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La casita en la pradera
ОглавлениеPor Noelia Zuñiga
El sol estaba en lo alto del cielo y mi mamá aprovechaba de lavar la ropa mientras pensaba que jugábamos en silencio. Gran error. La primera vez que sentí celos tenía alrededor de dos años y medio. Estábamos con mi hermana Natalia, recién terminando de controlar esfínter y según nos cuenta mi mamá, teníamos un lenguaje único. Un código secreto, que sólo nosotras podíamos saber. Aquella tarde, nos decidimos de una vez por todas a terminar con la molestia que nos aquejaba: nuestra hermanita de quince días de nacida, Elizabeth. Nos acercamos a la cama matrimonial cual ángel de la muerte y tomamos de los brazos y las piernas a la pequeñita. No alcanzamos a cruzar un metro cuando mi mamá, sospechosa, nos encontró.
– ¿Dónde llevan a la guagüita? –, nos dijo con tranquilidad en su voz, aunque según ella, estaba con los nervios de punta.
– Vamos a tirarla al pozo porque no la queremos – respondió una de nosotras. En nuestra villa antes de tener alcantarillado, nos abastecíamos de agua por medio de pozos de las napas subterráneas. Mi mamá tomó en brazos a mi hermanita Elizabeth y la devolvió a su camita. A nosotras nos reprendió y desde ese día no despegaba los ojos de nosotras.
Recuerdo a mi mamá muy joven, casi una niña. Nos contaba cosas entretenidas y nos dejaba ver películas hasta bien tarde los fines de semana. Siempre pensé que era la mamá más linda del mundo. Tenía un olor exquisito, jabón mezclado con tabaco. Recuerdo sentir sus manos un poco ásperas por el cloro, que me acariciaban la cara y podía sentir su aroma. Cada vez que siento el olor del tabaco, me acuerdo de ella. Vivíamos en una casita de madera, muy al estilo “casita en la pradera”, rodeadas de campo y mucha vegetación. Era como un paraíso. Allí inventábamos los juegos más entretenidos que puedo recordar y jugábamos todas las tardes con los patos y gallinas que mis padres criaban, aunque no éramos las niñas más animalistas. Una vez se me ocurrió una idea genial. Amarrar en uno de nuestros triciclos, la pata de una de las gallinas para hacerla correr. Nos gustaba mucho verlas correr, nos provocaba risa. A mi brillante idea se sumaron mis hermanas. Entre dos afirmaron a la pobre gallina mientras que yo, le amarraba la pata con un trocito de tela que habíamos robado a mi mamá. Cuando por fin estaba bien sujeta, mi hermana Natalia fue la primera en subirse al triciclo y pedalear. Claramente la gallina comenzó a correr. Luego nos fuimos turnando para subirnos al triciclo, y la afligida gallina ya no corría, se dejaba arrastrar por nosotras. Nos reímos como locas, hasta que mi mamá nos pilló. Nos fuimos de castigo y al parecer la pobre gallinita no resistió tanto movimiento, así que mi mamá nos hizo un caldo de gallina para cenar.
La vida en el campo era muy entretenida. Lo que más me gustaba de vivir así, era pasearnos por los sitios frente a nuestra villa que eran campos de verdad. Mi papá nos llevaba como si fuera lo más normal, porque mientras él vendía sus empanadas a los trabajadores del campo, nosotras corríamos entre los yuyos que brillaban con la luz del sol. Eran tan altos que nos podíamos perder entre sus flores. Mi papá siempre nos contaba que los yuyos eran comestibles, pero nunca nos preparó su tan especial sopita de yuyo.
Correr en medio del pastizal era vivir una experiencia extrema. Siempre hacíamos competencias de quién llegaba más rápido al sauce llorón, que estaba a la orilla de un riachuelo. Para atravesarlo, teníamos que pasar por un trozo de madera a modo de puente, pero una tarde de otoño, para mi mala suerte, el puente no funcionó y se dio vuelta. Me caí al riachuelo y quedé empapada de pies a cabeza. Mis hermanas se afirmaban la guata de la risa mientras yo lloraba porque no podía caminar con los zapatos llenos de agua. Al llegar a la casa, me esperaba el llamado de atención de mi mamá, mientras le reclamaba a mi papá “por qué no cuidaba mejor a las niñas”. Luego al anochecer mi papá se acercaba a nuestras camas y nos contaba cuentos y nos cantaba canciones para hacernos dormir.
Recuerdo que mi papá era muy alto y entretenido. Una vez nos quiso tomar una foto con un caballo. Estábamos vestidas con unos vestiditos cortitos de color amarillo y mi papá nos decía “acérquense más”. Y yo miraba hacia atrás con pánico de que el caballo estuviera de mal humor y posiblemente nos fuera a patear. “Acérquense más, si no les va a hacer nada”, nos volvió a gritar, mientras lo veía alejarse más y más, para tomar una foto panorámica. “Ya, sonrían”, nos gritó. Y sonreímos. Menos mi hermana Natalia, que quedó inmortalizada para la posteridad con cara de pavor. Al menos tenía una aliada en mi miedo a los caballos.
Al poco tiempo, nuestros padres se separaron y nosotras tuvimos que emigrar al campo de una tía. Allí se acabaron las risas, se acabaron los juegos locos, los baños de lodo, las subidas a los árboles, los juegos a lo Tarzán. Desde el día en que nos fuimos de nuestra casita en la pradera, supimos que nuestra infancia había terminado. Esos fueron los años más tristes y dolorosos que he tenido que vivir por miedo a pensar que estábamos huérfanas ya que nuestros papás jamás nos visitaban.
Con el paso del tiempo y la llegada de la adultez pude entender todo el infortunio que tuvimos que vivir, siendo tan chicas por causa del alcoholismo de mi papá y la poca valentía de mi mamá. Hoy no los juzgo. No tenían idea de cómo ser padres, aprendieron de mis abuelos, que tampoco sabían ser padres. Y la educación que recibí me ayudó a comprender que a veces la vida no es del color del sol, calentito y brillante. Hoy miro a mis padres y les agradezco infinitas veces los años maravillosos que estuvieron presentes en nuestra infancia. Porque sin eso, sin esa divina primera infancia, no sería la persona que ahora soy.