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Polvo de carbón y goma arábiga

César se incorporó y caminó hacia otro extremo del departamento a lo largo de un pasillo. El Worker le pisaba los talones, seguido del morocho y de la mujer, que restregaba nerviosamente sus manos en el delantal.

–Vos le llenaste la cabeza a Aniuska –seguía diciendo César– y te aprovechaste de su buen corazón, porque la rusa tiene un corazón de oro. “César, César”, me dice la rusa, “hay que hacer algo por ese muchacho Claudio. No tiene dónde dormir y andá a saber si come. ¿No viste lo flaco que está?”. La verdad es que el Flaco está flaco –agregó por sobre el hombro.

–Siempre fue flaco –dijo el Worker.

–Pero Aniuska no lo conoce desde siempre sino desde que vos lo mandaste a casa.

El Worker bufó.

–¿Y qué tengo yo en mi casa? –prosiguió César– ¡Una esposa con un corazón de oro y una piecita de servicio, con baño! ¡Con baño!

Detrás suyo, a medida que se acercaban a la cocina, el Worker empezó a arrugar la nariz.

–Y si a esa combinación de mujer con corazón de oro y piecita de servicio, con baño, le agregamos al Flaco Francia ¿qué tenemos?

–¿Qué es ese olor?

–Eso es lo que tenemos: una mezcla explosiva.

El Worker y el morocho miraban las paredes del pasillo, a cada centímetro más ennegrecidas.

–¿Qué... pasó? –murmuró Saavedra.

César lo alcanzó a escuchar.

–Eso pasó.

Llegó a la cocina. El hollín cubría todas las paredes y colgaba del techo en extrañas y ennegrecidas telas de araña.

El Worker observaba boquiabierto hasta que advirtió, a su derecha, en el vano de una puerta que debía comunicar con la habitación de servicio, a un hombre rubio, delgado, de muy alta estatura, evidentemente recién bañado, que los observaba con malhumor. A su lado, descansaba en el suelo una pequeña valija.

César la aludió con un cabeceo.

–Espero que haya metido ahí todas sus bombas.

El Worker seguía boquiabierto, pero aun así alcanzó a preguntar.

–¿Qué bombas?

–¡Las que este loco no tuvo mejor idea que fabricar en la cocina! ¡En la cocina de mi casa!

El Worker se volvió hacia el rubio.

–¿Te pusiste a...?

–Eso no fue lo peor –insistió César–. ¡Lo peor es que una explotó!

–No explotó la bomba, ya le dije –protestó el Flaco.

–¿A no? ¿Y esto qué es? Todo negro quedó.

–El fulminante explotó, no el caño. Si hubiera explotado el caño... ¡Imagínese!

El rostro de César enrojeció.

–¡No me quiero imaginar un carajo! –se volvió hacia el Worker– ¿Te das cuenta de que está loco?

El Worker consiguió cerrar la boca.

–¿Qué querías hacer, Francés?

En la boca del flaco se dibujó una mueca de indiferencia.

–Nada... Un cañito.

–Pero cómo se te ocurre...

–¡Para volar el cabildo! –gritó César– ¡Quería volar el cabildo!

–¿Qué? ¿Ahora es sagrado?

–¡Por mí podés volar lo que quieras! –siguió gritando César– ¡Podés meterte un tubo de gelignita en el culo, si querés!

El Francés inclinó la cabeza hacia un lado.

–No falte...

Saavedra creyó llegado el momento en que resultaba imprescindible intervenir. Una cosa era una pelea entre dos viejos amigos como César y el Worker y otra cosa era con el Francés, quien solía ir armado y era de pocas pulgas.

–¿Qué pasó?

–Nada... –dijo el Flaco Francia– Yo trataba...

Estaba visto que César no se iba a poder contener.

–¡¿Nada?!

–...de preparar unos fulminantes. Uno explotó. Una cosita de nada.

–Una cosita... –César miraba al Worker y al morocho tratando de comprobar si compartían su estupor.

–El problema es que el paquete de negro de humo estaba cerca y se prendió fuego.

–¡Para qué mierda quería el negro de humo!

El Worker le hizo señas al Francés. No hacía falta que respondiera. Estaba visto que nada iba a ser suficiente para apaciguar a César, quien en ese momento pasaba los dedos por una de las paredes.

