Читать книгу Ahora puede contarse - Teodoro Boot - Страница 17

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Para entender qué estaba pasando

El hombre morrudo, de muy baja estatura y piernas arqueadas, que más parecía un half derecho que un conspirador revolucionario, hizo un gesto e invitó a su compañero a entrar al ascensor. El otro pasó. Era un morocho fibroso, de estatura media pero que, junto al primero, parecía un poste de luz. Al llegar al quinto piso, devolvió la cortesía y el petiso salió del ascensor, avanzando con decisión por el pasillo hasta detenerse frente a una puerta. Apenas dio el segundo golpe, la puerta se abrió silenciosamente. Una mujer, aun bella en el umbral de la cincuentena, les sonrió con tristeza. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.

–Pase, pase Héctor.

Los hombres avanzaron al mismo tiempo y se detuvieron, mirándose desconcertados. Ambos se llamaban Héctor.

–Primero vos –dijo el morocho.

–¡Sí! –gritó una voz, desde un sillón ubicado entre dos mesitas cubiertas de libros apilados según un misterioso orden, porque algún orden podía percibirse en esas pilas desparejas. Otro asunto, ya más complicado, era descubrir su lógica.

El del sillón bajó unos centímetros el papel que hasta el momento le había ocultado el rostro.

–Sí, primero vos, Worker, porque al fin de cuentas sos el principal responsable. Vos y ese loco que tengo ahí atrás.

El petiso torció el gesto y entró al departamento. Detrás lo hizo el otro y, de inmediato, la mujer cerró la puerta. Sacó un pañuelo de un bolsillo del delantal, se secó las lágrimas y sonó su nariz.

–Fuiste vos el que le llenó la cabeza a mi mujer, porque estás más loco que el loco ese. Escuchá las cosas que le escribe a Perón –dijo, antes de acomodarse los anteojos y volver a alzar el papel. Leyó–: “General, abata los prejuicios, las sensiblerías y los reflejos condicionados. Déjese de pelotudeces que no conducen a nada bueno. Piense en el sufrimiento y en las luchas generosas de quienes aún creen en usted y lo consideran la única y verdadera bandera de la Patria”.

Bajó el papel, se sacó los anteojos, que dejó descuidadamente sobre una de las inestables pilas de libros de la mesita de su izquierda y miró fijamente a los recién llegados.

–¿Ven que está loco?

–Bueno –reflexionó el morocho–, eso de decirle al General que hace pelotudeces...

–Sí –convino el Worker–, es un poco fuerte.

Las pupilas del hombre que todavía seguía en el sillón se dilataron de asombro.

–Un poco fuerte....

–Y, sí. Es valorativo, no descriptivo.

El del sillón saltó del asiento.

–¿Desde cuándo te hacés el intelectual? ¿Desde que te llamás como yo?

–No me hago el intelectual, César. Pelotudas o no, lo del general son maniobras, alquimias políticas.

–¡Eso! –exclamó el morocho– Si en vez de “pelotudeces” dijera “alquimias” o, mejor, “raras alquimias políticas”, quedaría bien ¿no? “Déjese de raras alquimias políticas que no conducen a nada bueno”. Razón, lo que se dice razón, no le falta, porque el General...

César no pareció escucharlo. Sin soltar el papel, que inconscientemente empezaba a estrujar entre sus dedos crispados, seguía mirando al Worker con furia.

–Además de llenarle la cabeza a Aniuska y encajarme en casa a ese loco, no tenés mejor idea que usar mi nombre de pseudónimo –el Worker amagó responder, pero el otro siguió hablando, llevado por la ira–. Así que ahora, para no ir en cana, usás mi nombre, y entonces el que va a volver a ir en cana soy yo.

El morocho intervino tratando de apaciguar los ánimos. El Worker había comenzado a sulfurarse, y cuando se sulfuraba...

–Bueno, usted no es el único que se llama César –dijo el morocho.

Finalmente, el Worker estalló.

–Dejalo, que este se cree un emperador romano.

–¿Qué carajo sabrás vos de emperadores romanos? “César Arena”, andá...

–Feo no queda –volvió a interceder el morocho, con ánimo conciliador.

–Usted no se meta, Saavedra. Usted es un hombre serio y si pedí que lo mandaran a usted fue para cuidar que este loco no se junte con el otro loco y hagan más locuras. ¡Y encima a dúo! ¿Dónde van a meter el caño, César? ¿O ahora tengo que decirte señor Arena? ¿Van a volar el cabildo y dejar una tarjetita con mi nombre?

–Primero, no voy a dejar... –el Worker pareció recién entender– ¿Qué cabildo?

–¿Y cuál querés que sea? ¿El de Cartagena de Indias o el de Tokio?

–¿Qué caño...?

–¡Deciles, Ana, deciles!

La mujer volvió a sonarse la nariz.

–No me mortifiques más, César –sollozó–. Yo qué sabía...

Levantándose del sillón, César avanzó hacia su esposa y la rodeó con un brazo en ademán protector.

–Disculpame, Aniuska. Vos no tenés la culpa. Fue este pelotudo.

El Worker se alzó sobre la punta de sus pies echando el torso hacia adelante.

–Eso decímelo en la cara.

–Pelotudo.

El morocho había conseguido contener al Worker.

–Déjese de joder, César.

–¿A qué César le habla, Saavedra? ¿Al auténtico o apócrifo? ¿Al de verdad o al ridículo –el hombre empezó a ser sacudido por unos extraños espasmos que brotaban del fondo de su estómago. Luego de unos segundos, no pudo seguir controlándose y lanzó la carcajada–. Ese chanta que se deshace como un castillo de Arena...

El Worker apoyó los talones contra el piso y, por una vez, empezó a tener una apariencia menos parecida a la de un gallo pigmeo que a la de un ser humano.

–¿Qué pasó?

–¿Después de que, sugestionada por vos, Aniuska me dijera: César, porque yo soy Cesar, no sé si se acuerda. ¿Se acuerda, señor Arena?

–Déjese de joder y siga, César –intervino Saavedra, sin darle tiempo a reaccionar al Worker, que había vuelto a ponerse en puntas de pie y parecía erizar las invisibles plumas del cuello.

César se golpeó el pecho con el índice.

–¿A este César, le habla? ¿O a eso?

Saavedra frunció el ceño.

–Si no se dejan de pavadas, me voy.

–Yo no tengo la culpa –volvió a gemir la mujer– ¿Qué sabía...?

–No, Aniuska. Vos, tranquila. La culpa es de este pelotudo.

Esta vez el Worker no se contuvo y se lanzó sobre César. Ambos cayeron sobre el sillón.

Saavedra reaccionó con rapidez y tomando al Worker del cuello de la camisa, lo apartó del otro, que revoleaba los brazos a la bartola. Así y todo, el último de los golpes que lanzaba al aire, dio de lleno contra la pronunciada nariz del Worker.

–¡Soltame, Prócer! ¡Soltame que lo mato! –gritaba el Worker.

–¡Basta! ¡Basta! –sollozó la mujer– Se van a pelear por culpa mía.

Su esposo y el Worker se volvieron hacia ella, súbitamente calmados.

–No, Aniuska, no. Disculpame.

–Fue culpa mía, Ana –dijo el Worker.

–Sí –convino César–. Fue culpa de él.

La cabeza del Worker se hundió entre sus hombros. Tenía el aire a un toro a punto de embestir, pero se contuvo.

–No empecemos... Lo que quiero saber es de qué soy culpable, además de ser amigo tuyo, lo que no sé si será una culpa, pero sí es un castigo.

–Vení.

Ahora puede contarse

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