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Mulatos antropomorfos y analfabetos juramentados

Aprovechando que el monstruoso bólido reducía gradualmente la velocidad y el guarda había abierto la puerta trasera para enganchar el cabezal al tendido eléctrico, el hombre bajó del trolebús antes de llegar a Pueyrredón y trotó hacia la vereda, esquivando los vehículos que zigzagueaban por Santa Fe. Un ya bastante destartalado camioncito de la Panificación contribuía a aumentar el atasco de tránsito y los automóviles pugnaban por sortear la inmensa mole pintada de blanco y cruzada por una franja celeste que recorría longitudinalmente los laterales para unirse al frente, en un grotesco remedo de la camiseta de Vélez.

El hombre era magro, se diría que escueto, con un rostro surcado de arrugas y protuberancias venosas que le daban un inconfundible aire a sufrimiento y desconsuelo, coronado por un sombrero borsalino de color marrón. Llevaba un traje de ese mismo color, camisa blanca y corbata al tono. A quince años de su retiro, todavía conservaba el aire inconfundible de un eficiente, austero y pundoroso funcionario público del tiempo de Ñaupa.

Un fiel representante de la horda surgida del muladar del vicio y el rencor asomó su cabeza por la ventanilla de una pick up De Soto del año 38 pintada de rojo, con fileteados blancos, negros y amarillos. Debía tratarse de un verdulero, un carnicero o, peor, uno de los engreídos y soeces plomeros que le habían hecho la vida imposible durante una larga, casi eterna década. Luego de cuatro años de feliz aunque siempre desgarradora ausencia, comprobó, con horror, que aún existían.

–¿Quién te creés que sos? ¿Osvaldo Suárez?

El hombre se detuvo sorprendido. Como despedida, el de la pick up agregó:

–¡Viejo de mierda!

Osvaldo Suárez... Estaba visto que el país nunca se libraría del oprobio. Una centuria de peronismo, profetizó, estremecido.

En señal de que ni siquiera él podía desprenderse de esa atmósfera de enfrentamiento y encono, gritó hacia la estela de hollín y anhídrido carbónico que dejaba la De Soto tras su marcha hacia los infiernos de la desvergüenza:

–¡Ese bandolero viajó acomodado al panamericano de México! ¡Que haya salido campeón es lo de menos!

Consciente de ser el foco de atracción de todas las miradas, aspiró una gran bocanada de gases tóxicos –¡cómo añoraba su Bahía Blanca querida, los profundos silencios de su campo en Goyena, la dulce brisa marina en el malecón de La Habana...!–, alisó las solapas del saco, se acomodó el borsalino y, con un pequeño saltito, trepó al cordón.

–Y todavía se quejan... ¡A la ergástula debería haber sido condenado! –murmuró.

Con el cabezal ya enganchado al cable del tendido eléctrico, el trolebús recobraba velocidad, a su modo lento, parsimonioso, elefantiásico. Al trotecito, el guarda alcanzó la puerta trasera y trepó con agilidad.

Otra que Osvaldo Suárez, pensó. El estado atlético de los guardas del 302 debía ser formidable: era casi ineludible que, al llegar a Ecuador, las ruedas traseras pisaran la cuneta y el cabezal del trole se desprendiera del cable.

Sin duda, una maldición argentina. O acaso rioplatense.

Recordaba las tres horas y media transcurridas en Montevideo, en absorta contemplación desde la mesa del café ubicado en la recova del Palacio Salvo. A todos y cada uno de los trolebuses que, cada cinco minutos, giraban alrededor de la Plaza Independencia, se les desenganchaba el cabezal del trole antes de doblar por Florida en dirección a rambla Roosevelt. Pero a diferencia de lo que ocurría en Santa Fe y Ecuador, donde por culpa de la cuneta no sólo se desenganchaba el cabezal sino que el vehículo se veía obligado a reducir la velocidad, luego de cruzar 18 de Julio la calzada de Independencia experimentaba un suave declive, de manera que, aun sin corriente eléctrica, los trolebuses –ninguno de ellos pintado tan ridícula y patrioteramente como el porteño 302– jamás reducían la velocidad, de manera que los guardas debían enganchar los cabezales a toda carrera.

El estado atlético de los guardas montevideanos era muy superior al de los guardas porteños.

