Читать книгу E-Pack autores españoles 2 octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 10

Capítulo 4

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LA CENA

Luna aceptó ruborizada que iba a cenar con Bosco. El corazón le saltó rápido en el pecho, excitado ante la promesa de otro encuentro con él. ¿Había sabido Bosco que estaban sentados en la misma mesa cuando se despidió de ella tan tranquilo en la entrada?, se preguntó la joven mientras fingía leer su nombre en el panel con la distribución de las casi cincuenta mesas, pues sus ojos no distinguían nada en aquellos momentos.

Luna se había escapado de la recepción, cansada de estar de pie sobre los tacones, de hablar de naderías, de tratar de evitar que sus ojos se escaparan buscando a Bosco y de ver pasar a un sinfín de camareros agobiados, cargando un infinito número de bandejas con copas de champán, canapés variados, exquisitas tartaletas, diminutas quiches y originales bocados creados por uno de los mejores restauradores del país. Y ahora, inclinada sobre el atril donde estaba expuesto un mapa del salón, la joven no podía serenarse.

Otros invitados habían seguido su ejemplo y no estaba sola. El aperitivo, para tanta gente, se estaba alargando debido a la tremenda cantidad de fotos que estaba haciendo el fotógrafo de los novios con los diferentes grupos de amigos y familiares. Luna siguió echando un vistazo a lo que le rodeaba con la esperanza de distraerse y apartar así a Bosco de su mente.

El comedor, compuesto de tres salas contiguas de enormes dimensiones, estaba completamente ocupado de mesas redondas, excepto por los pasillos laterales y centrales, todas ellas vestidas con impolutos manteles de hilo blanco bordados. La vajilla de porcelana, las copas de cristal de bacará, la cubertería de plata grabada en oro con las primeras letras de los apellidos de los novios, los hermosos centros de flores, las velas olorosas en sus candelabros de hierro forjado, las enormes lámparas del alto techo… Todo era tan hermoso que Luna se sintió transportada a un cuento de princesas donde, antes o después, debería aparecer el príncipe azul para invitarla a bailar.

¿Qué tenían las bodas que ponían a las mujeres tan sentimentales?

Saliendo de su ensoñación, Luna se obligó a no dejarse embaucar por el ambiente. Precisamente esa noche debía demostrarse a sí misma que tenía tanto control como alardeaba. No podía dejar sus murallas indefensas. Justo ante Bosco debía ser más cuidadosa, porque no podía permitirse abrir ni un poco su corazón o sufriría muchísimo. No. La vida le había enseñado a Luna a protegerse y no dejarse cautivar por sueños imposibles. Sí, todo estaba precioso y Elvira y Juan serían muy felices, y todo lo que Luna Álvarez tenía que hacer esa noche era cenar con el hombre más atractivo y encantador del mundo y mostrar toda la indiferencia que pudiera, para no volverlo a ver y dejar de imaginarse a sí misma como la novia y a Bosco encandilado a sus pies.

Punto.

Cuando un tiempo después se acercó a sentarse a su mesa, Bosco ya estaba allí, hablando con los otros comensales. En cuanto la vio se puso de pie y le movió la silla a su lado para ayudarla a sentarse. Tapando con sus dedos su copa, Luna negó al camarero cuando este le fue a servir vino.

—Puede retirarme las copas si le viene mejor, no voy a beber.

—¿No quieres correr riesgos esta noche? —le preguntó Bosco, mirándola con una chispa de humor en sus vivaces ojos, cuando el camarero obedeció.

—Nunca suelo hacerlo. La noche de la despedida de Elvira fue una excepción.

—Me alegro de que Elvira nos haya sentado juntos, ¿tú no?

Como ella alzó la mirada interrogadora, siguió imperturbable:

—Así puedo conocerte mejor, sin los efectos del alcohol.

Luna se anticipó a él.

—Descubrirás rápidamente que no soy una mujer interesante —bajando la voz, añadió—: Y que no pertenezco a tu mundo.

Bosco alzó las cejas sorprendido.

—¿Y cuál es ese mundo?

Con un amplio gesto, Luna abarcó la sala.

—¿Te sientes desplazada? —preguntó, frunciendo el entrecejo.

Por un instante, Luna pensó que tenía un gesto amenazador.

—No. Sé por qué estoy aquí, igual que lo sabía el sábado, pero eso no me hace olvidar de dónde vengo y que mi paso entre vosotros es puntual. Después de hoy, ya no volveremos a vernos más.

«Eso es lo que tú te crees», pensó Bosco.

—¿Por qué? ¿No quieres? ¿Te sientes incómoda?

—No, pero simplemente no habrá oportunidad.

—No la habrá si no la buscamos. Puedo ser muy tenaz.

Luna no lo dudaba.

—Estamos hablando de relaciones libremente consentidas, ¿no? —preguntó ella, tratando de ser mordaz.

