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Domo Arigato
ОглавлениеPor Alicia Bilbao
Mi mamá, Simona, se miraba frente al espejo, mientras se probaba su sencillo pero hermoso vestido de novia de color nácar y mangas amplias que llegaban hasta los tres cuartos de sus brazos delgados. Era largo, ajustado al cuerpo, elaborado con una delicada y suave tela parecida a la seda, confeccionado por mi abuela, que también se llama Simona, costurera de oficio. Parecía que llevaba un fino camisón de dormir sobre su figura pequeña que la hacía lucir muy elegante. El color del vestido contrastaba con su tez morena. Una flor confeccionada con la misma tela adornaba su cabello liso, lacio, largo, de color negro azabache.
Mi abuela estaba sentada junto a ella, con su cajita de alfileres, para hacer los últimos ajustes al vestido.
– Hija, si no quieres, no te cases, no es tu obligación, aún estás a tiempo de arrepentirte – le decía ella.
– Me casaré mañana, mamá, pase lo que pase.
– Esta siempre será tu casa, te queremos. Tu papá no quiere que te vayas, tus hermanos tampoco.
– Ya está todo listo mamá, todo arreglado. Bernardo me espera, me casaré.
Aunque contestó con tono seguro, en su interior mi mamá sabía que a partir del día siguiente su futuro era incierto. La duda se apoderó de ella, pero decidió seguir adelante. Su vida cambiaría del cielo a la tierra, literalmente, su mundo quedaría “patas para arriba”. Luego de casarse por la iglesia, partiría en un vuelo directo al otro lado del mundo, a Japón. No iba de luna de miel, sino a encontrarse con el novio para vivir allí por tres años, mientras él estudiaba para obtener su máster en Ingeniería Química. La Universidad donde se habían conocido mientras él era su profesor ayudante en el Laboratorio de Operaciones Unitarias lo había becado para que obtuviera su postgrado.
Para emprender esta valiente aventura, Simona renunciaba por tres años a su familia, amigos, su barrio del paradero veintiuno de la Gran Avenida y a sus estudios universitarios que ya habría finalizado si no hubiera sido por una profesora amargada que se ensañó con ella y que se empecinó en hacerla repetir el curso. Al tercer intento, Simona se dio por vencida, autoconvenciéndose de que no tenía pasta de científica y decidió abandonar la carrera de Bioquímica, aunque era brillante a juicio de la mayoría de sus profesores y compañeros. Excepto, claro, por la profesora de Genética Molecular de Eucariontes.
Esa noche, Simona no pegó un ojo, invadida por una mezcla de ansiedad, felicidad, miedo y angustia.
“Me casaré”, se dijo. “¿No es eso lo que todas las mujeres queremos?”.
A la mañana siguiente, José, mi abuelito, comerciante, padre cariñoso, pero con episodios violentos a causa de su alcoholismo, tocó la puerta del dormitorio de mi mamá.
“¿Estás lista hija? Debemos irnos”.
Partieron en auto hacia la iglesia del colegio San Marcos de Macul mi mamá, sus padres y sus dos sobreprotectores hermanos, Osvaldo y Camilo. Mi abuelito José salió primero del auto para ayudar a bajar a la novia, que en ese momento sollozaba desconsolada. Una vez de pie en la entrada de la iglesia, colgada del brazo de su padre, Simona divisó el altar y al cura que la casaría ante los ojos de Dios y la liberaría del pecado del concubinato. Vio a su madre, parada a su derecha, y al otro lado, a sus futuros suegros. María Gregoria era una señora elegante, amistosa, pero un poco arribista. La típica suegra “Nuera lo que yo quería para mi hijo”. A su lado estaba su marido Bernardo, contador de profesión, católico dogmático, tal como educó a su hijo. Como el novio estaba ausente en esta bizarra ceremonia, él, mi abuelo Bernardo, haría de “novio”.
Caminando por el pasillo del brazo de su papá, mi mamá, la hermosa y joven novia, lloraba. No de emoción ni alegría, sino de pena, de profunda pena. Al llegar al altar, mi madre se ubicó en medio de sus padres, y los padres de mi padre, mientras escuchaba parlotear al cura que varios años después oficiaría mi propio bautizo:
“Que..dos her.. nos, … hemos reu…. hoy para ….brar el sa…do matri..nio de Sim..y Ber…do”.
Una vez acabada la ceremonia, nadie lanzó arroz. Solo hubo abrazos y felicitaciones sinceras, afectuosas, pero no alegres. Fotografía de rigor y de vuelta a la casa para terminar la maleta, recoger los documentos y emprender camino al aeropuerto.
La despedida fue triste y apurada. Ningún Barahona Santibañez había tomado antes jamás un avión, ni emprendido en su vida un viaje tan exótico. Ninguno se había alejado de la familia por tanto tiempo. Al aeropuerto llegaron a despedir a mi mamá todos los Barahona: la tía Gina, la amargada; la Inés, la amorosa madrina; las solteronas Irma y Lila; el tío Pascual, el facho, y el tío Ramón, el lacho; la prima Elia, que siempre amó en secreto a mi papá y envidiaba profundamente a mi mamá; la Ale, la cahuinera, que en ese tiempo era solo una niña; el Enzo, el primo regalón y tiro al aire; y el Jorge, el otro primo regalón, el cojo, recién graduado de Medicina.
