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Tres sorbos de cerveza

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Por Soledad Brinck

Con los años he llegado a la conclusión que a la gente que no le gusta la cerveza es porque no sabe tomarla. Parto con lo básico, tiene que estar bien helada. Nunca se toma de la botella porque uno se llena del gas y se pierde el sabor. Mucho más crimen es tomarla de la lata porque el metal altera el sabor. Debe servirse en vaso, ojalá de boca ancha con un poco de espuma. Se debe tomar a tragos largos para que en la boca quede el sabor y no la amargura. Mi papá me enseñó todo esto cuando tenía alrededor de 16 años y los tres primeros tragos de cada una de mis cervezas son un recuerdo y a la vez un homenaje para él.

Mi papá murió un 27 de abril del año 2012. Múltiples infartos cerebrales no fueron capaces de quitarle la vida durante 7 años, pero el cáncer se lo llevó rápidamente en solo algunos meses. Fue un lluvioso viernes de un fin de semana largo. Sabíamos que partiría en cuestión de horas, así que el jueves cuando fui a verlo le ofrecí a mi mamá quedarme a dormir por si me necesitaba durante la noche. Mi papá estaba en un estado de sopor, semi inconsciente. Esa noche, le pude dar un yogurt, con los ojos cerrados, pero apenas abría la boca. Lo último que comió se lo di yo, el cierre perfecto del ciclo de la vida. Es viernes mi mamá me despertó temprano y angustiada: la noche había sido mala, mi papá estaba inquieto y el desenlace era inminente.

La doctora de paliativos llegó temprano, le puso un suero y le dio un calmante para que partiera más tranquilo. Cuando la fui a dejar a la puerta me dijo:

– Estamos en las últimas horas

– Mi hermana viaja hoy de Estados Unidos, llega mañana temprano – contesté

– No va a alcanzar a llegar, lo lamento.

La lluvia no paraba, caía incesantemente y con mucha fuerza. Era temprano y las calles ya se veían inundadas. Al poco rato apareció mi hermano y ahí nos quedamos los tres – mi mamá, mi hermano y yo – viendo caer esta lluvia torrencial. Solo ahí noté que en los pisos altos de los departamentos la lluvia no se oye, solo se ve. Había un silencio profundo, pero no incómodo. Solo quedaba esperar. Me tendí a su lado y empecé a hacerle cariño en el brazo como a él tanto le gustaba. Mi cabeza se llenó de recuerdos.

Mi papá era pediatra y trabajó durante 35 años en el Calvo Mackenna. Era hepatólogo, una especialidad difícil, especialmente hace algunas décadas cuando en Chile todavía no se hacían trasplantes de hígado. Muchos de los pequeños pacientes de mi papá estaban irremediablemente condenados a muerte. Convivir con este dolor de manera constante no es fácil. Lo hablamos tantas veces. Creo que mi papá se volvió agnóstico en parte por eso. “Cómo creer en un Dios que permite tanto dolor”, le oí decir algunas veces.

Soy la menor de tres hermanos, así que, aunque ellos no les guste reconocerlo, siempre fui la regalona. Durante las vacaciones era habitual que yo lo acompañara al hospital, un lugar para mí maravilloso. No veía las carencias, solo veía a mi papá transformarse en superhéroe sin capa pero con delantal. Siempre andaba impecable. Verlo atender a sus pacientes era como si sus superpoderes se desplegaran, qué manejo de los niños y de los adultos, normalmente eran padres aterrados que no entendían mucho. Todo partía siempre con algo de magia, pequeños trucos que distraían a los niños y que hacían más fácil su tarea de examinarlos. Se sacaba un pollito imaginario del bolsillo, hacía como si se quebrara la nariz o se sacara el dedo gordo. Todos trucos que sus pacientes conocían de memoria sin embargo, igual que yo, disfrutaban verlos nuevamente. Al salir de cada sala venía una lección simple, sin grandes discursos: “Te fijaste como a pesar de todo sonríe” o “viste lo preocupada que estaba la mamá” o bien “fíjate como aquí la gente vive con lo mínimo”. La privilegiada burbuja en la que nosotros vivíamos era una preocupación para mi papá.

Uno de sus hábitos preferidos era preguntarles a las mamás de sus pacientes qué le prepararían de almuerzo si alguna vez lo invitaran a su casa. Se sorprendía con las distintas y variadas respuestas y sentía que en ese plato de comida había admiración, amor y entrega. Una cazuela o un pastel de choclo eran las respuestas que más se repetían. “Tanto, en un simple plato de comida, Solcito”.