–Mirá, mirá –adelantó las yemas de sus dedos pringosos y ennegrecidos–. Grasa es esto, pura grasa.

–Tiene que ser grasoso. Con polvo de carbón y goma arábiga...

–¡Goma arábiga! ¡Y a mí qué carajo me importa la goma arábiga!

–Se usa para...

–No importa, Francés –interrumpió Saavedra.

–¿No importa? –César había vuelto a levantar presión– ¿Así que no importa? ¿Y cómo sacamos esta porquería de las paredes? ¿Sabés lo que va a tener que laburar Aniuska?

–Mientras vos leés.

–Sí, mientras yo leo, señor Arena.

–No se haga problemas, César –volvió a intervenir Saavedra–. El sábado venimos con un grupo de muchachos y limpiamos todo.

–Gracias, Prócer –César apuntó al Francés con un dedo–. Pero a este no lo trae. Se lo llevan ahora mismo y no lo traen más.

El Francés se inclinó para alzar la valijita.

–Ni yo quiero volver. Esta es una casa de burócratas y logreros.

–¡Pero la reput....!

Saavedra y el Worker alcanzaron a sujetar a César. El Francés pasó a su lado, con la cabeza en alto, sin dignarse a dirigirle la mirada. Al llegar junto a la mujer, dejó la valija en el suelo, tomó una de sus manos y le dio un cálido beso en el dorso.

–Señora, usted es una santa. No merece vivir en este infierno con ese demonio electoralista –volvió a alzar la valija y miró al Prócer– ¿Vamos?

–Andá bajando. Ya voy.

Saavedra soltó los brazos de César y también el Worker se desprendió de él.

–¿Se dan cuenta de que está loco? ¿Yo burócrata? ¿Yo?

–¿Te dijo?

–¿Me dijo qué? ¡Burócrata y electoralista me dijo!

El Worker arrugó el ceño.

–¿En serio no te dijo nada?

–¿Qué cosa? ¿Qué me tenía que decir?

–Pero si yo lo mandé para eso...

El Worker meneaba la cabeza con pesadumbre y preocupación. Comenzó a caminar por el pasillo hacia la sala, tratando de alejarse de las tinieblas de la cocina, oscurecida por el negro de humo.

–No le dijo, Prócer. No le dijo.

–¿Lo mandaste para que me dijera algo? Pensé que vos también estabas en el plan de volar el cabildo.

Al llegar a la sala el Worker se detuvo.

–Andáte a la mierda.

Saavedra se interpuso entre los dos.

–No empiecen. Explicale.

–El Bebe me llamó por teléfono –dijo el Worker–. Me pidió que hablara con vos.

César pareció enfurruñado.

–Así que ahora el Bebe te llama a vos... ¿Todavía le dura la bronca? Si yo tenía razón: la reorganización de la CGT no iba a servir para nada y era fija que Frondizi nos traicionaba.

–No es eso. Es que sigue en Cuba.

–¿Y por eso no puede llamarme?

–Claro. Por eso me llamó a mí, a Montevideo, para que te pida que te pongas en contacto con el profesor Rosales.

–¿Para qué tengo que ver a Rosales? –se extrañó César.

–Es urgente esconderlo de los gorilas.

–¿Y cómo voy encontrarlo, me podés decir?

–¿Vos no sos del mismo instituto de historia?

–¿Y eso qué tiene que ver? ¿Te pensás que los historiadores se encaman unos con otros? ¿Qué pasa con Rosales?

–Lo están buscando para matarlo. No lo podemos permitir. Hay que encontrarlo, esconderlo y, si podemos, llevarlo a Cuba.

César dio un salto.

–¿A Cuba...? ¿Para qué...?

–¡Tiene que contarle a Fidel! Yo ya le expliqué al Che.

–¿Que vos le explicaste al...?

–Sí, pero lo importante es que lo sepa Fidel.

–¿Que lo sepa...?

César no terminó la frase. Cerró los ojos y se dejó caer en el sillón. La realidad empezaba a ser demasiado, hasta para él, que creía estar acostumbrado a cualquier cosa.

Ahora puede contarse

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