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A mi padre

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Por Carla Carvacho

Tuve la suerte de pasar mi niñez en una casa muy grande. Aprovechaba los frutos de variados árboles, crecí con distintos animalitos y gozaba con los juegos más maravillosos que mi padre fabricaba para mí en su taller. El taller estaba al fondo de nuestra casa. El olor a la pintura, la madera recién cortada y la luz de la soldadura en mi ventana al dormir, forman parte de mis recuerdos de pequeña. Sí, tuve la bendición de contar con su presencia a diario.

A él le encantaba ver mi expresión con cada una de sus creaciones. Cuando era Navidad, me preguntaba: “¿Te gustó el regalo del Viejo Pascuero?”. Y yo le contestaba: “¡sí!, me gustó lo que construiste con los maestros”. Recuerdo con cariño esa carroza de madera, era como las de esas películas del oeste, dirigida por mi hermano y yo.

Tengo muchos recuerdos de almuerzos familiares, asados, paseos, vacaciones con toda la familia de mi madre en el sur junto al río, atardeceres en los campos, y ese sabor de la comida recién preparada en cocinas a leña. De adolescente, salíamos a acampar, cazar y pescar. Aunque me asustaba un poco el agua, siempre fui su fiel compañera en cada aventura. Estoy muy agradecida del contacto a la naturaleza que él me enseñó con la energía que tenía para organizar cuanto viaje y locura pasaba por su mente. Debo confesar que él era un poco irresponsable: vivía el presente sin mucha planificación. Si en los negocios le iba bien, él llegaba a casa con un bote y después, al poco tiempo, lo tenía que vender. Esa era la parte difícil para mi madre porque no siempre fueron tiempos buenos. Un día ella llegó a casa y no había leche para mí ni nada de comer. Tuvo que vender la lavadora para comprar alimentos. Yo no me percataba mucho de esos detalles. Tuve una infancia inmensamente feliz gracias a él.

Su niñez no fue nada fácil. Cuando faltaban dos años para terminar el colegio, su padre falleció, lo que lo obligó a dejar sus estudios y comenzar a trabajar. Vivía con su madre, de descendencia inglesa, y sus tres hermanos: Alfredo, Olga y Patricio. Mi padre jamás tuvo la experiencia de ser “tío”, ninguno de sus tres hermanos tuvo hijos.

Durante su vida desarrolló diferentes oficios; fue camionero, bombero, trabajó en las refinerías de pescado del norte, tuvo un local donde vendía discos de vinilos, fue músico y muchas cosas más. Él inventó en este país la primera máquina para jugar en forma masiva la Polla Gol. Mi padre era un genio, un inventor, un soñador sin límites.

Amaba la música. De adolescente, en lugar de salir los fines de semana con sus amigos, se quedaba en casa escuchando óperas, más adelante, ya de adulto formó su grupo musical en Iquique con sus amigos de siempre: se llamaban Los Bingos. Aún tengo sus vinilos, son mi tesoro. Jamás olvidaré esas tardes, juntos en el living de la casa, él con su guitarra en las manos y yo sentada en el suelo, sobre la alfombra, tratando de seguir sus melodías. Me miraba fijamente, con sus grandes ojos color esmeralda y sus infinitas arrugas.

De su primer matrimonio, nacieron Ricardo y María Eugenia. Yo la adoraba a ella, pero era una relación muy particular porque teníamos mucha diferencia de edad. Cuando llegaban de visita a casa, yo les decía: “¡Hola tíos!”. “¡Como que tía, soy tu hermana!”, me respondía ella. Más adelante, mi hermano Ricardo ayudaría a mi padre a terminar sus estudios. Del segundo matrimonio nació mi hermano Carlos, él era más cercano. Vivió un tiempo con nosotros, pero fue muy difícil educarlo, porque mi hermano en reiteradas ocasiones abandonaba sus estudios. Eso siempre fue una preocupación para mi padre, finalmente, terminaron trabajando juntos. Siempre recordaré las travesuras de mi hermano. Su segunda esposa estudió enfermería y tenía una compañera que se llamaba Vicky: mi tía. Así se conocieron, ella le presentó a mi madre. Cuando yo nací, mi padre ya tenía 52 años, pero la historia familiar, no termina ahí: luego de 4 años nació mi hermana Claudia. Ojalá yo tenga su misma vitalidad a esa edad, ojalá mantenga esa ilusión, de un mañana sin preocupaciones, siempre en el presente, siempre con una sonrisa bonachona.

Cuando ingresé a la Universidad mis padres se separaron: la relación no daba para más y me costó muchísimo asumirlo. Como si no fuera suficiente en ese mismo periodo, la Empresa de mi padre quebró y nos embargaron la casa. Durante un largo tiempo, vivimos sin electrodomésticos, ¿se imaginan una vida así? Lo cotidiano se hace difícil, el día a día, ya no es tan simple. Sin embargo, nunca experimenté rabia ni lo culpé por todo lo ocurrido. Al contrario, me daba una pena profunda ver a mi padre luego de años de sacrificios, buenos momentos y entrega incondicional, ¡salía por la puerta de mi casa sin nada! No tenía dónde ir, estaba solo.

Estuvo un tiempo viviendo con sus hermanos Olga y Alfredo, pero era una vida vacía, el panorama consistía en sentarse en la cama con un cigarrillo a ver televisión. Ése no era mi padre. Al poco tiempo se fue a vivir a Iquique a encontrarse con sus amigos de juventud. Se las arregló para entrar a trabajar a la Municipalidad y por esas casualidades mágicas de la vida, la empresa donde yo trabajaba se adjudicó la construcción de la Tienda Paris de Iquique. Así sin planificarlo y después de 7 años, volvimos a estar juntos: fue nuestro reencuentro, fueron meses donde compartimos los tres, mi padre, yo y Ricardo, mi marido. Mi vida era perfecta entonces, me gustaba cocinar para él, disfrutaba de su compañía, y recién ahí dimensioné sus días de soledad en el norte. ¿Cuántas veces necesitó de nuestra ayuda y no estuvimos? Pero él no se quejaba, eso no estaba en su esencia. Terminado el proyecto nos fuimos a trabajar a Valdivia, mi padre tuvo que dejar el departamento que arrendábamos porque quedó sin trabajo y fue acogido por una de sus amigas en su casa, en una población en Alto Hospicio. Pero él era feliz, solo necesitaba un poco de compañía.

Mi padre sufría de diabetes, tenía muy comprometido su tobillo y lo trasladamos a Santiago para su cirugía. No se quiso quedar en Santiago para su recuperación y retornó a Iquique. Con el paso del tiempo, descuidó su medicación y su segunda cirugía fue muy invasiva. Producto de ello sufrió un infarto. Estuvo en riesgo vital y fueron días de angustia, pero a sus 82 años se recuperó y lo dieron de alta. A las pocas semanas tuvo una descompensación y no salió mas de ese Hospital. Desperté ese día sábado a las 5 AM, me volví a dormir y a los pocos minutos recibí una llamada de mi hermano mayor que decía: “El papá se ha ido”. Aún lo extraño, aún me duele su partida, pero está anclado en mi corazón, en cada uno de los recuerdos que atesoro en mi alma.

Mi nombre es Carla, como mi padre, Carlos.

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