—Por supuesto. Puedo ser muy persuasivo.

—Y, ¿para qué?

—Me interesas. Es obvio, ¿no?

—No soy a lo que estás acostumbrado.

«Eso ya lo sé», pensó él.

—A lo mejor por eso me atraes —insistió.

—No estoy dispuesta a ser tu ligue del momento.

Bosco se hubiera reído si no fuera porque se daba cuenta de que para ella aquello era importante.

—No tienes por qué serlo. —Y como de verdad quería tranquilizarla, posó su mano sobre la de ella y sus dedos largos, grandes, la cubrieron por entero—. No lo compliques. Seguro que antes te han tirado los tejos. Soy un hombre paciente. Te llamaré, quedaremos, nos conoceremos y, poco a poco, a tu ritmo, podemos ir viendo si a los dos nos gusta adónde lleva.

—¿No te das cuenta de que no puede ser?

Hasta ese momento, el resto de los comensales había fingido ignorarlos, pero justo en ese instante hubo un silencio generalizado. Luna miró a sus compañeros de mesa e irguió los hombros en un intento de demostrar una seguridad que no sentía.

Bosco ni se inmutó.

—Vamos a conversar con los demás.

—No, vamos a seguir con lo nuestro.

—Muy bien. No estoy interesada. Fin de la conversación.

—El otro día sí parecías interesada. —Se rio a carcajadas cuando vio cómo Luna se ruborizaba.

A raíz de sus risas, el rubor se incrementó.

A Luna le gustaba ser justa consigo misma, y se sentía totalmente responsable de su comportamiento. ¿Que había estado bebida? Sí. Pero aquello no era excusa. Ella había hecho mal en beber. Nadie la había obligado. Y aun con los efectos del alcohol no podía negar que se había lanzado como una vulgar mujerzuela hacia Bosco.

—¿No podemos olvidarnos del otro día? —Estaba tan compungida que no identificó la mirada de ternura que mostraban los ojos de Bosco.

—No, yo creo que nunca podré.

Ante el sonido de su voz y por la intensidad de su mirada, Luna sintió que un calor le atravesaba el cuerpo.

—¡Eres un conquistador! —lo acusó, exclamándolo en voz alta también para recordárselo a sí misma.

Bosco arqueó una ceja.

—Vas a tener que hacerme una lista con los defectos que te molestan de mí para irlos solucionando.

Luna lo miró dubitativa:

—Son insolubles: eres rico, eres guapo y eres un mujeriego. En cuatro palabras: no eres para mí.

Bosco rio:

—Cualquier otra mujer los consideraría virtudes, no defectos.

—Ahí lo tienes. Sal con cualquier otra mujer.

Por primera vez en todo el rato, Bosco miró al resto de comensales y, solo por eso, Luna supo que iba a decirle algo importante. Cuando por fin los ojos de él se pararon directos en ella, Luna sintió un escalofrío.

—No quiero a ninguna otra. Te quiero a ti. Estoy más interesado en ti de lo que lo he estado nunca en nadie ni en nada. No veo nada malo en que nos conozcamos mejor y en poner todos los recursos a mi alcance para conseguir que me prestes atención.

A pesar de que estaba excesivamente halagada, como se consideraba indigna, Luna insistió:

—Antes o después te darás cuenta de que no soy nada especial. —Y como le dolía en su amor propio que pasara más tarde que pronto, cuando ella quizá bajara la guardia, decidió darle los datos más elementales de su vida, pero también los más duros—: Soy hija de una madre soltera, nunca he sabido quién era mi padre —hablaba en voz baja y monótona, evitando que nadie más pudiera escucharla, pero completamente centrada en Bosco—. Mi madre era una hippy que me arrastró por todos los pueblos y ciudades de España entre ventas callejeras de cuadros y canciones de guitarra o sus trabajos esporádicos de camarera en bares y restaurantes. Era alcohólica, fumaba porros y seguramente terminó metiéndose algo más en el cuerpo. Murió en un hospital de la Seguridad Social, con cinco pacientes más en la habitación, de cirrosis. Esa soy yo.

—Esa es la vida de tu madre —la corrigió Bosco apenado—. ¿Por qué me iba a importar? —Aunque sí le importó, pero no, como suponía Luna, porque eso le hiciera minusvalorarla o despreciarla, sino porque saberlo le hizo sentir compasión por la niña que Luna había sido y por la niña que, en algún sentido, seguía siendo.

—Porque también es mi vida. Ha sido mi vida.

—Pero ya no. Tú misma acabas de hablar en pasado.

—Pero he salido de ahí. Eso me ha hecho lo que soy.

—Pues me gusta lo que veo. —Como se daba cuenta de que ella estaba tensa, le sonrió animadamente.

