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¿A quién hay que anotar?

Venciendo la repugnancia, antes de salir del bar Porota había ido al baño. Si por lo general la mugre que se enseñoreaba en los baños de mujeres era imposible de describir, la de ese bar superaba todo lo humana y animalmente concebible. ¿Los de hombres estarían en iguales condiciones o los mozos se ensañaban particularmente con los baños de mujeres? Porota no podía creer que ese atroz desaseo fuera obra de las escasas usuarias, pero ¿cómo salir de dudas? ¿Preguntándole a un mozo? ¿Escondiéndose a espiar?

Como fuera, sentía que nada, ni esa repugnante incursión a los infiernos de la roña, podía ser una experiencia tan estremecedora como volver a contemplar los calzoncillos del Gordo Esteban desplegados en el baño de la casa de Villa Urquiza.

Doy fue de que no sólo eran de un tamaño desmesurado, capaces por sí solos de impulsar a la fragata Libertad, sino que ni siquiera estaban del todo limpios. Porota tuvo una arcada ante las palomitas, todavía visibles en la tela celeste de los calzoncillos, y había orinado lo más velozmente que le fue posible y sin hacer el más mínimo contacto con ningún objeto, hazaña seriamente obstaculizada por los vaqueros. En cualquier otro momento hubiera porfiado que no eran tan ajustados como le parecieron entonces.

Por las dudas, a esta segunda reunión había venido con una pollera escocesa que la hacía ver más como una alumna de colegio de monjas que como una estudiante de la facultad de Filosofía y Letras o, todavía más inconcebiblemente, una militante revolucionaria.

Por propuesta de González, que insistía cada vez más en ser Goyo, las reuniones seguían haciéndose en Villa Urquiza. “El sindicato no es seguro”, decía.

Porota quería estrangular a Goyo, siempre complicándolo todo y tan a sus anchas en su papel de conspirador de películas de espías clase B. Estaba convencida de que Goyo andaba mal de la cabeza, pero los demás parecían compartir su paranoia, hasta Beba.

¿Se habría perdido algo? En la reunión anterior no había podido sacarse de la cabeza al tipo de la pirámide, sus celestes ojos de loco y sus enigmáticas palabras, salidas de entre esos finos y pálidos labios como el siseo de una serpiente: “Las jerarquías del sótano milenario y las momias faraónicas están en plena actividad. ¡Váyanse, harpías, aves de mal agüero!”, había gruñido Daniel antes de cerrar violentamente la celosía.

El recuerdo, la imagen, el agudo tono de esa voz, sumada a los calzoncillos del Gordo y a la desazón que le provocaba la inminencia del examen final de una materia para la que no se creía ni mínimamente preparada, le habían impedido concentrarse o prestar atención a lo que hablaban los compañeros.

Lo que sí podía recordar era el fugaz y sorprendente asomo de cordura en los argumentos y, por ende, en el razonamiento, de Goyo.

–No podemos privar a un trabajador de su instrumento laboral –había dicho Goyo durante la reunión anterior.

–¿Lo qué? –preguntó el Polilla.

–Que no podemos robar ese auto –aclaró Goyo, al borde de perder la paciencia.

–¿Cómo que no? –El Polilla buscó con la mirada el auxilio de Esteban– Si ya lo robamos...

–Pero está mal. ¿No viste el reloj? Es un taxi.

Hablaban del Mercedes Benz estacionado en el patio, comprendió Porota, olvidando por un instante al loco de los ojos celestes.

–¿El relós? Se lo saco en un periquete.

El Tarta traqueteaba tomando impulso para hablar. El Gordo Esteban no le dio oportunidad.

–No, Polilla. Lo que Goyo quiere decir es que no debemos hacer eso.

El Tarta asintió. Esteban le estaba sacando las palabras de la boca, lo que los demás agradecieron silenciosamente.

–¿Sacar el relós?

–No, animal –estalló Goyo.

Esteban se apuró a aclarar antes de que fuera demasiado tarde y el Polilla empezara a las trompadas.

–No podemos robarnos un auto que es un taxi. ¿No te das cuenta de que dejamos a un trabajador sin poder laburar?

El Polilla bajó la cabeza, entre pensativo y culpable. Esteban aprovechó para machacar, cosa de dejarle los conceptos bien grabados a martillazos.

–El tipo debe tener familia, hijos que alimentar, una madre viejecita...

–Está bien, está bien. Ya entendí –había dicho el Polilla–. Pero bien que estuviste de acuerdo cuando te lo mostré.

Todos se volvieron hacia Esteban, que sólo atinó a sonreír.

–Y sigo estando de acuerdo, pero si no tiene seguro, lo devolvemos.

–¡Tiene! –exclamó el Polilla– En la guantera...

Esteban lo interrumpió.

–Después vemos eso. Si tiene, lo vamos a usar, pero no podemos anotarlo.

–Sí, entendí.

Porota no. ¿Dónde querían anotarlo? ¿Y a quién?

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