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La niña con más suerte del mundo

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Por Ángela Rojas

No creo que exista en el mundo una niña con más suerte que yo.

Me levanto cada mañana, me pongo mi mañanita y voy a saludar a mis papás. De seguro me van a pedir que vaya a despertar a mi hermano para que tomemos desayuno en la Matadero Palma, como llamamos a la cama matrimonial. Mi mamá siempre nos lee un par de hojas de Sin Familia y después mi papá, un poco de Martín Fierro. Espero que nunca se terminen esos libros porque de verdad no sé qué podrían leernos después.

Tengo permiso para abrir el clóset del papá y meterme donde quiera, menos arriba, porque arriba está el revólver y es muy peligroso, aunque el papá me dijo que cuando grande me iba a enseñar a usarlo. El otro día me enseñó a desarmar la Winchester y apuntar. No puedo disparar porque para eso tengo que ir al campo con él y cuando van, se levantan demasiado temprano. Aparte, cuando nos quedamos con mi mamá, vamos a comer comida china y al Errols a arrendar películas.

Me metí al closet y saque las botas de las siete leguas, que son como les digo yo a las botas de mi papá. Él no las usa porque dice que son mías. Con ellas puedo correr por todos lados sin romperme los pies y como me quedan grandes son fáciles de sacar.

Tengo la suerte tremenda de tener un jardín solo para mí. Al fondo del patio hay un muro y ahí, una puerta que hicimos con el papá. A ese lugar no entra el jardinero, porque es mío. Tengo mi habitación sobre el níspero, mi laboratorio de plantas en el rosal en flor (la mamá se enojó cuando lo vio, pero no pudo retarme). Tengo dos nogales que me alimentan durante el día, un maqui que me maquillaje y terror al mismo tiempo, el almendro de don Vicente, mi vecino, que dulcemente me dio permiso para engancharlo hacia mi patio porque mi gallina se pasa por sus ramas y le deja huevos a doña Eli, su esposa. Tengo el naranjo con las naranjas más ricas, un caqui que detesto, mi plantación de toronjil cuyano y al fondo, en una esquina, el bendito membrillo. Y digo bendito porque estoy segura que está sobre la tumba de la Quintrala.

En el patio de atrás, como le llamamos, juego todos los días, invierno o verano. Ahí tengo mis gallinas, mi fabrica de arte rupestre y un cementerio de mascotas. En el patio del medio disfrutamos todos, y hoy, como es domingo, vamos a poner la parrilla debajo del limón y vamos a hacer un asado. Me encanta cuando hacemos asados en el pasto. Atrás, debajo del parrón, tenemos una parrilla con mesa y terraza, pero cuando estamos los cuatro, nos gusta usar la parrilla chica y sentarnos en el pasto. Aparte, cuando estamos los cuatro, mi papá compra carne rica y butifarra que me va dando por trocitos mientras se hace la carne.

Me gusta acompañar al papi al Unimarc, porque desde que se quemó, instalaron una carpa y es el supermercado más entretenido que exista. Aunque me gusta más cuando vamos a los Ciervos, porque ahí venden ostras y el señor que las abre es mi amigo y siempre me regala. Siempre que salimos los dos me compra algo para el camino y no le contamos a mi hermano, para que sea un secreto. A la vuelta, aprovechamos de ir a la ferretería: el papá me está haciendo un escritorio y necesitamos algunas piezas que nos faltan. Aparte me dijo que me iba a enseñar a encolarlas para ponerlas en la prensa.

Mi hermano está en la pieza jugando computador y mi papá, iluso, pensaba que tendría el carbón puesto. Rápidamente armamos el fuego. Mi mama hizo ensalada de fideos, que es la que más me gusta. Después de almuerzo mis papás se van a dormir y nos quedamos jugando con el Miguel, hace tiempo que queríamos hacer experimentos con una viga que tenemos para jugar. La vamos a poner en sobre una piedra y como él pesa más, va a saltar en un extremo para que yo salga volando. Lo vimos en los dibujos animados.

