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VIII
ОглавлениеDiscurso de los embajadores atenienses en el Senado de los lacedemonios defendiendo su causa.
Estaban a la sazón en Lacedemonia los embajadores de los atenienses que habían ido allí primero por otros negocios, y al oír la demanda de los corintios, parecioles que convenía a su honra defender su causa y hablar a los del Senado de Lacedemonia, no para responder a las querellas y acusaciones de los corintios contra los atenienses, sino por mostrar en general a los lacedemonios que no deberían tomar determinación sin que primero pensaran y consideraran bien la cosa: para darles a entender las fuerzas y poder de su ciudad, y por traer a la memoria a los ancianos lo que ya habían sabido y entendido, y a los mancebos aquello de que aún no tenían experiencia; pensando que cuando los lacedemonios hubiesen oído sus razones, se inclinarían más a la paz y sosiego, que no a comenzar la guerra. Por tanto, llegados ante el Senado dijeron que querían hablar en público, si les daban audiencia. Los lacedemonios les mandaron que entrasen, y los embajadores hablaron de esta manera:
«No hemos venido como embajadores, para tener contienda con nuestros amigos y aliados: antes como bien sabéis vosotros, varones lacedemonios, nuestra ciudad nos envió a tratar otros negocios de la república. Pero oyendo las grandes querellas de las otras ciudades contra la nuestra, nos presentamos a vuestra presencia, no para responder a sus demandas y acusaciones, pues vosotros no sois nuestros jueces, ni suyos, sino para que no deis crédito de plano a lo que os dicen contra nosotros, ni procedáis de ligero en asunto de tanta importancia a determinar otra cosa de lo que conviene. También porque os queremos dar cuenta y razón de nuestros hechos: que aquello que tenemos y poseemos al presente, lo hemos adquirido justamente y con derecho: y que asimismo nuestra ciudad es digna y merecedora de que se haga gran caso y estima de ella. No es menester aquí contaros los hechos antiguos, de que puede ser testigo la fama para los que los oyeron aunque no los viesen.
»Solamente hablaremos de lo que aconteció en la guerra de los medos: y lo que sabéis muy bien vosotros todos, que aunque sea molesto, y enojoso repetirlo, es necesario decirlo. Y si lo que entonces hicimos con tanto daño nuestro, exponiéndonos a todo peligro, redundó en el provecho común de toda Grecia, de que también a vosotros cupo buena parte, ¿por qué hemos de ser privados de nuestra honra? Lo cual es bien que se diga, no tanto para responder a la acusación de estos, y justificar nuestra intención, cuanto para testificaros y mostraros claramente contra qué ciudad movéis contienda, si no usáis de buen consejo. Decimos, pues, en cuanto a lo primero, que en la batalla de los campos de Maratón, solos nosotros pusimos en peligro nuestras vidas contra los bárbaros. Y cuando volvieron la segunda vez no siendo bastantes nuestras fuerzas por tierra, los acometimos por mar, y los vencimos con nuestra armada junto a Salamina. Esta victoria les estorbó que pasasen adelante y destruyesen toda vuestra tierra del Peloponeso, pues las ciudades de ella no eran bastantes para defenderse contra tan gran armada como la suya. De esto puede dar buen testimonio el mismo rey de los bárbaros, que vencido por nosotros, y conociendo que no volvería a reunir tan gran poder, partió apresuradamente con la mayor parte de su ejército. Viéndose claramente en esto, que las fuerzas y el hecho de toda Grecia consistían en la armada naval: socorrimos con tres cosas, las más útiles y provechosas que podían ser, a saber: con gran número de naves, con un capitán sabio y valeroso, y con los ánimos osados y determinados de muy buenos soldados; porque teníamos cerca de cuatrocientos