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Una introcucción necesaria

Empecé a pensar que algo no andaba del todo bien cuando entré en la pieza destinada a las grandes ceremonias, contigua a la que usábamos para las reuniones habituales de la logia, y encontré a Daniel metido dentro de una pirámide de varillas de aluminio.

Estaba en posición de loto. Tenía las palmas de las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Con un leve temblor, sus labios recitaban silenciosamente su mantra personal.

En sí mismas, ocho varillas de aluminio no son gran cosa ni nunca me lo parecieron, por más que Daniel y el doctor aseguraran que, unidas a la fuerza espiritual del mantra de un iniciado, conforman un espacio inmaterial amplificador de las emanaciones eléctricas del cerebro.

Si ya de por sí la idea de un espacio inmaterial les resulta difícil de concebir, seguramente se preguntarán qué pretendían las emanaciones eléctricas del cerebro de Daniel amplificadas por la energía de las ocho varillas de aluminio al ser dispuestas en forma de pirámide.

Comunicarse con el General.

El General era Juan Domingo Perón, quien tras un largo peregrinaje caribeño había recalado en Madrid, donde, alojado en un amplio departamento del número 11 de la avenida Doctor Arce, en el elegante barrio del Viso, era importunado por las escandalosas fiestas que daba su vecina Ava Gardner.

Célebre actriz de exuberante belleza, Ava Gardner vivía en el pent house del mismo edificio en que Perón tenía su departamento. Todas las noches perturbaba el sueño del General congregando en su casa a una turba de bailaores, cantantes flamencos, actores, actrices y mujeres de vida airada, toreros, e inútiles varios, unos encabezados por el diestro Luis Miguel Dominguín y los últimos por Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde y yerno del Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Luego de deshacerse con suma facilidad de los agentes de la guardia civil que acudían alertados por las quejas de su vecino, Ava Gardner se asomaba al balcón de su pent house tan escuetamente vestida como había recibido a los agentes del orden.

–¡Perón cabrón! –gritaba la actriz, mortificando al General casi tanto como a su secretaria María Estela Martínez Cartas, más conocida por el nombre artístico de Isabelita, quien solía ofrecer a la actriz sabrosas empanadas de carne cortada a cuchillo.

Debe decirse que la mortificación del General se incrementaba cada vez que la célebre actriz bajaba las escaleras –no muy recatadamente embutida en ajustados pantalones de torero color borravino– acompañada de uno de los gitanos con los que había pasado la noche, para meterse en la cocina del General a comer las empanadas que María Estela Martínez Cartas seguía preparándole con amorosa admiración.

Vistas las cosas a la distancia y ya en conocimiento de esos y otros detalles que rodearon los duros momentos iniciales de la existencia madrileña del General, resulta razonable que los impulsos eléctricos del cerebro de Daniel no consiguieran romper la dura coraza defensiva con la que el exiliado había decidido recubrir la intimidad de sus pensamientos y sentimientos. Pero por entonces no lo sabía, de ahí que resultara igualmente razonable mi propuesta de probar suerte con un teléfono.

Fue el principio del fin de mis buenas relaciones con Daniel, ya que coincidió con una sugerencia en igual sentido formulada por una amiga de Esteban, sereno de la casa que la logia ocupaba en Villa Urquiza.

Pero lo que más fastidió a Daniel fue la sorpresiva reaparición de Friedman y De Santis, los dos afiliados a la Unión Tranviarios Automotor a quienes yo había perdido el rastro seis años antes, cuando al fin de un relato sobre algunas trágicas circunstancias que marcaron nuestras vidas, los había dejado en el café Rivadavia de la ciudad de La Plata.

De Santis era un chofer de ómnibus que desde que había empezado a ser buscado por la policía, el Ejército, la Marina de Guerra, los servicios de Inteligencia, el capitán Gandhi y la Comisión Investigadora número 58, se hacía llamar Bermúdez, Benavídez o Gómez.

Friedman, por su parte, guarda de ese mismo interno, no se hacía llamar de ninguna manera. Me refiero a que seguía siendo Friedman, pero también a que, lejos de querer ser llamado por alguien, hubiera deseado evaporarse, desaparecer en el aire mediante un acto de magia de ese mundo que había enloquecido tan súbitamente.

Bien vistas las cosas, tampoco De Santis se hacía llamar: Perón lo llamaba por su cuenta, cada vez que se le cantaba a sus reverendos cataplines de conductor estratégico, para impartirle directivas y pedirle favores que el conductor de ómnibus jamás sabía cómo satisfacer.

¿No era acaso ése el hombre indicado para que el doctor pudiera hacer contacto con el General? Seguramente por medio de De Santis podría hacerlo con más eficiencia que desde dentro de una pirámide de varillas de aluminio.

Como sea, tampoco fue mi culpa que Friedman y De Santis reaparecieran de golpe, siendo que los consideraba muertos, presos o en el exilio, y no había vuelto a pensar en ellos casi en ningún momento de los últimos años.

Todo empezó por casualidad, como suelen hacerlo los sucesos verdaderamente trascendentes. En este caso, apenas empezada la primavera del año 62, en la sede de un sindicato donde un grupo de la Juventud Peronista llevaba a cabo una reunión que, como se verá, pondría en marcha una serie de acontecimientos de gran relevancia y hasta ahora desconocidos.

Pero ya va siendo hora de que empiecen a conocerse.

Ahora puede contarse

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