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Para Arturo
ОглавлениеPor Fernanda Carrera Pérez
– Tengo miedo–.
– ¿De qué tiene miedo?
– De no volver a la casa.
– Tranquilo, ¡no piense tonteras!
– No me quiero morir todavía.
– ¡Ay! Si no se va a morir, todo estará bien.
Sostuve tu mano hasta que te subieron a esa ambulancia. Te acompañé en todo momento junto a la camilla traspasándote toda la tranquilidad posible, mientras realmente moría de miedo por dentro. Yo, una niña de 13 años estaba calmándote a ti, un hombre “hecho y derecho” mientras trataba de ignorar todo ese terror que sentía.
La verdad es que cumplí con parte de mi promesa. Tú sí volviste a casa, pero nada volvió a estar bien. Desde que tuvimos ese breve intercambio de palabras y un torbellino de emociones a través de nuestras miradas, nada volvió a ser lo mismo. Un mes después y tras varios lapsus que nos devolvían la esperanza de que todo estaría bien, nos dejaste.
Y digo nos dejaste porque así lo sentí por mucho tiempo: no entendía realmente lo que significaba la muerte. Estaba furiosa, me dejaste el año en que me licenciaba de octavo básico y tenía todo pensado para nuestro vals. Estaba furiosa, porque eras mi cómplice y me sentí completamente sola cuando partiste. Estaba furiosa, porque cuando abriste los ojos para tomar ese último aliento de vida, escogiste el minuto en el que fui a buscar agua y no estuve presente. ¿Por qué no me esperaste? Por muchos años estuve furiosa con la vida, con Dios y contigo. Sólo el tiempo me ha permitido entender.
Cuando te fuiste (o te llevaron) seguí visualizándote por mucho tiempo en el marco de mi puerta todas las mañanas. Sentía el crujido de la manilla y veía tu silueta saludándome con tu buenos días, que nunca fue con palabras, sino con un gesto: la mano recta en tu frente, como si fueras un soldado que saluda a su superior. Con eso siempre me hiciste sentir importante, la única de la casa que tenía ese saludo especial, la regalona.
Lo mismo me pasó con el sonido que hacías al rozar tu pie derecho en la madera roñosa del living. No sé por qué arrastrabas una patita. Como crecí con esa imagen nunca me lo pregunté y ahora que lo pienso nunca supe qué te paso. Pero para mí era tierno que emitieras ese sonido al caminar. Ese sonido llegó a ocupar el silencio después de tu partida. Claro, supongo que solo estaba en mi mente, ¿o no? Vivía de esa ilusión. Eras tan ceñido a la rutina que las diferentes horas del día me iban recordando tu ausencia. Incluso la peineta sobre tu velador, la lámpara que nunca más volvió a encenderse y los bototos cafés perfectamente puestos en el suelo a los pies de la cama que fueron juntando polvo. Todo eso me iba recordando constantemente la verdad de que ya no estabas.
¿Te acuerdas que todos los domingos lustrabas mis zapatos del colegio? Me enseñaste a hacerlo tan prolijamente como un lustrabotas. Aprendí de niña. ¡Y adivina qué! Nunca dejé de hacerlo. Hasta la última semana de clases cuando ya estaba en cuarto medio, todos los domingos, lustraba mis zapatos. Y aunque los primeros domingos de los primeros años lo hacía entre lágrimas y mucha rabia, después terminé haciéndolo con una gran sonrisa, porque tú me lo enseñaste. Gracias.
Gracias por esa banca que construimos juntos en la vereda afuera de la casa: eran dos troncos y una plancha de madera. La ubicamos debajo del almendro para que nos llegara el fresco en la tarde y la pintamos de rojo porque yo quería. Pasábamos tardes enteras de verano comiendo fruta allí.
¿Y sabes lo que más recuerdo de esas tardes en la banca? El juego. Cada recambio de veraneantes nos preparábamos para nuestro sagrado ritual que inventaste tú para que yo aprendiera a contar y a identificar los colores. Nos sentábamos a mirar la Ruta 5 y yo tenía que identificar los colores de los autos. Cuando era más grande, elegía un color y tú otro; cada uno contaba cuántos autos del color elegido pasaban en diez minutos. Curiosamente siempre ganaba yo. Para muchos debe ser una estupidez, pero yo siempre recuerdo lo mismo cada verano hasta el día de hoy.
Esa banca también tiene algo que me marcó para siempre y no alcancé a pedirte perdón. En esa época en que uno se cree grande, la embarré. No quise hacerte daño, pero lo hice. Tus ojos se llenaron de lágrimas al oír mis duras palabras, pero esbozaste una leve sonrisa, tal vez de desconcierto. Fue un arrebato y nunca me lo perdonaré. Quizás, ni siquiera te acuerdas de esto, pero yo lo he cargado desde entonces.
Como todas las tardes en esa banca. me esperabas a que yo llegara del colegio. Un día no llegué sola y me dio vergüenza que me estuvieses esperando como si yo fuera una niña, aunque ahora sé que sí, era tú niña. Te miré enojada y te dije con una voz golpeada: “¡Ya no soy una niña! No tiene que esperarme acá afuera todos los días”. Me di la media vuelta y me fui. Perdóname. Me recrimino cada vez que me acuerdo de eso por haberlo hecho.
Me entregaste todo siempre con mucha paciencia y sabiduría. Y lo vi recién cuando partiste, cuando era tarde, muy tarde. Hoy atesoro los recuerdos porque es lo único que me queda y aunque mi mayor miedo era olvidarte, cada año que pasa voy recordando nuevas cosas.
Eras mi abuelo en el árbol genealógico, pero en verdad siempre fuiste y serás mi único padre. El que me crió, el que estuvo y el que me enseñó muchísimas cosas. La enfermedad que finalmente arrebató tu vida tenía que ver con tu corazón. El doctor siempre dijo que tu corazón crecía sin parar y era muy grande. Y sí, tu manera incondicional de amar sólo podía provenir de un corazón tan grande como el tuyo. Te amo, papito Arturo.