Decidimos que vamos a ir a Los Portales a comprar dulces. El Miguel tenía unas monedas guardadas y yo le robé unas de la camioneta al papá. Como somos chicos no nos dejan tener llaves de la casa, así que tenemos que saltar por el portón. Siempre salta el Miguel primero y después yo, para que me ataje si me caigo: me da miedo romperme los dientes. No le avisamos a la mamá porque de seguro no nos va a dar permiso y para qué, si debe creer que estamos en el patio de atrás.

Resulta que al Miguel se le ocurrió ir al Unimarc a comprar, y tuve que acompañarlo. Mi mamá siempre dice que tenemos que andar juntos. Cuando venimos de vuelta, vemos unos pies que se asomaban detrás de uno de los arbustos de las canchas de tenis. El señor del quiosco de la esquina nos para y nos dice que es un muerto. El Miguel quiere ir a ver al muerto, pero a mí me da miedo. ¿Y si se nos pega su espíritu y se queda en la casa? Me basta y me sobra vivir con el alma de la Quintrala.

Al final nos vamos corriendo, menos mal que el Miguel entendió que me da miedo. Nos saltamos la reja y el Beno, nuestro perro, nos está esperando. Nos sentamos los tres a compartir los dulces que trajimos. Ya se hace tarde, el experimento con la viga tendrá que ser mañana, después del colegio, si alcanzamos a volver con luz de día.

Antes de cerrar el convento, como dice mi mamá cuando cerramos los ventanales, me subo al techo. Casi había olvidado que tenía que ir a buscar material para mi cerámica de arte rupestre. El próximo fin de semana es el cumpleaños de mi mamá y en historia vimos unas cosas que de seguro van a ser fáciles de hacer. Necesito tierra de la que se junta en la canaleta, seguro que es la misma que usaban los indígenas: le voy a hacer un jarro pato a mi mamá. Espero que esta vez mis artesanías no se rompan.

Los domingos nos encerramos temprano. Antes que anochezca ya estamos con pijama y esperando en la cocina que mi mamá termine de calentar la carne que quedó del almuerzo. Hoy nos dieron permiso para quedarnos hasta tarde, porque en la tele vamos a ver Lo que el Viento Se Llevó. Terminamos de tomar once y empieza una de las partes que me encanta del día. Mi mamá ve mi cara de angustia y me deja ir corriendo a la pieza, abro la ventana y escucho cómo Don Vicente toca el piano y doña Eli canta con su voz de ángel. Como cada vez que los escucho cantar, me trepo por la reja de mi ventana y los saludo. Ellos siempre cantan, son tan fanáticos que mi mamá me contó que Don Vicente va a cantar a las misas vestido de huaso. Misa a la chilena le dicen, como la misa importante a la que va el Presidente.

Como vamos a ver los grandes eventos, mi papá nos dijo que nos iba a leer un cuento especial esta noche. Todas las noches nos cuenta un cuento de Edgar Allan Poe, pero hoy nos lee un cuento de terror de un tipo de nombre chino. Igual no me dio mucho miedo.

Nos acostamos todos en la Matadero Palma. El Oliver, el gato de la mamá, está a sus pies y al Beno, le dieron permiso para que se acostara en la entrada de la pieza. Un poco antes de que empiece la película nos preguntan si queremos ir a la playa el próximo fin de semana. Con el griterío y la emoción se rompe un larguero de la cama y quedamos en el suelo. Con el papá tenemos que ir a buscar unos ladrillos y mientras mi mamá llama a la tía María para decirle que vamos a ir a pasar la Semana Santa a la casa en la playa. Empieza la película y no entiendo muy bien por qué estamos poniendo alambres en la cama. No nos dejaron subirnos, pero mi mamá nos arma una cama mágica en el suelo. De su velador, saca un papel dorado y nos da un cuadrito de chocolate a cada uno. Mientras, en la tele, Scarlett O´ Hara pone a Dios como testigo que jamás va a volver a pasar hambre.

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