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La madre de la verdad y la belleza

Sentado en uno de los sillones del amplio living de su departamento de Montevideo y Juncal, el general retirado se preguntaba qué pretendía de él ese cuarteto de hombres maduros a los que empezaba a vislumbrar en los umbrales de la decrepitud y el anacronismo. Él, en cambio, ansiaba renovarse y, más que nada, salir de ese remolino que succionaba a las formaciones políticas y a las propias Fuerzas Armadas, para ahogarlas en la impotencia y el desconcierto.

“La impotencia y el desconcierto”, repitió mentalmente. Debía anotar esas palabras. Podrían servirle para un discurso en algunas de las cenas de camaradería o, acaso, aunque sospechaba que más estérilmente, el próximo aniversario de la Revolución Libertadora.

Una vez más se tendría que aguantar a Rojas, siempre rodeado de una barra de fanáticas de la alta sociedad embutidas en sus tapados de visón, socios del Jockey Club y políticos socialistas. ¿Qué atractivo encontraban esas mujeres y esos hombres en ese tipo enjuto, chiquito, con cara de comadreja? ¿Su irracional fanatismo? ¿Los anteojos negros, más propios de un aviador que de un marino?

Esas mujeres no tenían remedio. Los político socialistas, tampoco.

“Tirando margaritas a los chanchos”, pensó.

El general retirado tenía más confianza en las Fuerzas Armadas que en los partidos políticos y las dirigencias rurales y empresarias, no debido a su propia extracción militar (ya a un lustro de su retiro, se consideraba parte de la civilidad) sino a que, por una simple rutina escalafonaria, las Fuerzas Armadas estaban condenadas a la renovación permanente.

“La renovación permanente”. Usaría también esa idea, aunque le sonaba familiar. ¿Dónde la había oído antes?

El general retirado volvió a mirar a sus visitantes preguntándose cuándo llegaría Sara con los cafés. Quería ir al grano de una buena vez y despacharlos lo antes posible. Tenía mucho que hacer y por culpa de esa inoportuna visita, esa mañana había debido ponerse el traje antes de lo previsto.

Volvió a mirarlos uno a uno. Excepto Aldo, su viejo y leal amigo, eran la sociedad civil en su máxima expresión y, por más que se hubieran pasado la vida buscando la ayuda y la complicidad de las Fuerzas Armadas, los sabía profundamente antimilitaristas.

No obstante su grado y profesión, él también lo era, en cierto modo, pero no creía oler tanto a naftalina. Los miró una vez más: eran hombres de su generación, prácticamente de su misma edad, pero parecían tan viejos...

¿No lo estaría también él?

No, se dijo. Él pretendía renovarse, adaptarse a los nuevos tiempos. Ellos eran los mismos del 55, de 51, del 46, del 43... Ahora azuzaban a una facción del Ejército contra la otra, a los colorados contra los legalistas.

Que los legalistas hubieran estado implicados en el golpe de estado contra el presidente Frondizi era algo que, a primera vista, sonaba incongruente, pero algunas cosas a veces resultaban inevitables. Él mismo había hecho enormes esfuerzos para acercar posiciones, para convencer a Frondizi de que aceptara el gabinete y el plan de gobierno que le exigían las Fuerzas Armadas, pero a la primera oportunidad que se le presentaba, Frondizi volvía a querer gobernar por su cuenta. Así, no había manera.

Tanto va el cántaro a la fuente..., pensó el general.

Tenía la conciencia en paz. Había intentado impedir el golpe aconsejándole a Frondizi que renunciara a la presidencia de la República para que asumiera en su lugar el presidente del Senado o, en última instancia, el de la Corte Suprema. Pero Frondizi no atendía razones ni escuchaba consejos.

“No me suicidaré, no renunciaré y no dejaré el país”, había sido la abstrusa respuesta de Frondizi.

Mirando el asunto con objetividad, el suicidio de Frondizi podría haber sido una buena solución para el caos institucional en que se desbarrancaba el país desde que el general retirado había dejado la presidencia, pero finalmente Frondizi lo había cansado casi tanto como cansó a los altos mandos. Al final, el general retirado bajó los brazos y Frondizi fue obligado a renunciar.

Mejor así: de acuerdo a la ley de acefalía, Guido, el presidente provisional, debía convocar a elecciones lo antes posible y, por fin, el general retirado tendría la oportunidad de ser consagrado por el voto de la ciudadanía. Todo lo que ambicionaba era ser presidente constitucional. Lo había sido, pero de facto. No era lo mismo: sonaba a ficticio, a impostado. Él no quería pasar a la historia como un presidente falso. Había librado a la patria de la tiranía niponazifalanjocomunista de Perón primero, y del fascismo clerical de Lonardi depués, pero su presidencia de facto seguía teniendo un regusto amargo.

