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Olor a fritura
ОглавлениеPor Geraldine Cáceres
Sentada sobre el mesón del bar, miro cómo mi abuelo prepara una malta con harina. En realidad, es agua con azúcar y harina, un clásico que les regala a mis primas y a mí de vez en cuando. Mientras balanceo las piernas golpeando levemente la vitrina, veo desde lo alto los escasos clientes, la inmensidad del lugar y el dragón gigante pintado al fondo, la antesala para ingresar al restaurante.
Mi abuelo es parecido a un Viejo Pascuero: guarda regalos escondidos en un cajón gigante detrás del mesón. Cuando sea más grande podré abrirlo sola y le robaré dulces, unos poquitos no más, para que no se dé cuenta. Hoy espero al vendedor de dulces que, cual hombre del western, entrará por la puerta batiente del restaurante e instalará la bandeja que lleva colgada en sus hombros. Mi abuelo elegirá muchos dulces que luego nos repartirá. Aquel señor es mudo, pero se llevan bien los dos, él después de entregar se toma una copita y sigue su camino. A mí me agrada, como la mayoría de los clientes de mi abuelo. Algunos me hacen reír, dicen cosas como: “qué grande estás” o “la negrita bonita” y yo los miro nomás cómo toman su caña de pipeño. Algunos repiten, otros se quedan todo el día con una en la mano y conversan con mi abuelo, le cuentan su vida, lloran, se emborrachan, se van tristes, vuelven al otro día.
Mientras balanceo las piernas, llega el “Tate Callao”. Ese es su nombre, por lo menos el conocido. Es un viejo de unos cien años, eso creo mirando sus infinitas arrugas. Viste de impecable terno, aunque él está un poco sucio, delgado y pequeñito. Es jubilado de ferrocarriles y sus hijos lo abandonaron hace años. Es alcohólico, me ha dicho mi abuela, quien después lo manda con una caja de leche de vuelta a casa. Su alcoholismo, imagino, no lo deja hablar y ha generado una serie de movimientos involuntarios con los cuales se comunica. “¡Como estai!”, le grita mi abuelo y él comienza a hacer una serie de gestos con sus manos que interpreto como “muy bien”. Creo que en su juventud tuvo unos ojos azules increíbles, que ahora se ven desteñidos, llorosos y muchas veces solitarios. La cañita sobre el mesón y los 200 pesos que deja al lado, es su rutina diaria. Me mira desde su puesto y levanta su mano con el dedito para arriba. Yo le sonrío y lo más probable es que le muestro la paleta que me falta entre mis dientes.
La malta con harina es el mejor invento de mi abuelo. Miro cómo sus manos baten la cuchara de palo con sus dedos chuecos, (Yo tengo mis dedos meñiques chuecos, igual que él. Es una herencia que llevo con orgullo) los cientos de cicatrices por los cortes y su concentración. Lo prueba y me pasa el vaso, por fin voy a disfrutar de este brebaje que me hace sentir una borrachita más.
La hora de almuerzo es caótica en el restaurante y no me queda más que ir al fondo, pasar una pequeña puerta y llegar al patio donde más allá, está la casa de mis primas Paulina y Pamela. Si están de buen humor (a veces son un poco extrañas porque a veces quieren jugar y otras no) podríamos hacer una casita con las cajas de bebidas, si no, tendré que jugar con los cinco perros de mi abuela: la Pindi, la Chica, la Chola, el Toby y la Lulú. También podría ir al subterráneo a cachurear, pero dependerá de que una de mis primas también quiera. Me da miedo ir sola. Una vez fui, era un sábado y estaba aburrida. Corrí con dificultad las tablas y bajé. Era lo más parecido a una película de terror que había visto: el frío me recibió a la entrada. Mientras bajaba las escaleras, se hacía más intenso. Mi preocupación eran las arañas (debía pensar que no era espacio para arañas, sí para ratones). Cuando llegué al final, miraba constantemente hacía arriba por si alguien sin querer volvía a poner las tablas en su lugar. Ahí yo iba a quedar atrapada para siempre, con un arsenal de antigüedades, garrafas de vinos, botellas con cosas raras, cajas de todo tipo, mucho polvo y suciedad. No pude terminar mi recorrido, tuve miedo y me devolví corriendo con la sensación de que alguien tomaría mis piernas y me llevaría al más allá. Del frío inmenso, pasé al sudor incontrolable.
Deambulo por el patio pensando en los juguetes que quedaron en casa. Me dejo lengüetear por la Luli y espero que me llamen para almorzar. De vez en cuando mi abuelo pasa por el patio y cuando me ve, me invita a conocer sus nuevos inventos: una malla para hacer charqui o peor, una trampa de ratones. Lo observo curiosa. Lo quiero tanto que lo abrazo: sé que en unos años morirá y ya no lo veré nunca más.
La hora peak es la locura misma y es mejor quedarme en el patio mientras todo pasa. Allí escucho los gritos de mi abuela anunciando que la cazuela está servida o retando a la garzona de turno porque es muy lenta para atender y no sirve. A veces las veo salir al patio a llorar. Cuando me ven me dicen: “Su abuelita es muy cruel, Gerita, muy cruel”. Yo les digo que no lloren, que no la tomen en cuenta y se entran porque el restaurant está lleno. Mi mamá también anda por ahí, se encarga de ordenar los pedidos y de apurar a mi abuela, pero ellas pelean constantemente y todo es un alboroto. Siempre pasa algo terrible: una cazuela que nunca se sirvió, una chuleta que llegó fría o un pescado añejo. Mi papá, mientras, está en la caja y se paga y vigila que todo sea cobrado y nadie haga perro muerto. Pero pasa: siempre hay uno que esconde una cerveza o que se hace el tonto y se va sin pagar. Mi papá se enoja y dice: “Ya lo tengo cachao, cuando vuelva lo voy a echar”.
Mientras juego con los perros, mi mamá me llama a almorzar y me dice que pida rápido ahora que hay menos gente. Mi abuela me pregunta qué quiero de almuerzo y le pregunto si tiene arroz quemado. Mi mamá se enoja, dice que me hace mal, pero de lejos miro a la María, la cocinera, que me muestra los restos de una olla quemadita. Yo le hago un gesto para que me lo guarde. Comeré un puchero seco: arroz, papa y carne, o sea, una cazuela sin caldo. Si es día de colegio, comeré en cinco minutos y me iré corriendo, pero antes me voy a perfumar bien para intentar eliminar el olor de fritura de mi uniforme. Pero el olor no se va, se queda impregnado, no solo en mi ropa, también en mi pelo y en mi piel. Y me sigue, día y noche, hasta que un día se cierra la cortina y paso sin querer por fuera y ya no hay más olor a fritura.