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Elsa Luz
ОглавлениеPor Karen Fernández
Su ausencia fue cada vez más notoria. Primero la aisló su sordera que en principio trató de disimular, pero que después de un par de años se hizo tan evidente que la dejó aislada muchas veces de las conversaciones.
Después fue su cabeza. Cada día estaba más perdida con quién era y dónde estaba. Olvidaba lo que había hecho a corto y largo plazo y confundía a sus dos hijas cada cierto tiempo.
Recordarla jovial y trabajadora me remonta a esos años en los que la acompañaba todas las tardes a tomar el té con sus amigas, a participar de sus reuniones en Cema Chile, a la misa de los domingos y a los paseos donde mi bisabuela en Convento Viejo. Ahí en pleno campo, con esos baños de cajón que quedaban como a un kilómetro de la casa, fui completa y absolutamente libre y feliz.
Chimbarongo fue el pueblo donde crecí, donde pasé los veranos más entretenidos de mi infancia. Salía a andar en bici con los amigos, iba a pasear a la plaza todas las tardes, a comer un helado o palomitas y cada verano mi abuela materna me enseñaba el olor a mermelada casera, hecha en un ollón de aluminio en el patio sobre un gran fuego. Recuerdo el olor del pan recién salido del horno, a dulces, a leche recién ordeñada de la vaca. Aquí aprendí a lavar en la artesa, a moler el choclo para las humitas y a encaramarme arriba de los árboles para sacar la fruta. Aquí aprendí a vivir mi infancia, la que en Santiago estaba reducida al colegio y a un pequeño departamento donde vivía con mis papás, un encierro citadino, solitario y muy gris.
Fui la regalona todos los veranos, ansiaba que llegara diciembre para partir y no regresar a Santiago hasta marzo del año siguiente. Acá la navidad se recibía con pino de verdad, con verde-verde.
Hasta que tuve 6 años mi abuelita aún trabajaba, era la Jefa de la Compañía de Teléfonos en Chimbarongo, o sea toda una autoridad en el pueblo: ella conectaba a los que podían acceder a un teléfono, de esos a los que se giraba la manivela para funcionar. También recuerdo cómo odiaba su nombre, Elsa Luz, ambos escogidos por su padre en honor a su amante y a sabiendas de mi bisabuela, quien aceptó esta situación.
Admiro cómo ese odio a su padre, materializado en su nombre, lo tradujo en ser una rebelde para su generación: mi abuela se dedicó a trabajar desde muy joven y recién a los 27 años se casó con mi abuelo, un taxista. A los 29 tuvo a mi madre y a los 39 a mi tía.
Durante toda su vida fue la dueña de casa, la proveedora económica del hogar, lo que le sirvió años después cuando casi al cumplir 50, quedó viuda sin previo aviso.
Hoy su cabeza es blanca, sus piernas están débiles y su mente vive ausente de este mundo. Hoy por primera vez en su vida depende de otros y ha dejado de cuidar, sostener y mantener a otros.
Hoy Elsa Luz está complemente sumida en el silencio.