—¿Por qué no quieres verlo? ¿Por qué te niegas a entender? —le preguntó Luna.

—Entiendo lo que quieres decir, pero no me importa. ¿Crees que necesitas pedigrí para salir conmigo?

—No es eso. Puede que tú no lo pidas, pero antes o después acabará importando.

—Lo que me estás diciendo es, básicamente, que no quieres que te haga sufrir. No quieres darle una oportunidad a lo nuestro por temor a que antes o después yo te deje: bien porque soy un mujeriego y acabaré deseando a otra mujer, bien porque soy rico y frívolo y terminaré asqueado de estar con una mujer de un mundo diferente. ¿Te he entendido bien?

—Seguramente —asintió poco convencida.

—O sea, que no es solo por mí. Te niegas a empezar una relación con nadie por temor a que te hagan sufrir, ¿no?

Luna pensó en su pasado. Realmente había huido de la gente, literalmente. Ni amistades íntimas, ni relaciones con hombres. Hasta ese mismo momento no se había dado cuenta de que se había convertido en alguien demasiado prudente… y también demasiado solitaria.

—Reconoce que tú tienes más papeletas para hacer sufrir a una mujer.

—¡Ah! —dijo él, aunque no le creyó—. O sea que eres selectiva y hay gente a la que sí le permites acercarse a ti.

Luna pensó en Fidel y asintió, segura de no mentir.

—Bien. Y supongo que esa selección has de hacerla antes de conocer bien a las personas, no vaya a ser que por el camino les cojas cariño.

Viendo adónde quería llegar, ella se le adelantó:

—Tan solo soy prudente…

—Y me parece bien —la interrumpió él—, pero puedes acabar siendo injusta. Te puedes equivocar. Habla con cualquiera de mis amigos. Soy leal hasta la muerte.

—A mí no me estás pidiendo amistad.

—Podríamos empezar por ahí.

—¿Por ser amigos?

Como ella lo miraba incrédula, él decidió bromear.

—Ya que no me vas a dejar llevarte a la cama… ¿Te atreves a probar o tienes miedo? —Y le tendió la mano para sellar el trato.

Ella sabía que era una estupidez, que la confianza no llegaba con un apretón de manos, pero como estaba intrigada, Bosco le gustaba y le gustaba gustarle a él, accedió.

—Como primer paso, te llevaré a casa hoy de vuelta. No tienes por qué preocuparte, pues no voy a beber ni una copa.

Dando por terminada la cuestión, se dedicó a su solomillo y a dar conversación a la mujer que tenía sentada al otro lado.

Le despertó el ruido de alguien en la casa y enseguida recordó dónde estaba. Luna regresaba. No había bajado las persianas del dormitorio, así que la luz de las farolas de la calle iluminaba levemente la estancia. Los números rojos de la radio despertador le informaron que pasaba un cuarto de hora de las dos de la mañana. Era raro en Luna llegar tan tarde. Intuyó que su hermana no tendría corazón para echarlo de la cama, así que consideró un momento la posibilidad de hacerse el dormido y dejar que fuera ella la que se quedara en el sofá. A fin de cuentas, ella era más pequeña que él y no le costaría tanto encontrar una buena postura.

No había cerrado la puerta del dormitorio, así que, con los ojos entreabiertos, perfiló a la figura en el umbral. Tardó una décima de segundo en darse cuenta de que aquel hombre delgado, de respiración sonora, no era Luna, y tardó un poco más en fijarse en el cuchillo que llevaba en la mano izquierda. No tuvo tiempo de cuestionarse qué hacía allí ese hombre, pues antes siquiera de poner un pie en el suelo se le había echado encima como un gato.

Fidel esquivó por los pelos una cuchillada directa al pecho, pero al sentir el dolor en un brazo comprendió que no había sido tan rápido como esperaba. Le sorprendió la delgadez de las extremidades del hombre. Si no fuera porque lo había visto con sus propios ojos, pensaría que era un adolescente. Sus brazos eran como palillos y enseguida quedó demostrado que, a pesar de haber cogido a Fidel por sorpresa y de ir armado, tenía más entusiasmo que fuerza.

Completamente despierto, absolutamente aterrorizado y a punto de sufrir un ataque cardíaco, Fidel consiguió echarse sobre aquella sombra de hombre y, tras un leve forcejeo, hacerse con el cuchillo. En cuanto lo consiguió, se lió a puñetazos desesperados contra el rostro del agresor, que todavía tenía aliento para hacer fuerza para soltarse.

Una ráfaga de cordura le dijo a Fidel que había ganado y consiguió romper con la danza de golpes que había iniciado instintivamente. A horcajadas sobre ese minúsculo hombre lo examinó, todavía en la semipenumbra de la luz proveniente del exterior.

