Читать книгу Mujeres que escriben - Varias Autoras - Страница 12

Despedir a mi papá

Оглавление

Por Lorena Canihuán

Lo había visto a fines de noviembre. Estaba contento y orgulloso, como todos nosotros: la Fran, mi sobrina-hija, terminaba el colegio llevándose todos los premios posibles.

Fue un viaje corto, sólo para acompañar a mi Fran, celebrar y ver a la familia. Pero volvimos en enero, con ánimo de vacaciones y más tiempo. Apenas llegamos, me di cuenta de que algo no andaba bien: habían pasado unas semanas y mi papá había bajado mucho de peso. Estaba feliz de vernos, como siempre, pero me preocupé y le sugerí ir al doctor. Se negó un par de veces, pero fuimos igual, a la consulta de un doctor viejo, conocido, de esos que les inspiran confianza a los mayores y que nos había operado de algo a todos en la familia.

Le hablé de la pérdida de peso y dijo que podía ser la diabetes u otra cosa. Le dije que me preocupaba esa “otra cosa” y él, muy lúcido, le pidió hacerse los exámenes justos. El diagnóstico: cáncer. Tenía un tumor enorme pegado al hígado y no había nada que pudiera hacerse, salvo cuidarlo y mantener el dolor a raya.

Fueron las peores vacaciones de mi vida, yendo y viniendo de consultas y laboratorios. Lo peor, es que él no entendió el diagnóstico: el doctor hablaba en marciano para él, que el carcinoma y la carcinomatosis. Mi papá era un viejo sabio, pero no había terminado ni la enseñanza básica. Su sabiduría venía de la vida, de la necesidad, de la infinita bondad y ejemplo de la mujer que lo crió aun no habiéndolo parido. Pero la vida no le había enseñado lo que era un carcinoma y salió de la consulta sin saber lo que tenía. Un amigo médico me dijo: “tranquila, la oncóloga le va a decir”, pero la oncóloga Auge no lo vería sino hasta marzo.

Mientras, hacíamos arreglos para que mi hijo Vicente y yo pudiéramos quedarnos más tiempo con él. Llamé al colegio, donde me dijeron lo que necesitaba oír: que en la vida hay prioridades y que el colegio era lo menos importante para Vicente en ese momento, que acompañara a su Tata, atesorara cada momento con él y que volviera cuando se pudiera. Fue un rayo de sol entre tanta oscuridad, como también lo fue la compañía de mi familia, la que comparte mi sangre y la que no. Los que me escucharon cuando pude hablar y los que sólo apretaron mi mano cuando el llanto no me dejaba articular una sola palabra.

En medio de todo, la Fran se matriculó en la Universidad y todo era un ir y venir de Osorno a Valdivia buscándole casa. Nos sirvió para salir y despejarnos un poco.

Había visitas todos los días en la casa. Era terrible escuchar cuando le preguntaban a mi papá qué era lo que tenía y él decía: “No sé, la Lolita es la que habla con los doctores, pero no me dice nada. Ella debe saber”.

Y así, durmiendo con un ojo abierto y uno cerrado durante dos meses, llegó el 11 de marzo. Ese día lo veía la oncóloga y ahí estaba mi viejo, sentado con dos de sus hijos a cada lado. Supongo que sospechó que algo pasaba porque nunca habíamos estado los cuatro con él en una visita al médico. Entramos mi hermana y yo para acompañarlo en la consulta. Habíamos hablado antes con la enfermera, que es la hermana de un buen amigo mío, y le pedimos que le explicaran con claridad cuál era su diagnóstico.

Una vez en la consulta, la doctora revisó la carpeta con exámenes y empezó a hablar del famoso carcinoma. La enfermera la interrumpió y le dijo que el paciente (mi viejito amado) necesitaba saber claramente qué era lo que tenía, así que la doctora, entendiendo el mensaje, le dijo: “Don José, usted tiene cáncer”. La expresión y el color que tomó la cara de mi papá eran indescriptibles. Se quedó en silencio unos segundos y dijo: “Pero con los remedios que usted me va a dar, yo me voy a sanar, ¿cierto?”

– No. Nosotros solo le vamos a ayudar a manejar el dolor.

Mi hermana y yo rompimos en llanto y ya no escuché nada más. Era una mezcla de rabia, impotencia y la más absoluta desolación. El rostro de mi viejo estaba desencajado y en un minuto había envejecido 20 años. Luego de eso, me encontré escuchando indicaciones de dosis de medicamentos y rutinas de alimentación.

Cuando salí de la consulta, lo vi rodeado por mis hermanos. Todos lo abrazaban.

Desde ese día, mi viejito empezó a apagarse rápido. Creo que se rindió en el instante en que la doctora dijo “no”. Vicente vivía únicamente para agradarlo: recogía las hojas del patio, lo tomaba de la mano y lo llevaba a la ventana para que viera que él mantenía las cosas en orden. Cuando íbamos al supermercado, se aseguraba de llevarle algún queso de esos fuertes que a ambos le gustaban tanto. De hecho, eso fue lo último que comió: una galletita con queso azul. Solamente por hacer feliz a su nieto, estoy segura.

Viajamos a Santiago porque creímos que era prudente hacer acto de presencia en el colegio, pero mi hermana me llamó a los pocos días de haber llegado. Tenía que volver porque mi papá agonizaba, según le había informado la enfermera. Volví sola. Pasé buena parte del miércoles 16 de abril en el hospital, hablando con el personal médico, pidiendo instrucciones para cuando llegara el momento y recogiendo suministros para enfrentar el fin de semana santo. Me fui a la casa con un gran cargamento de suero, bajadas, jeringas y morfina. Mi hermana y yo pasamos la noche velando su sueño, que estuvo cargado de quejidos y alucinaciones en las que nos protegía a ambas de algo que sólo él veía.

El jueves no me separé de él. Tomaba sus manos tibias como tratando de guardar su calor y le susurraba al oído que se fuera tranquilo, que había hecho todo bien y que todos éramos felices gracias a él. No pensé que sería capaz de desprenderme de mi egoísmo y pedirle que se fuera, pero ahí estaba, despidiéndome de mi héroe.

En la noche, le dije a mi hermana que durmiera un poco. Increíblemente yo no me sentía cansada, pero sí tenía mucho frío así que después de la dosis de morfina de las 2:00 am fui a recostarme un rato. Desperté sobresaltada a las 4:00 y fui a verlo; su corazón se había detenido para siempre la madrugada del Viernes Santo. En ese instante, no sentí pena. No sé bien lo que sentí. Ahora que lo pienso creo que no sabía ni dónde estaba.

Mi mamá nos ordenó vestirlo y empezamos a avisar a mis hermanos y familiares más cercanos. Mi hermano y yo hicimos los trámites en el hospital y la funeraria. A las 6 y media de la mañana estaba escogiendo la urna de mi padre. Lo recuerdo ahora y aún me cuesta creerlo. Siempre que me imaginé en esa situación, yo figuraba llorando, incapaz de abrir los ojos y aceptar la realidad.

Al velatorio y funeral asistieron cientos de personas. Todas con un sentimiento genuino de tristeza. Nadie fue por cumplir, lo sé. Era como si se hubiera ido el patriarca de la comunidad y creo que así era.

Después del funeral me desplomé al fin. Mi cuerpo dejó de responder y terminé tomando medicamentos. Aun hoy, tres años después, no he terminado de levantarme y lo extraño y lo necesito como el primer día. Estoy segura de que este vacío debe ser parte de la definición de la palabra huérfano.

Mujeres que escriben

Подняться наверх