Muchas veces también lo acompañaba a su consulta privada en las tardes. Ahí atendía a pacientes más privilegiados, con enfermedades más sencillas y realidades mucho más fáciles. Sin embargo, hoy veo que el trato que mi papá le daba a esos dos mundos tan distintos era exactamente el mismo. Para mí, la consulta tenía un atractivo: los regalos de los visitadores médicos, esos pequeños tesoros muchas veces inservibles que para mí eran invaluables. Lápices, huinchas de medir, un vaso plástico, gomas de borrar. Reliquias que llegaban a un lugar secreto e importante en mi espacio privado.

Camino a casa muchas veces había que hacer visitas a domicilio, ese era sin duda mi momento preferido. Mi papá se manejaba por todo Santiago mejor que un taxista con años de circo. Conocía todas las calles, los atajos, los edificios y los monumentos y oírlo hablar casi sin parar era una verdadera clase de historia. Sin pontificar, mi papá estaba siempre tratando de enseñar. “Preocúpate de no necesitar muchas cosas”, le oí decir infinitas veces de manera tan simple. Solo con los años he entendido lo potente del mensaje. Lector constante, aprendiz eterno, era un hombre hambriento de saber y conocer más.

Cuando me casé, nuestra relación cambió: él me abrió su mundo privado, de adulto, como si al casarme estuviera a su mismo nivel. Se hizo cercano a mi marido, lo quería y respetaba mucho, fue como un segundo padre para él. Cuando nos convertimos en padres, sus consejos fueron enormes. Nos ayudó a enfrentarnos al desafío sin miedo ni angustia, entendiendo que la paternidad es la entrega más profunda, más constante, más bonita y a ratos, agotadora. “No descuides tu matrimonio, es importante que la pareja siga siendo pareja”. Que el pediatra de mis hijos fuera mi papá fue un tesoro para nosotros.

La genética hace un trabajo impactante al momento de heredar ciertas cosas. Más allá de obviedad de lo físico, me impacta el ADN en los caracteres o los gustos. Mi viejo y yo éramos en muchas cosas como dos gotas de agua. Desde el gusto por la cerveza hasta la agudeza del carácter obsesivo. No hay espacio para hacer las cosas a medias, el compromiso es completo siempre, aunque eso pueda ser molesto para quienes están cerca. La verdad, le duela a quien le duela. “Más vale ponerse colorado una vez que rosado mil veces”, decía él. Para mi papá no existían las medias tintas, o es correcto o no lo es. Tajante.

Heredó de su padre el amor por los viajes. Antes de cambiar el auto, prefería viajar. Antes de tener lujos, viajar. Antes de ropa fina o cara, viajar. Ahorrar para viajar. Viajar, siempre viajar. La historia que más me repitió sus últimas semanas de vida fue cuando sus padres lo invitaron a Nueva York siendo él estudiante de medicina. Cuando lo llamaron pensó que lo querían retar por algo y se encontró con la sorpresa de la invitación. Se dio una vuelta de carnero de felicidad sobre la cama. La historia la repetía exactamente igual una y otra vez. Sin embargo, yo seguía disfrutando de ella como si fuera la primera vez.

El amor de mi papa por Nueva York fue a primera vista: su movimiento, ruido, su multiculturalidad lo fascinaron desde el primer minuto. Cada vez que pudo, volvió. Lamentablemente no pudo muchas veces. Desde chica me habló de este mágico lugar con cada detalle. El Empire State, Park Avenue, el ir y venir de la gente, la Iglesia de San Patricio, en fin, en mi cabeza yo había visitado la ciudad mil veces y sentía conocerla al detalle. Tenía 24 años cuando fui la primera vez y tuve la sensación de volver a casa. El enamoramiento fue instantáneo y no sé cuántas veces lo llamé desde teléfonos públicos para contarle lo que había visitado durante el día. Él gozaba con mis viajes igual como yo lo hacía con los suyos. Trato de ir a Nueva York todos los años porque es por lejos el lugar donde lo siento más presente. Sé que camina a mi lado y se impresiona con la ciudad como si fuera la primera vez que la vemos juntos.

También hay cosas que no heredé. Su fascinación por jardinear, un momento que creo que disfrutaba especialmente porque estaba solo y tranquilo. Lo veo de rodillas plantando petunias, sacando malezas, regando y conversando horas con el jardinero, que era su gran amigo. En los inolvidables veraneos en el sur a mediados de los 70, salir a caminar con mi papá era absolutamente fascinante. Conocía los nombres de cada árbol, cada pájaro, su canto y sus hábitos. También conocía cada fruto – “mira, prueba esto, es maqui, te va a gustar” – y así volvía yo toda morada a la cabaña, con la ropa inmunda, pero dichosa. Durante la semana mi mamá se hacía cargo de nosotros y mi papá trabajaba de sol a sombra, pero los fines de semana eran de él. Siempre un panorama, subir el cerro, ir a los juegos o simplemente recorrer el centro de Santiago, que era uno de sus paseos preferidos.