Resoplando, se dio cuenta de que tenía bajo sí a un desecho de persona. Inclinándose a un lado, encendió la luz de la lámpara de noche. Un amarillo tenue inundó la habitación.

«Un yonqui», pensó Fidel, «en pleno subidón». Los pinchazos en los brazos le confirmaron lo que ya sabía; la delgadez y los ligeros temblores también, así como las pupilas levemente dilatadas. Por todo ello, confió excesivamente en que su agresor estaba vencido y la batalla había concluido. En cuanto se relajó, el drogadicto empujó con todas sus fuerzas, le dio un cabezazo en la barbilla, lo tumbó en el suelo y, dando bandazos por toda la casa, se fue por donde había venido como alma que lleva el diablo.

La policía tardó menos de quince minutos en llegar, pero a Fidel se le hicieron eternos.

No podía dormir. ¿Quién podría en su lugar? En pijama, con una bata de pana y unas zapatillas de piel, Roberto se paseaba inquieto sobre la alfombra Aubusson que cubría el parqué de su dormitorio. El reloj Morez de pared tocó los cuartos con las primeras notas del Himno de la Alegría de Beethoven. Por centésima vez, Roberto lamentó no haber sido él quien le escribiera el número de teléfono al yonqui. Pero claro, no quería dejar huellas ni siquiera en un papel. Entonces, ¿cómo podría saber ahora si ese estúpido cogió bien el número? ¿Por qué no le llamaba? ¿A qué estaba esperando? ¿Habría llamado a un número equivocado y pasaría toda la noche sin que él se enterara de qué había ocurrido?

No podía evitar la inquietud y el ansia de saber que lo consumían.

Soltando un juramento, se vistió con unos pantalones de pinzas y una camisa gris –quiso ser respetuoso con el luto por su padre aun en esa situación– y se dirigió con su flamante sedán a la vivienda de su sobrina.

El corazón empezó a martillearle fuertemente cuando vio que la calle donde vivía Leticia estaba cortada por un coche de policía local colocado en diagonal y con las luces azules brillando de forma intermitente y una ambulancia.

Sintió un gozo intenso. ¡Ya estaba hecho! ¡Y había sido él! ¡Él! Saboreó su poder y se sintió más vivo que nunca. La herencia pasó a segundo lugar. Aquel sentimiento era más embriagador que el mejor champán. Se sentía más poderoso que con una cuenta bancaria de seis cifras. ¡Oh sí! Aquello sí que era un subidón, y no el producido por las drogas, la fama, el alcohol o el dinero. Aquello era algo que no había experimentado nunca antes, mucho más sublime e infinitamente más satisfactorio.

El claxon del coche de atrás lo devolvió a la realidad. La impaciencia del conductor que lo seguía le hizo aflorar una intensa rabia. ¿Quién era aquel inútil que se atrevía a molestarlo en un momento así? ¿Adónde tendría que ir ese conductor a aquella hora que no le permitía a él saborear a gusto su triunfo?

Arrancó justo antes de que un agente a pie se acercara a su ventana a preguntarle qué hacía ahí parado. Echó un vistazo al espejo retrovisor. Se quedó sin aliento. Por unos segundos, el corazón dejó de latirle. Solo unos estupendos reflejos en el último momento evitaron que colisionara contra uno de los automóviles estacionados junto al arcén. Sin lugar a dudas, era su sobrina la que se estaba bajando apresuradamente del Mercedes biplaza hacia el que se inclinaba un agente de la ley para hablar con el conductor.

Si bien lo dejó estupefacto el hecho de que Leticia estuviera sana y salva, apenas dio tiempo a que le embargara la rabia cuando el asombro le sobrecogió al reconocer el rostro del conductor del flamante automóvil que, en aquellos momentos, estacionaba con una rápida y elegante maniobra.

«Vaya, vaya», pensó Roberto. Y por la forma en que el joven salió corriendo detrás de Leticia, podía poner la mano en el fuego que ese hombre estaba más que simplemente interesado. ¿Cómo había llegado Leticia a conocerlo? Lo ignoraba. Él mismo pertenecía a ambientes sociales muy parecidos y, aun habiendo realizado negocios con algunas de sus empresas, nunca había tenido el honor de conocer a Bosco Joveller en persona. ¿Qué hacía su sobrina con él? ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba allí la policía si su sobrina acababa de llegar? ¿Dónde se había metido aquel maldito yonqui?

Desalentado, cabreado y enfurecido, sabiendo que cuando se calmara apreciaría la información sobre su sobrina y Bosco Joveller, se marchó de vuelta a casa deseando tener el cuello del maldito yonqui entre sus manos para poder estrangularlo personalmente, sin intermediarios. La idea le resultó tan divertida, se imaginó tan perfectamente el rostro enrojecido y moribundo de su asesino a sueldo, que se echó a reír a carcajadas.

E-Pack autores españoles 2 octubre 2021

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