barcos que eran las dos terceras partes de la armada de Grecia, el capitán fue Temístocles, el principal autor del consejo de que la batalla se diese en lugar estrecho: y esto sin duda fue causa de la salvación de toda Grecia. Por eso vosotros le hicisteis más honra que a ninguno otro de los extranjeros que a vuestra tierra vinieron. El ánimo y corazón osado y determinado, bien claramente lo mostramos, pues viendo que no teníamos socorro ninguno por tierra, y que los enemigos habían ganado y conquistado todas las otras gentes hasta llegar a nosotros, decidimos abandonar nuestra ciudad, y dejamos destruir nuestras casas y perder nuestras haciendas, no para desamparar a nuestros amigos y aliados, o para acudir a diversas partes (que haciéndolo así no les podíamos aprovechar en cosa alguna), sino para meternos en la mar y exponernos a todo riesgo y peligro, sin cuidarnos del enojo que teníamos con vosotros, y con razón, porque no habíais venido en nuestra ayuda antes. Por tanto, podemos decir con verdad, que tenemos bien merecido de vosotros por el bien que entonces os proporcionamos, lo que ahora pedimos. Porque vosotros estando en vuestras villas pobladas, teniendo vuestras casas y haciendas y vuestros hijos y mujeres, por temor de perderlos vinisteis en nuestro auxilio, no tanto por nuestra causa, cuanto por la vuestra, y después que os visteis en salvo, no curasteis más de ayudarnos, mientras nosotros dejando nuestra ciudad, que ya no se parecía a la que antes era, por socorrer la vuestra, con alguna pequeña esperanza nos expusimos a peligro, y salvamos a vosotros y a nosotros juntamente. Pues de someternos al rey de los medos, como hicieron en otras tierras, por temor de ser destruidos, o si después que dejamos nuestra ciudad no osáramos meternos en mar, sino que como gente ya perdida y sin remedio nos retiráramos a lugares seguros, no fuera menester (pues no teníamos los barcos necesarios), que les diéramos la batalla por mar, sino que consintiéramos a los enemigos que, sin pelear, hicieran lo que quisiesen.
»Así, pues, nos parece varones lacedemonios, que por aquella nuestra animosidad y prudencia somos merecedores de tener el señorío que al presente poseemos: del cual no les debe pesar, ni deben tener envidia los griegos, pues no le tomamos, ni ocupamos por fuerza ni tiranía, sino porque vosotros no osasteis esperar a los bárbaros enemigos, ni perseguirlos: y también porque nos vinieron a rogar nuestros amigos y aliados que fuésemos sus caudillos, y los amparásemos y defendiésemos.
»El mismo hecho nos obligó a conservar y acrecentar nuestro señorío desde entonces hasta ahora. Primeramente por el temor y después por nuestra honra: y al fin y a la postre por nuestro provecho. Así, pues, viendo la envidia que muchas gentes nos tienen: y que algunos de nuestros súbditos y aliados, que antes habíamos castigado, se han levantado y rebelado contra nosotros, y también que vosotros no os mostráis al presente tan amigos nuestros como antes, sino recelosos y muy diferentes, no nos parece atinado que ahora por aflojar de nuestro propósito, corriésemos peligro: porque aquellos que se nos rebelaran, se pasarían a vosotros. Por tanto a todos les debe parecer bien, que cuando uno se ve en peligro, procure mirar por su provecho y salvación. Y aunque vosotros los lacedemonios regís y gobernáis a vuestro provecho las ciudades y villas que tenéis en toda la tierra del Peloponeso: si hubierais continuado en vuestro mando y señorío desde la guerra de los medos como nosotros, no pareceríais menos odiosos y pesados que nosotros lo parecemos a nuestros súbditos y aliados; y os veríais forzados a una de dos cosas, o a ser notados de muy ásperos, y rigurosos en el mando y gobernación de vuestros súbditos, o a poner en peligro vuestro estado.