La mente del general retirado salió dificultosamente de los ensueños presidenciales y regresó a su departamento, al momento presente, a la visita de los cuatro representantes de una época que, después de haberla protagonizado, el general se sentía llamado a superar.

El más delgado, el profesor Próspero Germán Fernández Albariño, al que siempre había considerado lo bastante fuera de sus cabales como para elegir como pseudónimo de guerra la combinación de un grado militar con el nombre de un emblemático dirigente pacifista, le daba la espalda. Plantado ante la puerta balcón, con las piernas abiertas y los brazos en jarra, el capitán Gandhi miraba hacia la calle Montevideo.

¿Qué mira?, se preguntó el general. Desde ese lugar todo lo que se podía ver eran las macetas del balcón y, más al fondo, los techos del colegio Champagnat.

El capitán Gandhi giró hacia ellos y extendió su mano derecha, con la palma hacia arriba, como disponiéndose a un recitado escolar.

–“¡Libertad!” –exclamó sorpresivamente.

El general retirado sonrió al ver al profesor Ghiodi, que hasta el momento había parecido dormitar, dar un respingo en el asiento.

–“¡Imagen primitiva de la vida, multicolor y multiforme, extendida sobre el haz de la tierra...!”

Aldo Luis Molinari creyó notar en las pupilas del general retirado un destello de alarma.

–“¡...como una simple reverberación de la luz, atributo misterioso y fecundo de las personalidades…!”

–Germán... –dijo Aldo.

–“¡Libertad! Madre de la verdad y de la belleza: Yo te invoco como a mi diosa tutelar...”

Aldo se puso de pie.

–¡Germán!

El capitán Gandhi se detuvo, sorprendido, justo cuando la dueña de casa entraba al living trayendo una bandeja con cafés y algunas masas secas.

–Oh, perdón, señora –dijo el capitán Gandhi–. Le ruego sepa disculpar mi arrebato democrático. Me dejé llevar por esa magnífica oración laica del gran constitucionalista Carlos Sánchez Viamonte.

–Sentate, Germán, así empezamos. Le estamos haciendo perder el tiempo al general.

Gandhi se encaminó hacia una de las sillas.

–“...Y elevo a ti la plegaria serena de nuestro derecho, poniendo en la égida de tus propicias manos, el secreto augural de la victoria!” –prosiguió, descendiendo en forma gradual el tono de voz. Tomó asiento y, a modo de disculpa, explicó–: No había cumplido los veintitrés años el doctor Sánchez Viamonte cuando compuso esta notable pieza oratoria.

–Bueno, pero ahora hacé silencio –el capitán de navío Aldo Luis Molinari miró a los otros dos que lo habían acompañado–. No sé quién de ustedes quiere empezar.

–General –intervino inmediatamente el profesor Ghioldi–, gracias a usted tuvimos una revolución limpia, sin intervenciones que pudieran herir la sensibilidad nacional, sin espurios contactos con formas del empresismo internacional, sin posibilidad de que nadie, así fuera de la misma ralea del Tirano, pudiera aplicarnos los desgastados moldes de “vendidos al oro extranjero” o “agentes del imperialismo”, tan usados por el terrorismo totalitario de uno y otro signo para infundir pavor a los democráticos.

–Le agradezco –atinó a balbucear el general retirado–, pero no veo...

Aldo comprendió que debía poner un poco de orden en la conversación.

–¿Usted quiere agregar algo, doctor Sanmartino?

–Naturalmente –dijo el doctor Sanmartino–, porque estos socialistas se van siempre por las ramas.

–¡No le permito, doctor!

–Ni me permite ni me deja de permitir, profesor. Hay que ir al grano y dejarse de tanta vuelta…

–Dele, dele –lo alentó el capitán de navío.

–… porque mientras estos socialistas le dan vueltas y vueltas a la noria, los otros socialistas se hacen peronistas.

Ghioldi reaccionó airadamente. No iba a aceptar que siguieran echándole en cara la defección de Dickman, que al menos no se había rebajado tanto como para integrar la fórmula presidencial con el Tirano.

–¿Quién se hizo peronista? ¿Eh?

–Palacios.

Ghioldi hizo una mueca de desdén.

–En el fuego de las pasiones se queman rápidamente los más sagrados juramentos.

–¡Eso! –exclamó el capitán Gandhi– ¿Cómo un hombre de la talla de Alfredo Palacios pudo haberse vuelto peronista?

El general retirado volvió a mirar a su amigo.

–Aldo...

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