Mi papá fue un hombre de pocos amigos. Tenía un carácter fuerte e intereses muy específicos, creo que la vida social francamente le aburría. Con él los temas eran limitados, viajes, naturaleza, arte o guerras. Recuerdos tardes enteras oyéndolo hablar sin parar del desembarco de Normandía, de las estrategias exitosas de Hitler para apoderarse de casi toda Europa o del brutal ataque japonés a Pearl Harbour. Un par de años después de su muerte visité junto a mi marido y mis hijos la zona del desembarco. Partimos en donde empezó todo, el Point du Hoc. Están los hoyos del bombardeo nocturno, algunos bunkers alemanes a medio destruir y otros completamente intactos. Mi marido tuvo el cariñoso gesto de quedarse atrás con los niños para que yo pudiera recorrer ese lugar de la mano de mi padre. Entré a un bunker donde se veía la inmensidad del mar y se podía sentir la historia. Ahí le hablé, le dije cuanto lo extrañaba y cuanto le agradecía todo lo que me había enseñado, con sus palabras y su ejemplo. Puse una foto de ambos mirando a la playa de Normandia. Nunca olvidaré ese día.

Mi papá no era perfecto. Tenía un carácter difícil, muchos le tenían miedo, especialmente nuestros amigos. Se veía serio y distante, pero bastaba pasar una tarde con él para darse cuenta de que esa distancia era su viaje a su mundo interior. La realidad era que estaba cansado, trabajaba demasiado y eso lo ponía de mal humor, pero también estaba siempre de ánimo para una broma. Nunca lo vi salir del baño de manera normal: siempre salía como si alguien lo estuviera empujando, miraba para atrás con cara de “qué te pasa” y seguía. A veces estaba yo ahí, a veces mi mamá o a veces no había nadie, él siempre salía igual. Muchas veces nos hacía reír burlándose de otros, eso con los años me avergüenza un poco. Le molestaba la gente que pudiendo ser culta era ignorante, le molestaba la gente gorda, no solo por un tema estético sino también de salud. Mi papá era intolerante y a pesar de eso yo lo adoraba.

Sus consejos, a veces duros, a ratos impertinentes pero siempre asertivos me acompañan a cada momento. Cuando yo hablaba de más, cosa que pasa de manera frecuente, el me decía sarcásticamente: “nunca pierdas la oportunidad de quedarte callada”. Era su forma de decirme que oyera más de lo que hablaba. Sus palabras me dan vuelta en la cabeza todo el tiempo. Cuando me embaracé por primera vez se dedicó sutilmente a aconsejarme en el arte de ser mamá primeriza. “Es un trabajo al que te tienes que dedicar 100% las primeras semanas, pero no siempre será así, paciencia y descansa cuando puedas”. Después supe por otro lado, también aconsejaba a mi marido.

Los últimos respiros de mi padre ese viernes de mayo me traen de vuelta. Ha pasado el mediodía y sigue lloviendo muy fuerte. Sus inhalaciones son entrecortadas, dificultosas. Yo sigo tendida a su lado, tomo su mano tratando de decirle que no está solo. Mi mamá se acerca por el otro lado y le hace cariño en el pelo. Mi hermano se pone a sus pies. Estamos todos tranquilos, aunque falta mi hermana, eso nos angustia, pero ya no hay tiempo para remediarlo. Mi papá exhala por última vez y en ese mismo momento mi hermana me llama al celular: “El papá acaba de morir”, le digo. Mi hermana me corta el teléfono, después sabré que se lloró sin parar durante mucho rato.

Después de comprobar con su propio estetoscopio que su corazón dejó de latir, nos abrazamos los tres, sin angustia, pero con pena, sin llanto, pero con mucha emoción. Rompo el silencio:

– Tenemos que elegir la canción

– ¿Que canción? ¿De qué hablas? – pregunta mi mamá

– Mamá, el papá me pidió mil veces que cuando el ataúd fuera bajando le pusiéramos algo de Frank Sinatra – le dije con delicadeza, entendiendo que para mi mamá era un momento terrible.

– A mí también me lo pidió – dijo mi hermano muy despacio, casi susurrando.

Así fue como despedimos a la única persona que jamás pretendí cambiar, que siempre acepté tal y como era, con sus tremendas virtudes y algunos aparatosos defectos. Un hombre al que amé y admiré sin condiciones. El ataúd empezó a bajar tapado de flores que sus nietos pusieron delicadamente. Empezó a sonar “I’ve got you under my skin”.

Han pasado casi 7 años y siento que la elección de la canción fue perfecta.

Mi papá habitará por siempre bajo mi piel.

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