»Ninguna cosa hicimos de que os debáis maravillar, ni menos ajena de la costumbre de los hombres, si aceptamos el mando y señorío que nos fue dado, y no le queremos dejar ahora por tres grandes causas que a ello nos mueven, es a saber: por la honra, por el temor y por el provecho; además nosotros no fuimos los primeros en ejercerlo, que siempre fue y se vio que el menor obedezca al mayor, y el más flaco al más fuerte. Nosotros, por el consiguiente, somos dignos y merecedores de ello, y lo podemos hacer así, según nuestro parecer, y aun según el vuestro, si queréis medir el provecho con la justicia y la razón. Nadie antepuso jamás la razón al provecho de tal modo que, ofreciéndosele alguna buena ocasión de adquirir y poseer algo más por sus fuerzas, lo dejase. Y dignos de loa son aquellos que, usando de humanidad natural, son más justos y benignos en mandar y dominar a los que están en su poder, como nosotros hacemos. Por lo cual pensamos que si nuestro mando y señorío pasara a manos de otros, conocerían claramente los que de nosotros se quejan nuestra modestia y mansedumbre, aunque por esta nuestra bondad y humanidad antes se nos deshonra que se nos alaba, cosa ciertamente indigna y fuera de toda razón. Usamos las mismas leyes en las causas y contratos con nuestros súbditos y aliados, que con nosotros mismos: y porque litigamos con ellos, pudiendo ser jueces, nos tienen por revoltosos y amigos de pleitos. Ninguno de ellos considera que no hay gente en el mundo que más humana y benignamente trate a sus súbditos y aliados que nosotros: y no les censuran ser pleiteantes como a nosotros; porque siéndoles lícito usar de fuerza con ellos, no han menester procesos, ni litigios, ni contiendas. Pero nuestros aliados por estar acostumbrados a tratar con nosotros igualmente por justicia si los enojan en cosa alguna por pequeña que sea de hecho, o de palabra, por razón del señorío, donde a su parecer les quitan algo, no dan gracias porque no les quitaron más, cuando lo pudieran quitar de lo que no es suyo: antes les pesa tanto por lo poco que les falta, como si nunca les tratáramos conforme a derecho y justicia, sino claramente por avaricia y por robos. En tales casos no debían atreverse a murmurar ni a contradecirnos, pues no conviene que el inferior se desmande contra su superior.
»Vemos, pues, evidentemente, que los hombres más razón tienen de ensañarse cuando les hacen injuria que cuando les tratan por fuerza, porque al injuriarles se entiende que hay igualdad de justicia de ambas partes, mas cuando interviene fuerza, bien se ve que hay superior que la hace por su voluntad. De aquí que nuestros súbditos cuando estaban sujetos a los medos sufrían con paciencia su yugo por duro que fuese, y ahora nuestro mando les parece más áspero, lo cual no es de maravillar, porque los súbditos siempre tienen por pesado cualquier yugo presente. Aun vosotros mismos si por ventura los hubierais vencido y dominado, el amor y bienquerencia que habríais adquirido de ellos, por miedo que os tuviesen lo convertirían en odio y malquerencia contra vosotros, sobre todo si observarais igual conducta que en aquel poco tiempo que fuisteis caudillos de los griegos en la guerra contra los medos, no aplicando vuestras leyes y costumbres a ninguna otra región, ni usando cualquier capitán vuestro que sale de su tierra las mismas costumbres que antes, ni las que usa el resto de Grecia.
»Tened, pues, varones lacedemonios maduro consejo, y consultad muy bien primero estas cosas, que son de tanta importancia, no escojáis trabajo para vosotros por dar crédito de ligero a los pareceres y acusaciones de los otros. Antes de comenzar la guerra pensad cuán grande es y de cuanta importancia: y los daños y peligros que os pueden seguir, porque en una larga guerra hay muchas fortunas y azares de que al presente estamos libres unos y otros, y no sabemos cuál de las dos partes peligrará. Ciertamente los hombres muy codiciosos de declarar la guerra, hacen primero lo que deberían hacer a la postre, trastornando el orden de la razón, porque comienzan por la ejecución y por la fuerza, que ha de ser lo último y posterior a haberlo muy bien pensado y considerado: y cuando les sobreviene algún desastre se acogen a la razón. Ni estamos en este caso ni os vemos en él. Por tanto, os decimos y amonestamos, que mientras la elección del buen consejo está en vuestra mano y en la nuestra, no rompáis las alianzas y confederaciones, ni traspaséis los juramentos, antes averigüemos y determinemos nuestras diferencias por justicia, según el tratado y convención que hay entre nosotros. De otra manera tomamos a los dioses, por quien juramos, por testigos, que trabajaremos, y procuraremos vengarnos de los que comenzaren la guerra, y fueren autores de ella.»
Con esto los atenienses acabaron su discurso.