas ideas nacionalistas o clericales. De ahí, sólo se trataba de seguir las líneas de comunicación, las visitas, las reuniones. Le había costado mucho esfuerzo convencer a sus superiores –al fin de cuentas, por entonces no era más que capitán– de la necesidad de liberar a los confinados en el vapor Washington, entre quienes seguramente estaría el cabecilla de una eventual asonada. Había que dejarlos saltar, y hasta ayudarlos, para que quedaran expuestos, en evidencia, aprovechando la circunstancia para acabar con ellos de una sola vez y para siempre.

A partir de la liberación de los generales Valle y Tanco, todo se había facilitado mucho, por más que Valle trató de escapar de la vigilancia ocultándose en casa de Carlos Rovira, un viejo puntero conservador de la ciudad de Avellaneda. A último momento, Valle se había evaporado y aunque a Rovira la policía le dio como para que tuviera, no abrió la boca. Tampoco hacía falta: desde un principio, Zambone había estado al tanto de todos los pasos de Valle.

Le seguía provocando asombro lo ingenuos que podían llegar a ser algunos generales.

El timbre del portero eléctrico lo regresó al momento presente. Se levantó del sillón giratorio, rodeó el escritorio y se dirigió hacia la cocina. A veces resultaba fastidioso no tener secretaria ni asistente estable, pero era mejor así. El día después de que Frondizi fuera electo presidente, sin esperar su asunción Zambone decidió que debía buscar un espacio propio para operar a su gusto y no sujeto a órdenes ni regulaciones establecidas por algún burócrata inepto, de los que nunca faltaban. Así, sin abandonar su despacho en el Servicio de Informaciones, había trasladado su centro operativo y sus archivos personales a un discreto departamento de la zona de Tribunales sólo conocido por sus agentes de mayor confianza.

Levantó el auricular del portero eléctrico y, como lo esperaba, escuchó la voz del sargento Soróchaga.

–Acá estamos.

Soróchaga había conseguido traerlo, esperaba que sin derramamiento de sangre, idea que le provocó un breve acceso de hilaridad.

Mandar justamente a Soróchaga había sido una provocación deliberada: a los informantes era imprescindible hacerles sentir el rigor, que tuvieran siempre presente quién manejaba la batuta, aunque debía admitir que ya hacía mucho que Angelito había dejado de ser un simple informante.

“Angelito”, lindo alias se había buscado ese hijo de puta.

Volvió al escritorio y miró la carpeta. Casi todo Angelito estaba ahí. El casi sería siempre un problema, pero la existencia de zonas grises y huecos en sus historias resultaba inevitable en informantes, infiltrados y agentes dobles, o triples, o váyase a saber qué.

Abrió la carpeta y leyó:

Darío Molina. Oficial del Ejército sancionado con 30 días de arresto por no plegarse a la Revolución Libertadora. En marzo de 1956 fue arrestado por este organismo junto a numerosos civiles y militares comprometidos con el movimiento en ciernes del general Valle, que, como se esperaba, estalló tres meses después. Recluido en el penal militar de Magdalena, consiguió fugarse, y se refugió en Brasil.

El primer hueco, se dijo Zambone: nunca pudo descubrir quién lo había ayudado a escapar. Un día tendría que apretarle las tuercas. Aunque existían muchas probabilidades de que, en estos momentos, algunos de los que ayudaron a Angelito también hubieran sido reclutados por el servicio, todavía quedaban cabos sueltos en el penal. En gran medida, su problema actual estaba íntimamente conectado con la existencia de una célula peronista en Magdalena, pues alguien debió haber ayudado a escapar también al profesor Rosales. ¡Justo a Rosales!

Siguió leyendo:

De regreso en el país, se instaló en Mendoza. Eran de su exclusiva responsabilidad la dirección y planificación de las acciones terroristas en la región cuyana, como así también la provisión de los medios que obtuvo mediante un audaz robo en un establecimiento minero, donde sustrajo cuatro mil kilogramos de gelignita al 42 por ciento y gran cantidad de mechas y detonantes.

Fue quien envió a Buenos Aires los explosivos para muchos de los atentados aquí realizados.

Creador del autodenominado Ejército Combatiente de los Andes, configurado según un modelo organizativo de tipo celular cuya máxima autoridad era un ‘Jefe’. De este dependían cinco ‘Comandantes’, que debían reclutar individualmente cinco ‘Capitanes’ y estos, a su vez, a cinco ‘Tenientes’, quienes, por último, reclutarían en igual forma cinco ‘Guerrilleros’ que integrarían su grupo.

Inicialmente vinculado al general Iñiguez, fue contactado por este servicio...

Soróchaga ya había llegado al piso y tocó el timbre según la clave convenida. Zambone cerró la carpeta y fue hacia la puerta sin poder evitar una sonrisa al recordar su primer contacto con Angelito, seguro de que, como en cada encuentro, debería repetir argumentos y razones, una y otra vez.

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