Siempre sería así, siempre había sido así. Y después ese obsecuente de Suárez se quejaba de que la Comisión Investigadora de Irregularidades Deportivas N° 49 le hubiera impedido participar de los juegos olímpicos de Melbourne. ¡Vergüenza debería tener!

Vergüenza, pensó al llegar a las puertas del edificio, ya sobre Pueyrredón.

Vergüenza y moderación era, justamente, lo último que se podía demandar a un pueblo de delincuentes, de cortesanas, de mulatos antropomorfos, analfabetos juramentados, irrespetuosos, inconoclastas y resentidos. A un pueblo de peronistas.

El ascensor llegó a planta baja trayendo una pareja de ancianos que se disponía a abrir la puerta enrejada.

–El peronismo no está muerto –anunció en un tono de voz más elevado de lo prudente– sino simplemente a la espera de poner en marcha su perpetuo complot contra el país.

El anciano alzó la vista sorprendido.

–Perón –insistió con amargura el hombre del sombrero marrón– puede ser considerado como un pantógrafo que presentó, mucho más visibles que nadie, las cualidades medias del político común.

El anciano abrió la puerta del ascensor y se escabulló rápidamente hacia la calle, dejando atrás a su desconcertada esposa, frente a frente con ese hombre que había comenzado a vociferar.

–A esos desclasados, pobres, desamparados, rateritos sin domicilio que ganaban un salario miserable, que si no trabajaban no comían, que no tenían cómo educar a sus hijos ni cómo hacerlos asistir, Perón les mostró con el índice la tierra prometida: pan, medicinas, trato humanitario, conmiseración, descanso, dinero. Y el pueblo le lamió las manos, agradecido, como hace el perro famélico o castigado si se le da alimento o se le acaricia el lomo.

Se volvió hacia los que esperaban en el palier, sin mirarlos, mientras la anciana aprovechaba para escapar del ascensor donde hasta un segundo antes había quedado acorralada.

Arrebatado por la pasión, el hombre no hablaba con esos porteños capaces de vivir sin ideales, sino que se dirigía más allá, hacia las generaciones venideras.

–¡Sépase que embadurnados en sangre vendrán a posarse sobre nosotros los chimangos, no las golondrinas!

Si bien había varias personas congregadas en el palier, ninguna aceptó subir con él. Se alzó de hombros: debían estar esperando a alguien. Entró y pulsó el botón del cuarto piso. El ascensor pareció despegarse con gran dificultad de una pasta viscosa que lo unía a lo más bajo y rastrero de la tierra, y se elevó al mismo ritmo remolón mientras el hombre sentía la ansiedad crecer en su pecho: llevaba años sin ver al doctor Verdi. Más de seis años, desde que...

“No, no”, se dijo. Debía pensar en otra cosa, pero su psiquis era un suicida peligroso, un kamikaze lanzándose en picada contra un destructor estadounidense. Sin conseguir determinar si se trataba de algo real o de una mera sugestión, sintió el mismo pruritus analis que quince años atrás le había inadvertidamente anunciado el inicio de su penosa enfermedad.

Evitó rascarse, aunque llevó la mano a los fondillos y tiró delicadamente del pantalón, tratando de separarlo de su cuerpo. Resultó inútil: lo que tenía pegado al peroneo –¡perineo! ¡perineo!, gritó sordamente en su cerebro atormentado– era el calzoncillo. Le quedaba grande. Todos sus calzoncillos le quedaban grandes. Se lo había dicho y repetido a Agustina, siempre infructuosamente. Su esposa estaba cada vez más absorta con los chingolos, mistos y jilgueros que volaban en libertad por las habitaciones de la casa.

Sonrió. No debía quejarse. Y no se quejaba: aunque derramaran una lluvia de mierda sobre los muebles, las lámparas y las cortinas de la sala, el comedor y hasta su reluciente calva, los pájaros eran también su pasión, una amorosa pasión compartida con quien fuera la única, gran mujer de su vida, su musa inspiradora, su dulce chacarerita italiana... Y, como los seres humanos, también debían conservar la libertad.

La superioridad de los pájaros –al menos de algunos de ellos– era que, a diferencia de los humanos, podían vivir sin pan, pero no sin libertad. De ahí su amor, su admiración por los gorriones, los sencillos, bulliciosos, alegres y siempre libres gorriones.

Más animado por la certeza de la existencia de seres incapaces de sobrevivir un instante privados de la libertad, golpeó la puerta del consultorio.

Ahora puede contarse

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