Los Gutiérrez, en cambio, que vivían en un barrio más acomodado, y que ya habían visitado el aeropuerto de Santiago en variadas ocasiones, se limitaron a despedirse en la iglesia, y desear muy buen viaje a la nueva esposa, y enviarle saludos al nuevo recién casado.
De camino a Japón, Simona casi no sintió el vuelo de treinta horas porque la noche anterior no había pegado un ojo, y porque el matrimonio sin novio de cuerpo presente y el llanto la habían dejado agotada. Pero una vez que aterrizó, el nerviosismo superó al cansancio.
Mi mamá bajó del avión confundida y perdida. Decidió seguir a la masa en busca de su maleta. De japonés no sabía absolutamente nada. Cuando por fin se disponía a pasar por policía internacional, un oficial nipón, delgado y diminuto, pero atemorizante, le gritó en su idioma incomprensible, lo que días después entendería como: “Acompáñeme, sus papeles no cumplen con la normativa para ingresar al país del sol naciente, usted está detenida”. Luego de horas de reclusión sin entender nada, mi papá, Bernardo, el mateo, estudiante brillante, becario orgulloso, guardián de la moral y las buenas costumbres y flamante recién casado, se las apañó para que la policía nipona liberara a su joven y agotada esposa.
Una vez juntos, después de un discreto beso y un apretado abrazo, mi mamá olvidó la pena, la sensación de soledad, las dudas, el cansancio, el miedo. Por fin pudo disfrutar por unos minutos del gran paso que había dado en su vida.
Caminaron hacia la estación de trenes, ubicada en el subterráneo del mismo aeropuerto moderno de Tokio, y viajaron en tren bala, espectacularmente moderno para cualquier nacido en Chile en los años cincuenta, hasta Fukuoka, la ciudad provinciana donde residían los becarios latinoamericanos de la Universidad de Kiushi.
El barrio era sencillo pero hermoso. Las casitas era todas iguales, de material liviano, pequeñas, de arquitectura típica japonesa. Cada espacio estaba muy bien pensado para colocar cada uno de los muebles y enseres. No había espacio para la improvisación. Cada vez que mi mamá intentaba ser “creativa”, una vecina nipona cruzaba la calle para explicarle que esa no era la ubicación adecuada para el refrigerador, la mesa, la cama, que en realidad era un Tatami, un colchón liviano tendido en el suelo, sin catre.
El primer año transcurrió tranquilo, aburrido. Mientras mi papá pasaba sus días en la Universidad, mi mamá intentaba apañárselas con la soledad en un país extraño. Trabajó como modelo para una clase de pintura, aunque siempre posaba vestida, porque se negaba a desnudarse en público.
Hasta que un día mi madre no soportó más la soledad. Pastillas anticonceptivas por el inodoro, a la mierda el miedo de mi padre a la inestabilidad económica, Simona estaba decidida a ser madre.
Y en ese contexto nací yo. Llegué el mundo en un país extranjero, desconocido, a llenar los días de soledad de mi mamá y los días de estrés de mi papá. Mis primeras palabras fueron una mezcla entre español y japonés. Jugaba mucho con otros niños hijos de becarios chilenos y latinoamericanos y también con niños japoneses.
Tuve la fortuna de gozar de la atención exclusiva de mi madre durante mi primer año de vida y del sistema de salud del primer mundo. Hasta entrada mi adultez, nunca tuve una enfermedad grave y rara vez caí en cama. Además, gocé de la chochera de ser el primer retoño de mi padre, que en su juventud disfrutó a concho su paternidad. Tenemos álbumes de fotos llenos de mi padre junto a mí, recién nacida, en paseos familiares a Okinawa, la isla paradisiaca de los japoneses.
Después de Japón, partimos unos meses a vivir a Barcelona con Eliana, hermanastra de mi abuela, su marido Alberto, el catalán, y sus tres hijos. Ahí aprendí a caminar, tirando de la cola del Toby, el perro de mis tíos. Cuando tenía un año y medio, volvimos a Chile. El día en que aterrizamos, mi abuela paterna se coló por el control policial del aeropuerto, me agarró en abrazos y partió conmigo hacia afuera, donde estaba todo el resto de la familia, que había ido a recibirnos. Yo lloraba, porque no entendía nada, ni conocía a esas personas, que eran muchas. Dos familias con muchos tíos y primos, de la que finalmente terminé formando parte activa.
A medida que fui creciendo, fui construyendo este relato en mi cabeza, con versiones de distintas personas, en las que aparecían nuevos detalles. El resto del rompecabezas, lo armé con las fotografías familiares. Cuando falta una pieza, simplemente uso la imaginación.
A veces pienso, ¿de dónde mi filosofía de vida, mi veta rebelde, mi negativa a tener un matrimonio convencional, mis ganas de huir, de viajar, y mi apego a la familia? ¿Por qué siempre pienso distinto a los demás, porqué razono de otra manera?
Creo que la respuesta está en este recuerdo construido con recuerdos ajenos.