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La niña y los cachorros

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Por Rosa Meneses

Jamás me puse a pensar cómo veía el mundo cuando era niña. Solo vivía y veía.

Tengo recuerdos como relámpagos: cómo mi madre de crianza lloraba, y yo también, por lo que le decía mi padrino: que buscaría una mujer más

joven por algo que, según él, ella había hecho mal. Como yo lloraba a grito pelado, él le decía que me hiciera callar.

Recuerdo que yo estaba muy conectada con la tierra. Plantaba frutillas, cebollas y verduras con mi madre de crianza, Elda Correa. Me entretenía buscando lombrices para la pesca de mi padrino. No sentía rechazo hacia ella: me gustaban porque eran suaves, de colores distintos y de cuerpo transparente. Al mirarlas al sol, podía ver su sangre, eso me llamaba la atención.

A veces jugaba con mis amigos a la pelota, a la cuerda, al luche, a la escondida. Pero no siempre se daba. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la casa. Mis mejores amigos eran los perritos: teníamos una pareja de perros perdigueros que acompañaban a mi padrino a cazar perdices y conejos. Él los mataba y los perros adiestrados le traían su presa. La perrita se llamaba Mosca y el perrito Cazador y cuando se apareaban ella daba a luz entre 8 a 9 cachorros.

Cuando los cachorros nacían, sentía algo muy especial: verlos tan pequeñitos y con ese olor de recién nacido me gustaba mucho. Cada vez que entraba a una casa, sabía que había un cachorro recién nacido por su aroma suave, puro, me encantaba. Una vez cuando la Mosca le daba de mamar a sus cachorros, me nació la curiosidad de beber de su leche. Fui a buscar una cucharita, tomé su pezón, lo apreté con cuidado y salieron unas gotas y yo bebé. Me gustó su leche. No le hice asco. La Mosca me permitía hacerlo así es que tomé varias veces.

Me encantaban los cachorros. Me colocaba un poncho de lana, iba al cuarto donde estaban, me sentaba y los tomaba uno por uno. Les daba besos y los dejaba en mi poncho. Así me quedaba horas mirándolos, junto con su olor especial.

Cuando crecieron, jugaba con ellos. Yo me escondía detrás de un cerro de tierra y cuando el líder no podía encontrarme se ponía aullar. Entonces le hacia una señal para ser encontrada. Cuando me encontraban, me lamían y me hacían cosquillas. Verlos contentos, saltando por todos lados, me hacía feliz.

Los momentos más fuertes eran cuando traían cabritos vivos. Yo me encariñaba con ellos, pero mi padrino los mataba para hacer cocimientos. Cuando yo veía que iban a sacrificarlos, corría a pedirle a la virgen de Fátima que detuviera la muerte del cabrito. Al ver que mi petición no era escuchada, me invadía una gran tristeza. Así pasaron los años, viendo la realidad de la vida.

Un episodio que recuerdo fue cuando quedaba un solo cachorro en la casa, a los demás los habían regalado. Vinieron mis padres y hermanas a visitarme y mis padrinos les regalaron el último cachorro. Yo me puse a llorar a grito pelado de nuevo. Cuando los fuimos a dejar al paradero del bus, a unas tres cuadras de la casa, yo llevaba al cachorro en brazos. En el paradero, me senté con él y lo protegí con el cuerpo. Lloraba tanto que decidieron dejarlo conmigo.

Qué recuerdos. Agradezco infinitamente visitar a mi niña interior que sigue con todas sus emociones intactas.

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